THE OBJECTIVE
La opinión del experto

Incidencias ferroviarias: qué narices pasa con Renfe

Para asegurar la idoneidad en el puesto, se crearon los cuerpos de la Administración General del Estado

Incidencias ferroviarias: qué narices pasa con Renfe

Un tren de Renfe. | Agencias

Desde que Pedro Sánchez detenta el poder, y utilizo este verbo en su sentido estricto, los medios de comunicación se vienen ocupando de la colonización llevada a cabo por el partido socialista en diversas instituciones del Estado, cuya enumeración me ahorro por ser larga y estar en la cabeza de todos, colocando en los puestos clave de esos organismos a personas fieles al mando, es decir, a lo que le convenga a este señor, que por eso las ha puesto ahí. Estos nuevos gerifaltes, ya instalados en la poltrona, se van rodeando de otros fieles que, a su vez, hacen lo mismo con sus colaboradores y así sucesivamente hasta lograr un grupo monolítico de estómagos agradecidos al servicio de la causa. Más que una colonización, es una infección.

Otro tanto sucede en el Gobierno, donde, según las últimas informaciones periodísticas, se agolpan – ¿habrá sitio para todos? – 336 altos cargos y 1.062 asesores, tanto unos como otros elegidos a dedo, todo un récord desde la Transición. Sería curioso conocer la cualificación técnica de cada uno de ellos, así como los filtros por los que han pasado para llegar ahí, aunque me temo que el único requisito exigido es el de la comunión ideológica, la relación familiar o, simplemente, la amistad, y que la condición impuesta es la de la fidelidad perruna.

De esta forma hemos establecido dos mundos paralelos. Por un lado, el racional por ser útil a la sociedad, el que exige unos méritos y conocimientos previos y tasados para acceder a puestos de responsabilidad en las organizaciones, asegurando así al máximo posible la idoneidad en el desempeño de esos profesionales. No es concebible que un médico cirujano pueda extirpar un riñón sin haber hecho la carrera de medicina y el MIR, además de tener una acreditada experiencia en ese tipo de intervenciones. Si no cumpliera esas condiciones estaría cometiendo un delito de intrusismo profesional. Lo mismo podemos decir de los arquitectos, ingenieros, abogados, economistas y resto de profesionales que requieren haber hecho una carrera y adquirir experiencia profesional para poder ejercer en su rama de actividad. 

Con ese mismo fin, asegurar la idoneidad en el puesto, se crearon hace muchos años los cuerpos de la Administración General del Estado, para cuya provisión se establecieron las oposiciones de todos conocidas, en las que hay que acreditar una carrera y conocimientos profundos en la materia correspondiente. Este sistema de selección objetivo garantiza la competencia y, sobre todo, la independencia de los servidores del Estado.

En los últimos tiempos se ha superpuesto a esta estructura otra, cuya finalidad no es el buen gobierno de los ciudadanos sino la perpetuación en el poder de los que han llegado a él, llevando a cabo las tareas encomendadas por quien les ha colocado ahí para su propio beneficio, o simplemente dedicándose a vivir del cuento como premio por los servicios prestados. En general, los que ocupan estos puestos son los miembros del partido gobernante, que están medrando desde que se afiliaron a él, normalmente siendo jóvenes, y que van aprendiendo todos los trucos, trampas y zancadillas que hay que urdir para poder ascender. En esa materia es en la única que se especializan y Pedro Sánchez es su ejemplo paradigmático: se afilió al PSOE con 21 años y ha llegado a la cúspide gracias a su habilidad para engañar a «todos, todas y todes». 

Pero no son estos juegos de poder, cuyas consecuencias nocivas tienen lugar normalmente a largo plazo, los que más afectan en su día a día a los ciudadanos, sino los que tienen lugar en las empresas públicas dependientes o participadas por el Estado, cuya incidencia en la vida diaria es mucho más directa. Internet me dice que hay en España 2.282 empresas públicas que gestionan activos por valor de 226.000 millones de euros, donde supongo que se incluyen las de capital mayoritario, las mixtas y las participadas a través de la SEPI. Una pasada, que no tengo más remedio que creerme porque no pienso contarlas. Ahí están Adif, Renfe, Correos, Agencia EFE, RTVE, Aena, Iberia, ICO, Red Eléctrica, Enagás, Indra y muchas otras que abarcan todos los sectores de actividad, de cuyo funcionamiento depende directamente nuestro bienestar. 

Ya señala Fernando Cano en un informe publicado en THE OBJECTIVE que, en este momento, un 82% de las empresas públicas y un 77% de las participadas están presididas por un socialista. Un dato significativo, pues no veo el motivo por el que los políticos, sin ninguna preparación en general para gestionar la empresa que le toque por designación digital, tengan la capacidad necesaria para dirigirlas. Bastaría con un Consejo de Administración designado por el Gobierno para dar las directrices políticas y controlar después a los gestores profesionales para asegurarse de su cumplimiento.  

