THE OBJECTIVE
Viento nuevo

Orfidal en el biberón

Orfidal en el biberón

Bárbara Rey (i) posa junto a su marido, el domador de leones Ángel Cristo. | Europa Press

Asistí, desde silla de pista, a la confesión del tajo y la espuma. España fue un circo donde brillaba sobre la encimera de la caravana la heroína blanca y negra de los siglos. España fue un domador de leones que arrastraba a su mujer por los pelos en el casoplón de buena planta de La Moraleja. Los leones bien cebados, enseñaban manicura y rugidos lujosos, una vez hambrientos casi se zampan los barrotes y no había domador que los domara. España fueron bolsas de basura llenas de billetes para ir corriendo al casino a perderlos. 

El nene engominado, mirada fija y voz suave, fue destripando su país y el robo de su sonrisa propia. A los cinco años lo pusieron bajo los elefantes y un poco más tarde, también menor, negociaba con los prestamistas fajos enteros de billetes para el remolino y mar de la ruleta sobre tapete verde musgo. Al nene lo dormían con orfidal en el biberón, por llorón, y el miedo empezó a enfriarlo cuando papá molía a palos a mamá tras insultarla (zorra, puta, etc) y sacarla a la intemperie sin abrigo, como otra fiera más en la enseñanza minuciosa del odio y el sometimiento. Papá, a veces, sí, rompía la botella y, en un mar de sangre, borracho como una cuba, decía que allí mandaba él y solo él. Todos escapaban de la jaula.  

El nene salía en el mejor cuché de la época, revistas caras, pero sus amigos le decían a la cara y en el colegio que se masturbaban con las páginas de su madre. El nene nunca sonreía, el nene era un escultor del silencio en una permanente entrevista de sí mismo, al revés que Jesús Quintero. El nene vivía en culpable y una mochila inmensa se llenaba de piedras, por lo que ahora es imprescindible soltar lastre para poder volar. Las putas no necesitan abrigo en la calle, gritaba la peor fiera de todas, borracho, drogado, loco, antes de intenta ahogar a su madre en el despacho de la directora del exclusivo colegio para gente rica.

Al casoplón de La Moraleja sigue el de Boadilla, donde el nene da masajes de tres horas a su madre al final del día y atiende y paga a trabajadores, mancebos y menesterosos el resto del tiempo, tras subirle dos tostadas con un té al principio del sol en el marco duro de la ventana. La hermana del nene es una sombra, drogada durante años, por lo que no se entera de nada y solo coge billetes del dormitorio de mamá, donde mucho papel timbrado adorna las mesitas y encimeras del sueño. Llega el momento estelar, la cumbre confesional, cuando se le pregunta al nene de dónde salía aquel pastizal y pastizara. «Del chantaje al Rey de España», responde entre una cata de aire acorralado y el filo negro de una sonrisa brillante en los ojos morenos. 

El chantaje por pack solía ser, explica, de veinticinco millones. Uno recuerda todavía por las mismas hojas del cuché, a otro director del Centro Nacional de Inteligencia, que llegó a decir, superados los cien millones, las palabras mágicas: «¡A Bárbara se le acabó el chollo!». El nene carga contra la madre, dependiente y abusona, para quien una novia es una enemiga y el peso diario de responsabilidades propias el mejor regalo para el vástago, que es ya un hombre aunque no se afeite. El nene sin sonrisa, como Séneca o Sócrates,  dice que la tortura es el masaje. Cierto día coge del armario una cámara réflex y fotografía al Rey de España en plena y tórrida corrida al natural (clac, clac, clac, clac), mordiendo mucho los dientes para que no se oigan ese botón pequeño (clac, clac).

El nene anulado, el nene siempre serio, el nene nadador en una cierta abundancia, recuerda su infancia pobre en una mansión de lujo, donde duermen en el suelo desnudo y contraen piojos como melones. El nene (42 años) miraba entonces al techo y un cielo de bombillas pelonas y cables pelados le hacía volver al peor circo de todos, el que es verdad y muerde piel adentro. Papá se paseaba por los bingos con una pistola, gente violenta que viene a buscar pendencia, y un día dispara, y otro día ve como la propia cuidadora de la cosa le quita la pistola sin mayores berrinches. Son frases de una novela en marcha: cogimos piojos en casa, papá tomaba una cosa blanca, una bofetada cruzaba el rostro de mamá por unas palabras inconvenientes. Gastaba todos los rollos que podía (clac, clac, clac) cuando llegaba el Rey de España y el chófer esperaba fuera (clac, clac). 

El pico del casino empezaba con cien euros pero algunas noches llegaba a treinta mil. La hermana del nene, ya digo, drogada desde los trece años, en régimen 24/7, entre malas compañías y posibles sobredosis imaginarias, era la peor sombra blanca de todos los pasillos y escaleras. Los pagos del Rey de España (clac, clac, clac) llegaban puntuales, al peso y a granel. Se esparcían en el dormitorio maternal y todo el mundo con la mano en forma de cazo recogía un trozo de mar para lo suyo. El padre vaciaba la casa y el Rey de España, entre biberones, sí, la llenaba.

El nene saca las fotos en una carpetita casi de los papeles del coche y las va moviendo con el dedito entre el hambre de la cámara y el público que hoy vuelve al circo. El pueblo quiere ver al Rey desnudo. El pueblo quiere ver al Rey con la chica de compañía que le pagaba sin saberlo. Maletines negros, bajo la luz del día, con la pasta gansa de todo el aparato del Estado, tan blanco y pálido. El Rey no oye bien –mucho lo contó Pilar Eyre en sus biografías– y pensaba que por allí fuera había un pato (clac, clac, clac). No enseña pero sabe la foto que prueba también el orfidal en otro gran biberón.

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