THE OBJECTIVE
Contraluz

A 13.000 kilómetros de la estupidez humana

Vista desde la injusta y dolorosa realidad de Madagascar, la bufonada de Puigdemont confirma el delirio del nacionalismo

A 13.000 kilómetros de la estupidez humana

Ilustración de Jaime Susanna.

Cuanto más se aleja del lugar donde uno vive, el viajero confunde lo que por desgracia es anormal con lo que entra en la categoría de normal. A más de 13.000 kilómetros, distancia que separa, por ejemplo, España con Madagascar, isla suroriental africana, 30 millones de habitantes, a 400 kilómetros de la costa mozambiqueña, en el Océano Índico, uno confirma el delirio y el papanatismo que representan el nacionalismo de cualquier signo y la gravedad e injusticia que vive el África negra.

El continente olvidado, esquilmado por el colonialismo, rico en minerales, de más de mil millones de personas, está sometido a la pobreza y a conflictos bélicos. Forzados a emigrar al Primer Mundo, que los acepta con cuentagotas y cuotas supuestamente solidarias que se incumplen en la UE. El futuro no está en Occidente, sino en África, granero de población joven, afirman los estudiosos. Los hay más pesimistas, que sostienen que el único devenir del territorio reside en el turismo de naturaleza. Es decir, disfrutar de su fauna y flora, de algunas de sus especies endémicas como el peculiar lémur, a quien los expertos no le dan más vida que el presente siglo.

Sólo en Madagascar, las personas con edades comprendidas entre los 15 y los 60 años representa el 62% de la población. Una familia media puede tener entre cinco y seis hijos, pero hay mucha mortalidad infantil por desnutrición y enfermedades varias pese a una mayor vacunación. Hay males como la malaria o la lepra que se podrían erradicar rápidamente con la voluntad de los países más desarrollados. El índice de esperanza de vida supera escasamente los 60 años. Esa esperanza es difícil comprender ante las perspectivas sombrías que se ciernen.

Resulta paradójico sobre el papel hacer la comparativa entre la situación presente de Madagascar y el acto que protagonizó el pasado día 8 en el Arco de la Victoria, en Barcelona a poco más de 300 metros de la sede del Parlament, Carles Puigdemont i Casamajó, gerundense de pro, de 51 años, con estudios incompletos de Filología, aficionado a la literatura y al fútbol. Exalcalde de Gerona, periodista y casado con una rumana también periodista y actriz con la que tiene dos hijas adolescentes y prófugo de la justicia por presunto delito de malversación. El acto de masas de hace una semana no tiene más sentido que el de hinchar el ego del líder de Junts y burlarse del Gobierno central. Compararlo con el análisis de un país africano resulta sobre el papel un ejercicio forzado, pero en el fondo ambos giran en torno a la aberración e incoherencia, entre lo que es normal y lo contrario.

Desde la lejanía africana parece cuando menos la bufonada interpretada por Puigdemont, el líder de Junts, un espectáculo berlanguiano. Él, con los ojos un tanto desorbitados -¿será una versión humanoide del lémur, el extraño primate de ojos saltones?- agarrado del brazo del presidente del Parlament, Josep Rull, indultado junto con el resto de los cabecillas del procés, como si no creyera lo que estaba sucediendo. Nada menos que el hijo de un pastelero de Amer, un pueblo de Gerona, convertido en héroe. Quién se lo iba a decir cuando de joven entremezclaba sus crónicas futbolísticas con su pasión por la catalanidad discriminatoria y la admiración por el patriarca, el molt honorable Jordi Pujol. Era el momento de gloria del recadero de Artur Mas, que llegó a la jefatura del Gobierno autonómico en 2015 de rebote, porque los radicales de la CUP vetaron al lugarteniente de Pujol.

«En el otro extremo del mapa, el viajero, asqueado de la polarización que sufre España, analiza la triste ‘normalidad’ de Madagascar»

Puigdemont nunca podría haber imaginado echar en pulso al Estado y al Gobierno central y ganarlo. Y está por ver ahora qué hará en la política estatal con los siete diputados de su grupo después de no haber logrado la Generalitat como era su objetivo. Si proseguir con el chantaje como cuando permitió el año pasado que el presidente, Pedro Sánchez, pudiera continuar en el poder gracias al apoyo de Junts, un grupo neoconvergente pujolista, de corte conservador en un acto de pura corrupción política: la jefatura del Gobierno a cambio de votos. Pero lo que nadie puede discutir es que este político de flequillo un tanto cómico para cubrir las cicatrices de un accidente, ha humillado al Estado empezando por el inquilino de La Moncloa, que guarda silencio tras la última bofetada moral, y también a los Mossos d’Esquadra, Policía Nacional, Guardia Civil y a la Justicia en general. Está claro que agentes de la policía autonómica colaboraron en la fuga del día 8 como en los sucesos de octubre de 2017.

