Bannon: el amo de Europa
«Bannon sabe lo que todos niegan: hoy los escaparates son las pantallas digitales. Ni tiendas ni medios antiguos»
Las bromas del destino son implacables. Las paradojas y contradicciones de nuestro mundo político son cada vez más complejas. El puto amo europeo vive en América y, presumiblemente, el próximo uno de julio entrará en prisión. Cuatro meses de reclusión por desacato al Congreso de los Estados Unidos. La obsesión de Bannon por Europa es vieja y, de una forma u otra, siempre le explicó a Trump lo suyo desde Europa, donde dignifica mucho más el prestigio que el dinero, la cultura europea, el arte, la literatura, el cine, la moda y la gran ingeniería política y militar. Europa fue palacio y América es una hamburguesería.
Bannon sabe lo que todos niegan: hoy los escaparates son las pantallas digitales. Ni tiendas ni medios antiguos de difusión de ideas, ni libros ni nada analógico. Las pantallas cruzan fronteras y, sí, la Generación Z lo compra todo por una pantalla y por un fulano o fulana que explica el asunto de las prendas poniéndoselas y bailando. La calle ultra europea, vimos ayer, solo asiste realmente a la hoguera digital, que le explota la cabeza y le invita a romper farolas y cubos de basura. Bannon sonríe: Italia, Francia y Alemania ya son ultras, a España le queda un poquito, pero le salen ultras de nueva formación y bautizo, lo que también invita a la chanza y la francachela.
El primer amor de Steve Bannon fue Matteo Salvini: ahí se planteó un satélite grande para todo lo suyo, en Italia, donde podía moverse libremente por todo el paisaje y paisanaje cercano, y donde ambos inventaron un centro de ideas, una plataforma de divulgación y conferencias, solo para control ideológico del primero. Fue antes de la pandemia y mucho antes de la guerra: Bannon quería estar en Europa, domar a la fiera europeísta, pero un poco más arriba de España y donde al pueblo hambriento tampoco había que explicarle ecuaciones de segundo grado, bastaba atizar el látigo emocional, pan y trabajo, fuera inmigrantes, todo eso tan animal y primario para un hambriento. Techo, plato, sueldo, poco más.
Realmente, Putin le vino de miedo a Bannon. Europa, como los mejores cócteles, precisaba agitarse, más burbujas, más confusión, más violencia. Estados Unidos sería el espejo retrovisor, lo que siempre hay que mirar atrás, y el conflicto ucraniano una distracción más, con un pirado al frente, donde en último término siempre conviene vender un salvador que acabe con el pirado, aunque esté todavía más loco. Salvini, realmente, no era suficiente y había que meterse hasta el corvejón en el poliamor. Pronto quiso Bannon conquistar a Meloni, pero ahí encontró reticencias, la técnica del palo y la zanahoria no acababa por rentabilizarse: lo bien que le vendría a la susodicha Meloni, sí, en boca de Bannon, que Trump ganase en la Casa Blanca. Ella asentía, confirmaba, pero tampoco nunca dio pie a un beso largo ni a una mano tendida lo suficientemente fuerte. Siempre le dijo, por mímica, que tú no eres de esta parroquia ni estás en este continente, y un poco también, sí, que los vicios te los paguen los tuyos, o los negocios, porque aquí estamos a otro rollo, que es el nuestro, sin la grandeza faltona de un Nueva York brillante día y noche. Cuando Pla vio los rótulos luminosos neoyorkinos, al poco de bajarse del barco, con la boina todavía puesta, no pudo menos que preguntar incrédulo: «¿Y todo esto quién lo paga?». Nadie lo paga. Ahí está el truco.
Bannon siguió mandando sus cartitas, por las pantallitas de terciopelo, sus mensajes velados o explícitos, y Donald Tusk recogió el guante en Polonia, donde ya empezaron ambos a jugar a los soldaditos de plomo en ese terreno que va del Báltico al mar Negro. España no le ha interesado especialmente a Bannon, ni siquiera Portugal, donde ha visto un socialismo histórico que cuesta mucho trabajo echar abajo y él tampoco tiene demasiado tiempo, porque siempre es más difícil, como apuntaba Jesús Gil y Gil, salir de pobre que salir de la cárcel. El ministro portugués dijo hace no tanto un asunto que hirió de muerte a Bannon y sus palmeros europeos: «Si pactasen los dos grandes partidos, como ocurre en Portugal, no tendríamos extremos». Ese sería el final de Bannon, Tusk, Meloni, Le Pen y toda la chachipandi. La Europa que le interesa a Bannon es la rica, la del norte, y el cuento que vende es la unión de ese territorio con América, frente a Rusia, frente a Asia, frente a China, frente a todos juntos.
¿Y cuál es el final del cuento? Los líderes ultras europeos no citan a Trump. Ese y no otro fue el principal cometido de Bannon. Una seducción europea de Trump y su Casa Blanca. Por tanto, solo le quedó la camorra de la calle pura y dura, los disturbios de los ninis, que ni estudian ni trabajan. Sube el discurso radical por ahí, pero no deja de estar muy abajo, lo ideal sería que empezase a colonizar las alturas, las cúspides, las cumbres nevadas. Steve Bannon en prisión seguirá siendo Bannon: ordenador, teléfono móvil, comidas y bebidas a su hora, buen sueño y algo de gimnasio para bajar el tripón. Trump no se desentenderá de Bannon ni él del expresidente. El sueño europeo compartido está cada vez más cerca. Hacerlo a lo bruto no es descabellado: un Trump que devora a Putin, por vía militar, con amplia oferta de muertos sobre el tapete. Conseguir, con ideas, que la extrema derecha europea sea americana, es más difícil. Nunca estuvieron en la misma liga, siempre compitieron. Bannon, enjaulado, sueña con Hitler sin Mussolini ni Franco cerca. Todo llegará, piensa. Seguro.