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El imparable incremento de la estupidez global

«El sujeto avasallador siempre es el mismo: el varón blanco, heterosexual, occidental, cristiano, capitalista, carnívoro, etc.»

El imparable incremento de la estupidez global

IA

Si alguien osara equiparar a mi madre, mi mujer o mi hija con una vaca, lo tomaría como lo que es, una insensatez, un insulto o una grosería. Si se atreviera a hacerlo en mi presencia, aun sin supuesto ánimo de ofender, lo más suave que le contestaría es que tal aserto es lisa y llanamente una imbecilidad. Y dicha respuesta no vendría derivada de convicción feminista alguna, sino que se plantearía en nombre del más elemental sentido común (aunque una feminista clásica probablemente no soslayaría reivindicaciones específicas de género). Pero si traigo ahora a colación la perspectiva feminista es porque fue mayúscula mi sorpresa –llámenme ingenuo, lo tengo merecido- cuando vi que la susodicha equiparación venía precisamente de las filas más contestatarias y radicales de ese movimiento en cuestión, el autodenominado feminismo o transfeminismo antiespecista.

Aunque en principio pueda parecer sorprendente, la teoría que sustenta esa proclama es cristalina: sexismo y especismo (discriminación del resto de los animales como inferiores al ser humano) son dos formas de dominación que manifiestan la opresión secular que ejerce el hombre (el masculino singular tiene aquí su pleno sentido) sobre todos los demás vivientes, sean del tipo que sean, es decir, humanes y no-humanes. Del machismo exacerbado a la jerarquía heteropatriarcal, el sujeto avasallador (falocrático) siempre es el mismo, el varón blanco, heterosexual, occidental, etnocéntrico, cristiano, colonialista, capitalista, carnívoro, etc. De ahí que tenga su sentido la solidaridad sin barreras de todes les oprimides, sin distinción de etnias, clases, géneros, especies o cualquier otro tipo de rasgos. Y subrayo: incluyendo en el lote a los animales que han sido y son víctimas de la prepotencia humana.

De este modo se entenderá ya que adquiera todo su sentido el pasquín reivindicativo que presenta al mismo nivel un rostro femenino y la cabeza de una vaca. Búsquenlo en internet, se puede encontrar bajo el lema de «Ni oprimidas ni opresoras. Por un feminismo sin distinción de especies». Si quieren profundizar, hallarán proclamas como esta: «¿Puede una mujer llamarse feminista mientras toma leche de una hembra de otra especie que fue violada?». Luego, yo mismo, al hilo de una investigación que estaba haciendo sobre la simbología política, pude constatar que mi sorpresa era solo hija del desconocimiento, pues en una considerable cantidad de departamentos universitarios europeos y americanos (no sé si también de otras latitudes) se habían desarrollado especialidades, grupos de trabajo y seminarios (¡perdón, ovularios!) que desarrollaban la lucha contra el heteropatriarcado capitalista en esos novedosos frentes. Una nueva versión de la orwelliana Rebelión en la granja, entendiendo la granja como metáfora del mundo y, por supuesto, siendo el ser humano tan solo un animal más. Y no precisamente el mejor.

Me he acordado de esa experiencia ante El atropello a la razón, tercer volumen que el antiguo director de la Academia Española, Darío Villanueva, dedica a la posmodernidad intelectual. Concibe esta como ariete de un vasto movimiento que pretende –y está consiguiendo- derribar y suplantar la racionalidad gnoseológica que ha sido característica suprema del mundo occidental –y clave básica de su éxito y predominio mundial- durante todo el período moderno y contemporáneo. Ya en los dos volúmenes anteriores, Morderse la lengua (2021) y Poderes de la palabra (2023), sobre todo el primero, Villanueva sentaba las bases de su crítica a la posverdad, la corrección política, la ideología woke, los procesos deconstructivos y, en general, todo lo que caracteriza o integra ese radical relativismo epistemológico.