Pragmático como es y colocando lo ético en segundo lugar, Sánchez debe pensar que lo importante es que los socialistas recuperan la Generalitat tras años de convulsión nacionalista con el moderado Salvador Illa, ministro de Sanidad durante la pandemia, filósofo y religioso. Sánchez y Puigdemont son como dos jugadores de mus. El jefe del Gobierno aseguró en las elecciones de 2019 que traería a España al líder de Junts para ser juzgado, que no modificaría el Código Penal ni indultaría y aún menos amnistiaría a los responsables del procés y finalmente que no modificaría la política fiscal de Cataluña en detrimento de las demás comunidades autónomas. Por su parte, Puigdemont tildó en su momento al líder socialista de mentiroso y aseguró que jamás tendría el apoyo de los suyos. La historia posterior es conocida. La verdad es relativa para estos dos políticos.

En el otro extremo del mapa, el viajero, asqueado de la polarización que sufre España, analiza entretanto la triste normalidad de Madagascar, un país subdesarrollado que vive mayormente del arroz aunque es rico en grafito, carbón, tabaco, café o vainilla, sujeto a la pobreza llevada con dignidad por la mayoría de sus habitantes y la radiante alegría de sus preciosos niños y niñas, que no piden monedas como en otros lugares, sino caramelos, bolis y cuadernos. Y saludan a la carrera, con los pies descalzos igual que sus mayores. Ellas y ellos más contenidos, haciendo la colada las féminas y trabajando los hombres en los arrozales o labrando la tierra con los cebúes. Sobreviven a duras penas, porque el Estado no concede ayuda pública pero exige el pago de tributos. Todo es tan aberrantemente normal que los padres deben pagar una matrícula por la instrucción pública de sus hijos.

La corrupción, cómo no, abunda en una sociedad igualitariamente pobre, pero con una pequeña capa de poder que se enriquece a base de ilícitos y desmanes. El más destacado en ello es el actual presidente, Andry Rajoelina, un expinchadiscos, que tiene buenas relaciones con Francia, la antigua metrópoli de la que Madagascar se separó a sangre y fuego en 1960. Rajoelina participó en un golpe de Estado en 2009, modificó la Constitución y se encuentra en su segundo mandato gobernando a sus anchas.

«Desde la capital malgache, sonroja ver a un Puigdemont desencajado, pronunciando un breve discurso lleno de lugares comunes»

A 13.000 kilómetros de España, en Antananarivo, la capital malgache, sonroja ver en la tribuna a un Puigdemont desencajado, pronunciando un breve discurso lleno de lugares comunes. Pero sobre todo lo que más llama la atención es esa brigada de fieles seguidores atildados con unos sombreros de fieltro, ellos y ellas. Están de lado. Parecen maniquíes inanimados devotos del crédito del puigdemontismo, si es que existe tal. Visto y no visto se esfuma cual Houdini catalán. Él asegura que ser catalán es hoy objeto de sospecha y que luchará por la libertad de sus compatriotas. La misma que ha gozado durante los últimos siete años en su exilio dorado de Waterloo mientras los otros cabecillas del procés, entre otros el líder de Esquerra Republicana, Oriol Junqueras, penaban cárcel hasta el indulto.

Separado del continente africano por movimientos telúricos hace millones de años, Madagascar, la cuarta isla más grande del planeta, asiste a la degradación de su biodiversidad con especies endémicas en peligro de extinción, con una deforestación salvaje consecuencia de una mala gestión ganadera y una red viaria infame, que dificulta el comercio interior y exterior. Francia y su lengua pierden influencia en tanto que en el horizonte emerge la potencia de China como en el resto de África.

Henning Mankell, el reciente fallecido novelista sueco creador del famoso inspector Walander, que residió muchos años en Mozambique, afirmó antes de fallecer que era momento de realzar las bellezas antes que las vergüenzas de África. Cuando se ve a su gente aún se entiende menos la memez de los nacionalismos. Dan ganas de esperar a que todo salte por los aires.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D