'Txalaparta', viaje a la memoria de los peces
«Es curioso cómo se puede escribir como se pega, o quizá, escribir como se mata, porque de eso trata ‘Txalaparta'»
El sonido de Txalaparta es grave y no tiene agudos que te permitan escapar. Dos varas de fresno o de castaño golpean con fuerza un tablón que se coloca sobre banquetas haciendo un puente, así la tabla vuela por los petardos que los txalapartis tienen como brazos. A veces se acompasan a galope porque el ritmo corre, otras, se regocijan en un tempo más calmado, como quien no quiere la cosa. Pero nunca deja de sonar por dentro pues revive en cada mazazo esa percusión primera que fuimos.
Casi siempre se toca en parejas, ya sean hermanos, primos o vecinos. Mientras uno marca el ritmo, el otro dibuja rellenando con más o menos aciertos el espacio que queda entre los dos. Podría definirse que uno trata de mantener el orden mientras el otro trata de romperlo, de salirse, o al menos eso pretende, porque al final siempre queda ordenado gracias al paso que marca el más sensato. Es el ritmo original, el bombo, esa percu ancestral que comenzó a sonar en el Paleolítico cuando los vascos en vez de palos usaban huesos para sacudir las tardes. Su origen se remonta a la fabricación de sidra y la verbena. Era y es un festejo, y desde los lagares se escapaba el sonido de aquellos golpes que saludaban una nueva temporada.
Si sonaba la txalaparta se cocía algo bueno, por lo que en la memoria genética se despertaba alguna pista de fiesta en cuanto comenzaba a sonar aquel estruendo que llenaba todo el valle hasta cinco kilómetros de distancia. Hoy en día se puede apreciar este milenario sonido en las fiestas populares de cualquier pedanía del País Vasco o Navarra. Siempre cerca de la euforia y la risa, o al menos, casi siempre.
Hay otra Txalaparta (Los aciertos Pepitas, 2023) novela escrita por Agustín Pery, que parece sonarte por dentro desde la primera hasta la ultima página. Son frases que duelen, te llevan a lugares que no sólo suenan a madera y percusión, sino que te tiran al suelo, te golpean, te sacuden a h…as—sin ofender que es Semana Santa—, si te descuidas, porque Pery hace que cada una de sus palabras sean puños cerrados en la boca del lector.
Es curioso cómo se puede escribir como se pega, o quizá, escribir como se mata, porque de eso trata Txalaparta, y Pery se aparece como el boxeador de la prosa que no piensa bajarse del ring hasta que tires la toalla o tengas la boca del todo reventada. Consigue que el ritmo lo marques tú, tan sólo y tanto debes abrir la primera hoja del libro para darte cuenta que aquí se cuece contenido delicado. Y encima está escrita con la precisión del que lleva años entrenando el arte de la coma, de la palabra, y sobre todo, de la noticia.
Txalaparta es el sobrenombre del protagonista de esta novela, que bien podría ser una historia más de las que brotaron en los años más duros de la lucha contra ETA, esa panda de criminales asesinos que puso en jaque a España entera durante más de cinco décadas y que hoy se intenta blanquear como yendo al dentista a pedir una u otra pasta que borre el pasado.
Es un libro que se devora rápido, como las cosas buenas, las que no quieres que se acaben porque sabes que después no habrá una página más que te devuelva al monte, al cruce de calles oscuras y pistolas cargadas que define Pery con la precisión de un paisaje. Y lo haces mojado porque estás empapado del txirimiri que cala del todo porque hasta la lluvia es ambigua en el País Vasco. Y miras hacia detrás pensando que Altolaguirre puede estar en esa esquina buscando, olfateando el rastro y los despojos que dejaban esa banda de criminales a su paso, pero siempre dispuesto a partirse la cara por esos dos o tres principios que diferencian a la gente normal de los que son unos hijos de puta.
«Hay veces que coges un libro y es un regalo envenenado, una película abierta que tiene banda sonora con derrapes, lluvia, pólvora y miedo, todo eso que se busca cuando haces algo por primera vez»
Pery ha conseguido que su novela se parezca a aquella película de Robin Williams, Jumanji, que sonaba desde el desván de la casa queriendo que acabaras la partida. Es un viaje al pasado porque a su protagonista ya le conocimos en la trepidante Moscas (Pepitas 2018) aunque ahora se precuele, y se ocupe en norteña de lo que antes trataba en las islas de la corrupción política, que tan bien conoce Pery de tantas exclusivas que brindó en El Mundo de los honrados. Pero el juego ahora debe terminar, no hay lugar para las quejas ni para las bajas, es un deber finalizar la partida porque arriba se mata y mientras Iñaki Altolaguirre se debate entre la vida y la muerte, su mujer e hijo se convierten también en dos puntos de vista que engordan la dificultad que se vivió durante los años más salvajes de plomo.
Escribir es un arte que requiere de mucho tesón, más ahora que las pantallas reducen el cerebro a unos gramos de la peor sustancia que podamos encontrar. Pero luego hay veces que coges un libro y es un regalo envenenado, una película abierta que tiene banda sonora con derrapes, lluvia, pólvora y miedo, todo eso que se busca cuando haces algo por primera vez, como un polvo, un beso o el primer humo que se inhalas en los pulmones. Leer Txalaparta me ha regalado un poco de todo aquello, y sólo lamento que Pery no haya tenido en cuenta el mono que genera cuando se acaba algo que está así de bien hecho, y me hace buscar desesperado en la biblioteca algo que pueda quitarme el síndrome de abstinencia al que me ha arrojado su prosa.