Todos a por Junqueras
«Rovira siempre quiso cargárselo; es tiempo de muñecos y no de figuras que puedan desafiarnos»
Siguen en alto y por debajo de la mesa el vuelo de las rapaces navajas cachicuernas. La consigna es borrar a Junqueras de ERC para hacer otro partido sin procés ni viejos conocidos. El héroe que fue mártir ahora es un apestado. Marta Rovira quiere renovación: esa limpia que implica echarlos a todos para ponerse ella al mando del cortijo. Los congresos extraordinarios son una sola voz multiplicada de oreja a oreja hasta la sordera. O conmigo o contra mí. Dice escuchar a la militancia, pero solo es el eco de su propio ego. Rovira siempre quiso cargárselo; es tiempo de muñecos y no de figuras que puedan desafiarnos. Todos hablan del mayor engaño: una transición tranquila e inclusiva, dicen, sin sonrojarse por las esquinas.
Junqueras escribe réplicas, cosas, a los manifiestos de la Rovira. Cuenta con novecientos tíos que le respaldan, pero tiene poco que hacer. Rovira exige ahora una izquierda nacional, radical, dentro de un modelo coral que en realidad es piramidal, con ella siempre como reina de copas y de oros, la sota de bastos y la de espadas. Echan la culpa a Junqueras de la pérdida electoral: todos ven el procés como pasado, indigesto, se les hace bola a los jóvenes, nada recuerdan los mayores del lugar. Quieren llegar al referéndum sin procés. La ecuación es una excusa para lo anterior: una limpia de todos, una barra libre de otros que también son los mismos. El mensaje de Junqueras adopta tintes bíblicos o proféticos: «En Esquerra no sobra nadie. Más bien, falta gente». Pobre hombre.
Lo jodido del manifiesto –explican en alto- es que no lo ha escrito un militante de base, un desconocido, alguien que pasaba por ahí. Lo hace una firma que ya es líder y dueña del partido: Rovira. Pronto Junqueras, con el ojo bizco, hizo saltar la liebre: este es, claramente, un manifiesto en mi contra, un escrito contra mí. Jamás el contenido fue consensuado ni puesto en común. El manifiesto del tapado, de la tapada, que ahora emerge entre las sombras con el puñal brillante y nuevo entre los dientes. Los «roviristas», a quien Marta ya bautizó con tintorro de la casa, siguen con la conciliación, venden que a Junqueras no se le menciona en parte alguna. Los más sabios publicitan ahora –es gracioso- la condena por la que Junqueras pasó por chirona: 13 años por sedición y malversación. Todo vale con un objetivo entre ceja y ceja. Nadie cuenta que, entonces, Martita Rovira se piraba a Suiza para que no la esposasen y enchironasen. El preso y la fugada se tiran los trastos mientras la casa arde y no llueve.
Salvador Illa come pipas. La repetición electoral es la muerte, pero ya hay un entierro en la falta de diálogo. No hablan con él porque se están hundiendo, pero tampoco hay mucho que contar. A Illa le gustó que Junqueras, tras dejar su acta de diputado, recorriese Cataluña a su bola y a su aire, como militante raso, para escuchar a las bases y a los vecinos. Rovira sabía desde el principio que eso, sí, era ya hacer campaña, da igual para qué, era publicidad, y en la balanza de dos platillos si subía él bajaba ella, y viceversa. Junqueras vuelve ahora a los caminos con los playeros que nunca se quitó. Gabriel Rufián saca la mejor foto con palabras de dicha aventura: «Junqueras es una persona que trasciende sus propias siglas y con esa capacidad para interpelar a tanta gente siempre será importante para su partido y para su país». Rufián traga saliva: si cae Junqueras ya no podrá comprarse más vaqueros rotos y calcetines de colores por los Madriles jóvenes y lujosos.
Van cayendo, trocito a trocito, los rostros visibles de la vieja política: Aragonés, Junqueras, etc. Aragonés se propuso salvar a los funcionarios que echaron los votos, trescientos o cuatrocientos, pero tampoco tiene nada que hacer. La implantación territorial es volátil porque nadie sabe lo que piensa con el payés todavía con la azada en la mano. Callan como estatuas, mientras también parpadean como estatuas, sí, los sillones históricos del partido: Joan Manuel Tresserras y Joan Puigcercós. La lucha interna por el poder, intestina y salvaje, destroza las siglas universales: ERC. Solo falta el toque de gracia. El golpe definitivo del señor Puigdemont: el asesino de Junts siempre fue ERC y el riesgo de un independentismo bicéfalo siempre fue romper por la mitad, como así ha sido, con nuevas y pequeñitas siglas de ilusos que ya nada tienen que ver con papá y mamá. Artur Mas y Víctor Terradellas (conseguidor de Puigdemont) solo quisieron derribar a Junqueras con el pacto Junts/Convergencia, que no era más que el regreso triunfal del emperador total de Waterloo.
Junts siempre secreteó esa fórmula en el oído con forma de lechuga de la CUP: el regreso de Puigdemont, libre de barrotes y condenas, era el triunfo electoral del independentismo. ERC siempre dio por amortizado a Puigdemont, que metió a todos en la cárcel para irse de rositas como un mago. Puigdemont deliraba con que la UE le salvaría el pellejo: de ahí sus embajadas en Bélgica, los contactos internacionales con Estados Unidos y el desafío con los rusos en esa venta al por mayor de una Cataluña que sería satélite americano frente a la Rusia también independiente y en fuga permanente (y con balas) de toda la UE. De cara a la galería, negociar con España; por atrás, buscar aliados fuertes para romper con España. Casi nada: una independencia con respaldo internacional con tal de frenar la violencia española. Caen las máscaras viejas y las sonrisas nuevas están ya muy vistas: todos, por orden de Rovira y Puigdemont, a por el pobre Junqueras.