Gustavo Petro en tu garito con zapatillas
«Si nos encontramos a dos personas juntas, una va en camiseta y otra de traje impoluto, lo más probable es que el segundo sea el chófer del primero»
Vengo a escribir de cómo el presidente colombiano Gustavo Petro no se quiso poner el frac en la recepción que le ofrecieron en el Palacio Real porque lo consideraba una vestimenta antidemocrática. Vengo a escribir en general de todos los deconstructores de uniformes, de Sánchez quitándose la corbata, de las camisas de Alcampo de Iglesias, de cuando los de Podemos se vestían a propósito como si los hubieran arrojado de un quinto piso y, en general, de toda esta escenificación de las cosas del vestir que se ha comunicado paradójicamente como una lucha contra las cosas del vestir. Entronca con la canción del Canto del Loco que quería entrar en tu garito con zapatillas, tan rebelde y llevando tanto por bandera la poca importancia que tenía la ropa que se hizo rico gracias al calzado. El enunciado que propone llega viciado de nacimiento, pues si no tiene importancia lo que uno se ponga en los pies, podría decirnos cuántos lances de amor le deben a las zapatillas este y otros que, con unos náuticos, quizás no se hubieran estrenado hasta los 25, pero que en la no-etiqueta encontraron una forma de molar. Hay un hilo dorado sobre el encanto contestatario que va de la zapatillas de la cola del garito hasta la gente que se metía en ETA a ver si pillaba cacho, pero esa es otra historia.
La diferencia en la vestimenta, sobre todo si se pregona, queda cerca de la presunción que da vida al seductor. Ahora que lo pienso, la mujer de Petro llevaba unos Christian Louboutin de 700 euros, y me parece muy bien, pero no sé si eran antidemocráticos, si se consideran uniforme de otras cosas y sin dicen del que los lleva muchas más cosas que un frac.
«Es el rico y poderoso el que se iguala pomposamente con el pueblo, mientras que en el vagón de metro, el pueblo disimula las suelas gastadas»
Pero aquí viene la santa turra que los que encontraron en la oportunidad de no respetar los códigos de vestimenta, una manera de diferenciarse por la vestimenta, toda esa gente que, paradójicamente, renegando de una prenda por no darle importancia a la ropa, en realidad estaban siendo alguien gracias a la ropa, al atractivo de la rebeldía mal entendida y a lo pesados que resultaan, todo hay que decirlo.
Afirmar que uno es cualquiera, no como los demás que no son cualquiera, se entiende, ya supone en sí un ejercicio de elitismo pues consiste en diferenciarse de lo que consideran las clases dirigentes, las cochinas elites, ya saben, a las que supone que no pertenece el presidente de un país como Colombia, ya me dirán cómo.
Hoy en día, una corbata es un signo de humildad. Ya solo llevan uniforme los parias. Es el rico y poderoso el que se iguala pomposamente con el pueblo, mientras que en el vagón de metro, el pueblo disimula las suelas gastadas, el cinturón viejo al que le sobran dos agujeros, los brillos en la chaqueta y el bolso de imitación, ajado y tristón. Si alguien hoy en día se pone un esmoquin tiene muchas probabilidades de que lo tomen por un camarero.
Si nos encontramos a dos personas juntas, una va en camiseta y otra de traje impoluto, lo más probable es que el segundo sea el chófer del primero. Eso hizo Petro, presentarse frente al Rey convertido en uno de estos personajes que se creen tanto, tanto, tanto, que pueden plantarse ante un monarca sin un frac, el clásico tipo que se permite presentarse en todas partes en bermudas y camiseta, tan henchido de dinero, de encanto y de poder y de esa etiqueta presuntuosa de ir por ahí como si fuera “uno más” sin saber que creerse nadie es la peor forma de arrogancia.