THE OBJECTIVE
Viento nuevo

Begoña y el silencio congelado

«¿Por qué una feminista traga con que un machirulo —el que sea— hable y dictamine y prescriba por ella?»

Begoña y el silencio congelado

La esposa de Pedro Sánchez, Begoña Gómez, durante la sesión de investidura del secretario general del PSOE. | Eduardo Parra (Europa Press)

Antonio Machado, afeitado a la deriva, coronado de rotos y lamparones, el pantalón meado, la bragueta abierta, las gafas en demolición, la imaginación volátil, pensando si Leonor le iba a enseñar el chichi o no, las manos temblonas, la bragueta bajada y la vista empañada, lo cantó en un poema añejo: «Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios/ una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón». Del corazón helado hizo Almudena Grandes su excusa para todas las propagandas y pacotillas posibles; en este silencio congelado actual de Begoña, España se pasma.

El poder es el silencio: siempre lo fue, pero el silencio duradero nunca es inocente, porque el silencio culpable siempre pesa más. El silencio hecho bola, tras las primeras cucharadas, ahora resulta todavía más inexplicable. ¿Por qué esta señora, libre, socialista, hecha a sí misma, libre, moderna, joven, no habla? ¿Por qué una feminista traga con que un machirulo —el que sea— hable y dictamine y prescriba por ella? ¿A quién ofende una pregunta? ¿Por qué la democracia no tolera respuestas? El periodismo solo es gente contándole a la gente lo que pasa a la gente, según explicó Scalfari. El periodismo se jodió —como el Perú de Varguitas— cuando no se permitieron las preguntas y empezó una revolución de cinco minutos (¡Sin preguntas no hay cobertura!) que acabó en nada, porque el becario pasa hambre, sed y mucho frío.

Vuelve la realidad a enfrentar dos polos opuestos que delatan nuestro peronismo: el país o tu familia. La demanda ciudadana, por encima o debajo de verdades judiciales, es una señora en libertad completa, al natural, explicándose en una rueda de prensa sobre sus relaciones, recomendaciones y ruedo ibérico entero dentro de una universidad y una facultad muy concreta, con el gurú de los casi treinta millones de euros incluido. ¿Por qué el relato, nuevamente el relato, la batalla por el relato y los muertos del relato mismo, tiene que ocupar las veces de la verdad desnuda o las explicaciones elementales por parte de los aludidos? El periodismo se jodió —como el Perú de Varguitas, sí— no por las redes sociales, sino por las comunidades de afines dentro de las mismas, con sus cámaras de eco y sesgo de confirmación. El relato de tu burbuja, claro, claro.

Resulta insostenible para la mayor parte de la población española, opinión pública, medios de comunicación, máquinas del fango, tabernas de mucha ensaladilla rusa, figones gubernamentales de tintorro con escudilla oficial amarrada a la mesa para que no la empeñes, y demás antros populares, una señora amordazada, callada, donde a ella misma, por higiene social y política mínima, se le piden explicaciones en la plaza común de ese socialismo que elude alfombra roja y privilegios.

El fundador del periódico The Guardian, con un pitillo en una mano y una ginebra en la otra, lo dijo en el idioma de todos: «Los hechos son sagrados; las opiniones son libres». Cuando el miedo evita la exposición pública, escudándose en gesticulaciones de escándalo y protestas camorristas, con mucho obreraje de gallinero y vuelo gallináceo y sin la menor verdad galliforme, es que la mentira podrida —tan cochina— evita cualquier higiene personal y social inmediata. ¿Por qué esta señora, Begoña, no habla y su marido deja de colocar las líneas rojas con un rotulador cada vez más lejos del micrófono? El espectáculo es dantesco, a nivel internacional, y no llega ni a costumbrista, a un palmo del tendido tras el burladero, porque debería poder mucho más la esperanza de limpiar su nombre que cualquier amenaza externa, social o ajena del tipo que sea.

Silencio. Silencio de funeral. Silencio de velatorio. Silencio largo y frío. Silencio inhóspito y no ciudadano. ¿Por qué Begoña está tutelada? Asistimos, diariamente, a intérpretes, a secretarios y familiares, a intermediarios de todo pelaje, sin que el implicado tome las riendas de su propia vida y eleve o alce el tono sin la menor distorsión. Lo explicó Tagore, el Tagore que empezó a leer Juan Ramón cuando decidió no lavarse más, y ahí ruge otro volcán de auténtica vida compartida: «El hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio». Solo el silencio es abrumador, viene a decir Tagore, cuando no escuchamos o no queremos escuchar nuestro propio pensamiento.

España es un patio de monipodio que se busca ajetrear para que el silencio no lleve a tomar la palabra a quienes todos alrededor quieren amordazados. Patético. Me dice un mendigo de los que salen en la novela de no ficción de Jorge Bustos (Casi): «La obsesión española es el lucro. Puede haber tráfico de influencias sin lucro, porque el mayor deseo es la admiración». Uno parpadea, llora café con leche y avena de sobre, vuelve a asistir al prodigio cotidiano: «Existen parejas de tres, amigo mío, no lo olvide. El amor, el gurú y tú. Son las más peligrosas, porque la admiración es una tiranía mayor que la del origen o la del tiempo».

Estamos muy cansados: no elegimos el menú, sino tan solo la carta. Un político carece siempre de verdades privadas. Un rey, igual, también carece de verdades privadas. Los negocios son siempre esa clase de verdades privadas entre tu familia y tú: especialidad última de los eméritos en los emiratos árabes. Este silencio único y la conversación que se pretende generar sobre él es un mal remedio. Stevenson lo dijo a su manera: «Las mentiras más crueles son dichas en silencio». Sal del iglú, Bego.

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