Por qué los pobres no pueden viajar en avión
«El pobre volador constituía el penúltimo milagro de la sociedad de bienestar, que quieren eliminar en nombre del Planeta»
Francia ha anunciado que prohibirá las tarifas aéreas low-cost para no ofender al Planeta. Esperan reducir los viajes de los ciudadanos, de los ciudadanos pobres, concretamente, pues los ricos seguirán subiendo en avión y a otros sitios. De nuevo, se contraponen los intereses legítimos de la lucha contra el cambio climático a los de la parte más débil de la sociedad sobre la que se termina cargando una vez más el peso del futuro de la Tierra. Pagaron la factura de no poder entrar en coche al centro de las ciudades y fueron condenados a andar kilómetros -qué bien les venía- y a morirse del asco en transporte público. Tuvieron que cambiar de vehículo porque el suyo emitía demasiada porquería por el tubo de escape. Les querían obligar a pagar peajes con tarifas verdes en las autovías y a apoquinar el impuesto al diesel estando ya el diesel a dos euros el litro. «Haberse comprado un Tesla», les recriminaban los Gobiernos y los politólogos que, al día siguiente de las elecciones, iban por las tertulias balbuceando y pidiendo las sales ante el auge electoral de unos populismos de derechas que nunca terminan de explicarse.
Ahora, los que no tienen dinero para hacer otras cosas, tampoco podrán viajar barato. Qué necesidad tienen, se habrán preguntado, en un mundo en el que pueden conocer otros países por realidad virtual y sus hijos visitarán Nueva York poniéndose unas gafas. Al fin podrán vivir en el paraíso decrecentista donde uno come de la huerta del vecino y donde todo el universo que le compete a uno le pilla a quince minutos andando.
Porque hace tiempo que un left behind puede vivir instalado en la desesperanza de haber desistido de una mejora en sus condiciones, pero al menos conservaba la facultad de poder ocupar en un avión el asiento que nadie más rico ocupaba para volar a horas intempestivas a destinos a los que, no quería ir mucha. El mundo entero le pertenecía así concebido en el frenesí de destinos de la pantalla de salidas de vuelos en las que buscaba el suyo. Si no conservaba las perspectivas de ascender en la escala social, sí al menos le cabía la alegría de tomar altura y pegarse de vez en cuando un viajecito low cost en un fin de semana a Roma o a Berlín. Le cabía la posibilidad de ser feliz en otra parte aunque fuera un par de noches durmiendo en un hostal con cuarto de baño con moqueta, colchón de haber retirado un cadáver el mes pasado, váter en el armario y desayuno del que robar pan duro y mortadela para hacer unos bocadillos con los que pasar el día por ahí, fantaseando con una geografía que hacía suya, que estaba a su alcance de alguna manera, y ya no.
«El viaje barato supuso una vía de escape emocional y una democratización vivencial del mundo, una ampliación de horizontes de la que reniega incomprensiblemente la izquierda en su cruzada cada vez más elitista»
Porque un tipo con un trabajo de mierda, una casa de mierda y un futuro de mierda, digo que un tipo con una vida de mierda, un pobre diablo al fin conservaba la dignidad interior que nace de la consciencia de haber estado aquí o allá y de poder ir a aquel sitio. El extranjero ya no era un sitio vedado a los de abajo así que, de vez en cuando, tiraba de la ilusión de hacer planes o acaso la memoria de aquellos viajes que pudo hacer pese a estar, en principio, fuera de sus posibilidades.
En los días grises, cuando al número siete de la Calle Melancolía ya solo llegaban las cartas de amor del banco, recordaba con su mujer el beso que se dieron en la Plaçe Vendôme aquella noche de diciembre en que hacía tanto frío en París, o la visita que hicieron a la Basílica de San Francisco de Asís, con la sobrecogedora de la luz de la mañana tirándose desde lo alto de las vidrieras, el día en que decidieron que irían a por el segundo.
En contra de los snobs y sus odioso etiquetado de lo que es un turista de calidad, el viaje barato supuso una vía de escape emocional y una democratización vivencial del mundo, una ampliación de horizontes de la que reniega incomprensiblemente la izquierda en su cruzada cada vez más elitista. El pobre volador constituía el penúltimo milagro de la sociedad de bienestar, esa cosa mágica que ahora quieren cargarse en nombre del Planeta, la lucha contra el cambio climático y tantas otras causas que, así enfrentadas a la felicidad viajera del humilde, resultan perfectamente odiosas.