Lo que me contó una amiga venezolana (II)
Fíjense si Venezuela es resistente que lleva hundiéndose años y no han sido capaces de ahogarlos del todo
Continúo donde lo dejé ayer. Mi amiga venezolana ha cogido una velocidad de crucero donde se encuentra cómoda. Sus frases flotan sobre la dignidad de su limpia mirada. El naufragio lo sufren quienes se han tenido que quedar allí. Fíjense si Venezuela es resistente que lleva hundiéndose un cuarto de siglo y no han sido capaces sus verdugos de ahogarlos del todo.
Mi amiga me dice que tuvo que abandonar la Universidad por las huelgas estudiantiles y de profesores, y por las batallas campales que se originaban cada día en ella. Pero sobre todo no puede olvidarse del hambre del pueblo, y en su sentido más literal. Colas de varios días para poder comprar harina, que era casi lo único que había en los supermercados. Mucho tiempo la gente estuvo alimentándose solo de arepa de yuca.
Me comenta que ir a los hospitales es toda una odisea. La falta de médicos y de personal en general son constantes, y no precisamente vitales. Los familiares deben hacerse cargo de todo y llevarle al enfermo todo lo que necesita, ya sea comida, como sábanas o los productos de higiene personal. Gente haciendo largas filas para obtener gasolina y muchos de ellos tras tanto tiempo expuestos al potente sol venezolano han enfermado gravemente, o directamente han muerto.
Mi amiga venezolana me cuenta que la «extrema pobreza» no sólo es una canción de Iván Ferreiro, sino la más desafinada realidad del pueblo venezolano. La gente se tiene que hacer sus propios jabones y desodorantes caseros por lo caros que son debido a su escasez en las tiendas, y las colas que hay que para poder llevarse solo un producto por persona. Se puede decir sin miedo a que se me lleve la contraria que algo huele muy mal en Venezuela, y no es el pueblo.
Me dice que en la zona de donde ella es la gente se ha levantado a las seis de la mañana porque temen que el Gobierno quite la luz eléctrica para que no puedan votar. En algunos colegios solo dejaron votar las primeras horas del día, cuando se habían asegurado que lo habían hecho los fieles al régimen dictatorial.
Pero el momento que me puso los pelos de punta fue cuando me dejó escuchar los audios que le había mandado estos últimos días su madre. «La gente anda como loca comprando la poca comida que queda. Tenemos miedo a que esa guerra civil con la que nos ha amenazado Maduro si no votamos lo que él quiere, comience ya, y que los supermercados pasen de estar vacíos a cerrados».
El siguiente mensaje sonoro buscaba la esperanza fuera de sus fronteras, «confiamos en la ayuda exterior, nos agarramos a lo que leemos que dicen los presidentes de Estados Unidos, Argentina o Colombia. Nosotros solos no podemos hacer nada, solamente luchar, pero sabiendo que moriremos en el intento». El vino del Somontano que me estaba bebiendo se queda estancado en mi garganta. Imposible tragar tanta indignidad. Un líquido rojo que también baña Venezuela cuando no nadas en la piscina por la calle que te marca la autoridad.
La madre de mi amiga sigue empeñándose en que me quede claro lo que es el horror. «Hay compatriotas que vuelven andando a nuestras ciudades y pueblos después de haber llegado a la frontera con Colombia, intentando salir de nuestro país. Pero Maduro coloca al ejército en esos lugares y les obliga a darse la vuelta. En algunos casos caminando por la selva. Es lo que les pasa a los más humildes, y que tienen imposible ahorrar para pagarse un billete de avión«.
De los diez mil venezolanos que consiguieron entrar en Colombia, a sólo dos mil se les ha dejado votar en estas elecciones. Dar un poquito de aire a algunos, pero no dejar a todos ventilar por completo la casa. Saben que tanto aire fresco dejaría congelado al régimen, y que el pueblo venezolano tiene muchas ganas de «hacer un Sharon Stone y sacar el picahielos a pasear». Vamos, lo que se entiende por el «instinto básico» de supervivencia y dignidad.
«‘Ya me devolverás la invitación cuando Venezuela sea libre’. Sus ojos desprendían la seguridad de lo que estaba muy próximo por ocurrir».
«Querida hija, disfruta de Madrid y de España. Aquí los niños cuando ven a María Corina Machado, la abrazan llorando pidiéndole que traigan a sus padres de vuelta«. Mi amiga se termina su café solo con hielo. El sol de finales de julio en Madrid refleja una luz esperanzadora en su rostro. La verdadera fuerza siempre nace de la dignidad y de la valentía. Me dice que me invita, y yo intento convencerla para pagar yo. «Ya me devolverás la invitación cuando Venezuela sea libre«. Sus ojos desprendían la seguridad de lo que estaba muy próximo por ocurrir.