Y esto no es lo peor, sino que estos dirigentes a su vez se suelen rodear de compañeros de partido o simplemente amigos –«personas de confianza» en su argot- que también suelen carecer de las habilidades necesarias para gestionarlas. Puro enchufismo, tan denostado en la época franquista. Esta situación, que sólo sirve para colocar a los de su cuerda -hoy por ti, mañana por mí- y continuar viviendo del que yo llamo «rotachollo» (chollo rotatorio) hasta que te cambie el dedazo del que manda, tiene un efecto desmotivador para el resto de los profesionales de estas empresas, que ven cómo sus lógicas aspiraciones de promoción se ven frustradas. El efecto inmediato es una disminución apreciable de la calidad de los servicios prestados por estas entidades, cuyas consecuencias las padecen todos los ciudadanos que los utilizan, además de pérdidas económicas para el Estado que siempre las compensa subiéndonos los impuestos a los sufridos contribuyentes. Doble castigo.

Un caso particular de esta pérdida de calidad de los servicios públicos es el del ferrocarril sobre cuyos trenes de cercanías y alta velocidad se producen más quejas cada día por un aumento significativo de las incidencias diarias. Este desbarajuste empresarial es uno de los principales responsables de esta situación, que tiende a empeorar con el nuevo ministro de Transportes, al que lo único que le interesa es la bronca política.  

El segundo motivo que explica, en mi opinión, la pérdida de calidad observada en los servicios ferroviarios es el que se deriva de la separación de la infraestructura y la explotación en dos entes independientes, Adif y Renfe Operadora, siguiendo las directivas comunitarias sobre liberalización del transporte por ferrocarril. Una decisión adoptada por los burócratas de Bruselas -obedeciendo a los intereses de los lobbies económicos– que afecta gravemente a un sistema, el ferroviario, que no es comparable al de los otros modos terrestres, marítimos o aéreos por su complejidad y necesidad de integración y conexión entre los diferentes componentes del material rodante y de las instalaciones. 

Esta separación ha supuesto un alejamiento del gestor de infraestructuras de las necesidades de los clientes, actuando como un actor dominante de carácter ministerial que impone su criterio al operador, en una relación cliente-proveedor invertida, con una deficiente coordinación a nivel proyectivo, regulatorio y operativo muy alejada de la que existía cuando formaban parte de una misma empresa. 

La anterior presidenta de Adif, después cesada, tenía como objetivo, según declaró a Vía Libre el verano pasado, la «democratización de la movilidad» aumentando el número de circulaciones con nuevos Operadores, extendiendo la competencia a más líneas ferroviarias y creando centros comerciales en las grandes estaciones. Estaba muy ufana de haber conseguido ya tres Operadores. En definitiva, quería maximizar la cantidad, el negocio, no la calidad, de la que no decía nada, recaudando el máximo con los cánones como su objetivo básico. Así, no es de extrañar el gran número de incidencias que se producen últimamente en las líneas de alta velocidad y en las cercanías de Madrid y Barcelona, casi siempre por fallos de la infraestructura.

Este propósito de Adif -máximo aprovechamiento de la infraestructura-, debía compatibilizarse con una esmerada calidad de servicio (puntualidad, mínimas interrupciones de circulación, alternativas de transporte en caso de incidencias) satisfaciendo las necesidades de los Operadores. La excesiva saturación de las líneas le impedirá hacer un buen mantenimiento y le será más costoso, incrementándose además el número de incidencias y de accidentes, que han pasado, en este último apartado, de 52 a 112 al año entre 2018 y 2022, según el Ministerio de Transportes.

Un estudio comparativo entre el año 2019 sólo con Renfe y el año móvil mayo 2022/abril 2023, ya con dos nuevos operadores en la línea Madrid-Barcelona, muestra que la demanda de viajeros se incrementó un 44%, con un aumento del coste del 38% y unas pérdidas conjuntas de 174 millones de euros por la rebaja media de un 31% de los precios cobrados. Los beneficios del AVE de Renfe, que fueron en 2019 de 211 millones de euros servían para compensar el déficit del resto de relaciones de débil tráfico, que ahora se verán afectadas. Eso sí, los ingresos procedentes de los cánones cobrados por Adif a los operadores por la utilización de la infraestructura se incrementaron en 38 millones de euros. Espero que, en el futuro, estos cánones estén relacionados con unas ratios de calidad de servicio.

Teniendo en cuenta que la liberalización ha supuesto una grave descoordinación entre los diferentes integrantes del servicio ferroviario que inciden en la calidad final de sus prestaciones, que ha introducido a operadores extranjeros de los ferrocarriles franceses e italianos, tan públicos como la propia Renfe, y que ha mermado los ingresos del operador español con posible incidencia negativa en otros servicios ferroviarios, no creo que debamos alegrarnos tanto como lo hacía la anterior presidenta de Adif. Si queríamos que se utilizara al máximo esta infraestructura tan costosa, lo que ella llamaba «democratización» y yo llamo «masificación», Renfe lo podía haber hecho sola, tenía capacidad para ello, sin necesidad de crear competencias engañosas.

La última «parida» política es la futura entrega de las cercanías al Gobierno catalán y parece que también al vasco. El resto de las concesiones autonómicas dependerá de sus necesidades de apoyo para seguir Sánchez donde está, convirtiendo la red ferroviaria en un archipiélago ingobernable a nivel nacional e ineficiente por la diversidad de sus centros de decisión y la pérdida de las economías de escala, tal como manifesté en un artículo anterior titulado La cesión de cercanías a Calaluña es un despropósito. Al final conseguirán cargarse, por sus ambiciones de poder, la calidad reconocida de unos servicios ferroviarios que tanto esfuerzo costó en su día levantar y tan fácil pueden llegar a degradarse.

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