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Opinión

Lenguas muertas

El primer efecto del valenciano normativo-catalán de colonización fue proscribir el valenciano popular, esa maravillosa corrupción de valenciano y castellano

Lenguas muertas

El escritor catalán Josep Pla. | Archivo editorial Destino

Es una desgracia bien grande esta de no saber suficiente catalán como para abordar a Pla en esa lengua, de modo que lo leo en las notables versiones castellanas. No es lo mismo, y no sirve al fin de disfrutar de su prosa en la forma original, pero guarda uno todavía un poco de valenciano, que se va perdiendo por falta de uso; apenas he encontrado en Castilla con quien hablarlo, a excepción de un par de familias huidas de Cataluña, incapaces de soportar (en palabras de Pla o Dalí) la bobería de unos y la beatífica, moderada inacción de otros.

Pero es valenciano popular, del que se hablaba en los pueblos limítrofes al norte con la ciudad de Alicante, no valenciano normativo; es decir, catalán de colonización, una lengua ridícula despiojada de castellanismos pero encantada de saturarse con anglicismos de orden técnico y moral. Esto es una pena, que se perdiera esa lengua de mi infancia, maravillosa corrupción de valenciano y castellano. Tenía algún pequeño milagro lingüístico, como la pronunciación de algunas eses (en «casa», por ejemplo), que a mí no se me pegó; esa letra la decían como prerrafaelita, delgada pero íntegra, desvanecida hacia regiones donde el hombre apenas puede respirar.

« La musicalidad y el vocabulario rural que enriquecían el valenciano son meros cadáveres académicos»

En San Juan de Alicante y su playa, donde mayormente me crié (antiguo pueblo devenido ciudad-dormitorio en el que todo depende del Ayuntamiento, condiciones que hoy cumple casi toda España) quedan, que yo sepa, cuatro o cinco viejos que todavía hablan aquél valenciano. El primer efecto, buscado, del valenciano normativo-catalán de colonización fue el de proscribir el valenciano popular. Era algo que alegraba mucho estar en cualquier corro de gente porque indistintamente se hablaba castellano o valenciano, como algo natural, y en el pueblo dominaba el valenciano. Ahora casi nadie usa su nueva forma en la calle, en las tiendas, en los bares: la musicalidad y el vocabulario rural que lo enriquecían son meros cadáveres académicos; sus gruesos insultos se han adormecido en el narcótico e hipócrita puritanismo de hoy en día; se habla sólo para hacerse uno notar y en tono castellano, exagerando algunas letras a la valenciana (o a la catalana) para darse pisto étnico o para ganar suculentas subvenciones, y los necios políticos que se lo apropiaron bajo la falsa especie de que estaba en peligro de extinción gastan fortunas en impuestos para «implementarlo», nuevo anglicismo incorporado a esa lengua tan fea.

Pero me he ido por los cerros de Alicante. Pla es delicioso, y sus rejones son como pasteles envenenados que te ofrece con un café, una copa de anís y una sonrisa de buen vecino, mientras que los de Benet son derrubios provocados con dinamita de obra pública. Ambos los leo con el mayor agrado. Como las crónicas de Azúa, quizá el único lugar donde Pla y Benet convergen por su propio peso y se fuman un puro, satisfechos.

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