Joseph Conrad, el mapa de las sombras
«‘El corazón de las tinieblas’ retrata los ambientes que se viven en los límites de la humanidad y refleja, con pavor, el otro lado de las sombras: el horror»
Josef Teodor Konrad Korzeniowski, Joseph Conrad (1857-1924), publica en el último año del siglo XIX, El corazón de las tinieblas y la obra marcará, en más de un sentido, la literatura del siglo XX. Es una novela no sólo de aventuras, transcurre en el curso del río Congo, cuenta los avatares y las atrocidades del colonialismo belga en la región, retrata los ambientes que se viven en los límites de la humanidad y refleja, con pavor, el otro lado de las sombras: el horror. Su historia, en parte, es el relato del diplomático inglés (después nacionalista irlandés, Roger Casement, que Vargas Llosa recogerá en El sueño del celta (2010), y que configura los episodios de maldad que Conrad relata). Casement tuvo amistad con Conrad, le contó lo que había visto, y se lo mostró: una fotografía en la que un padre africano mira las manos de su hija de cinco años, cortadas como castigo por haber recogido poco caucho. Como ha contado Philip Blom en Años de vértigo (2010): «Durante el mandato de Leopoldo (Rey de Bélgica) murieron unos diez millones de nativos, asesinados, mutilados o de hambre. Fue el peor genocidio que ha visto el mundo». Y es lo que Conrad se atreve a denunciar en su magna obra. Pero no entra en los pormenores políticos (que son pormayores) sino en las sombras del mal, en cómo el mal se une a la demencia en una ecuación tan siniestra como criminal. Un mundo de sombras, o de tinieblas. Las tinieblas que enloquecen entre el deber cumplido y la anestesia moral.
De cómo se transforma una labor humanitaria, llevar la civilización cristiana a los territorios olvidados, en mera mercancía de bienes y personas. Nada menos. Conrad estaba alertando de lo que a Europa se le venía encima, desde dentro. Porque el mal anida allí donde comparte su espacio ambiguo con el bien. No es casual la localización de la novela. Aldo Leopold escribe en 1949: «Para aquellos que no tienen imaginación, un lugar en blanco en el mapa es un desperdicio; para los demás es la parte más valiosa». A esa «parte más valiosa» se dirigió Conrad. Lo advierte en las primeras páginas de El corazón de las tinieblas: «Decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner el dedo encima y decir: cuando crezca iré aquí».
Y fue. Sólo que escribiendo la historia de Marlow. Al río Congo, al confín de los mapas, al lado oculto de la moral, al encuentro de Kurtz, que en la paranoia del deber cumplido enloquece, sobrepasa la línea de sombra que acecha a cualquiera y descubre en sí mismo el horror, del que, según Conrad, y antes Stevenson, todos forman parte, según y cómo se tomen las órdenes, o el cumplimiento, o la ambición. «En una página escrita, según Stevenson –recordaba Borges- todas las palabras deben estar al mismo nivel», los lectores deben sentir esa sensación de que las páginas fluyen como el río de la novela. El estilo en el que Conrad inscribe su magistral novela es algo que no se percibe, que fluye, que se desliza en el lector como algo tan natural como extraordinario. Polaco, escribía en inglés, la mejor prosa inglesa. Una vez, un impertinente, en una velada en el exquisito club londinense, Geographic le dijo: «Pero usted no es inglés» a lo que el escritor le respondió: «Soy más inglés que usted, porque usted lo es porque ha nacido aquí, yo lo soy, porque he querido serlo». Lejos del nacionalismo de tierra, Conrad era de donde quería ser. Hasta en eso se adelantó al delirio nacionalista que asolaría a Europa décadas después, y ahora regresa.
Si hay una película que logra, de manera excelsa, reflejar, punto por punto, el horror advertido por Conrad, esa es Apocalypse now, versión redux (1979) de Francis Ford Coppola, una extraordinaria adaptación de la novela de Conrad, trasladada la acción del Congo de finales del siglo XIX al Vietnam de los años setenta del siglo XX. La película más antibelicista que se haya rodado jamás, en la que los horrores de la guerra, a la manera de los Desastres de Goya, relata la miseria, el abandono moral y los sinsentidos de una sociedad ensimismada y errática en luchas por territorios que conducen a la muerte y al desamparo de millones de personas. Esta vez con un Kurtz que, en vez de ser el gerente de una empresa explotadora del caucho, es un coronel norteamericano que se ha salido de las ordenanzas, y ya puestos, hace la guerra, o la supervivencia, por su cuenta, con las mismas dosis de horror, muerte y frialdad que su homónimo de la novela, y el mismo que como al Marlow de la novela, ahora el capitán de fuerzas especiales Villard, le advierte: «Usted no es sino el chico de los recados». Para decirnos a todos que, probablemente, en el horror, siempre hay «chicos de los recados». Cuídate, lector, de ello.
Pero, estas páginas, hoy inuaguradas, de Lo bueno de la vida (en este caso una excepcional novela y una no menos excepcional película) siempre habrá un lugar para el homenaje íntimo, ajeno a las aglomeraciones, que tanto gustan hoy. Será el rincón de las tabernas. Vayamos con una en el corazón castizo de Madrid. Calle Cuchilleros, Ricla, en dónde los callos que prepara Ana alcanzan la categoría de obra maestra, donde lo discreto de sus precios son una fiesta para cualquiera, donde sus lentejas, sus judiones o el cocido se visten con las galas de una cocina tan modesta como sublime Y eso, con perdón, es lo bueno de la vida: un libro, una película y una taberna. Y lo demás, son meras declaraciones que el viento del tiempo se llevará sin mayor, o menor, contemplación. Vivir, y vivir ajeno al ajetreo inmisericorde que nos quieren, ya sabemos quienes, imponer.