No es mi intención empero, aquí y ahora, entrar en el contenido de la trilogía en cuestión. El autor se toma el asunto muy en serio y me parece bien, pues precisamente hace tiempo que se echan en falta reflexiones de calado profundo que trasciendan las manifestaciones de mera sorpresa o contenidas protestas ante el avasallamiento de estos nuevos bárbaros. Pero, aun con todo, no puede evitar que en sus páginas afloren allá y acullá diversas muestras o episodios que, por su extremismo y radicalidad, denotan el grado de estupidez que sustentan algunos de los planteamientos pedagógicos, políticos, psicológicos o culturales de las nuevas hornadas universitarias en Europa y América.

Tengo para mí, siguiendo al maestro Carlo M. Cipolla –Las leyes fundamentales de la estupidez humana– que la imbecilidad constituye uno de los elementos indispensables para entender a la humanidad. Es más, atendiendo a las antedichas leyes del historiador italiano, creo firmemente que no deben buscarse otras complejas o rebuscadas explicaciones en los asuntos humanos si se detecta dicho componente: con este basta. Bien es verdad que la detección queda lastrada por el sesgo inevitable de ver la estupidez siempre en los demás y no en nosotros mismos. Partamos, pues, del reconocimiento de que estúpidos somos todos, por lo menos en algún momento o alguna situación. No es menos cierto que unos lo son más que otros. A ello vamos.

Retomo la anécdota inicial del feminismo antiespecista para aplicarla ahora a la crítica de las «terribles consecuencias globales que la supremacía de nuestra especie sigue provocando» y que justifica «el uso de la palabra violación de las gallinas por los gallos», porque no se deben hacer distinciones «para humanes y no humanes» (cita, como las siguientes, tomada de Villanueva). Elevemos el nivel, vayamos a los estudios musicales, para denunciar toda la etapa de esplendor clásico, de Bach a Beethoven, como deleznable muestra de «música europea clásica del período esclavista, cuya hegemonía curricular» puede «causar angustia entre los estudiantes pertenecientes a minorías». Se entiende mejor la denuncia si la situamos en su contexto, la notación musical vigente, «discriminatoria y colonialista», porque «una nota blanca vale el doble que una negra».

Hay campus norteamericanos que han puesto señales de tráfico en cinco idiomas y en braille (se supone que para no discriminar a los conductores con capacidades visuales diferentes). Amanda Gorman, la joven poeta que intervino en el acto de posesión de Biden como presidente de Estados Unidos, solo admite ser traducida a otros idiomas por otra «mujer, joven, activista, poeta, con experiencia como traductora y preferiblemente afroamericana». La exacerbación de las pulsiones identitarias conlleva cordones sanitarios para evitar «apropiaciones culturales»: en este sentido fue muy famosa la anécdota del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, que vio seriamente amenazada su candidatura por haberse disfrazado de Aladino muchos años atrás, en una fiesta juvenil. No se admiten bromas en este ámbito. Ni siquiera las disculpas pueden ser suficientes. Un blanco haciendo de Baltasar o de Otelo une al racismo la burla. ¡Cancelación!

Cuando se cabalga el despropósito, se crea una dinámica imparable que produce vértigo. La negación del sexo como categoría fisiológica conllevó, como es sabido, el protagonismo absoluto del género como construcción cultural. Ahora bien, si todo es un constructo, ¿quién puede poner límites? Cada cual se identifica con los rasgos humanos que elija y exige respeto absoluto a su criterio subjetivo: Whoopi Goldberg defendió la «identidad transracial» con el argumento de que «si quiere ser negra, que lo sea». Pero hay otros que se identifican con entidades no humanas: un famoso activista de las redes sociales, el japonés Toco, se siente un perro, luego es un perro. No es el único ni el más extraño, por supuesto. La autodeterminación canina resulta hasta comprensible comparada con las identificaciones de otros muchos con plantas, máquinas o incluso fenómenos atmosféricos (nubes, lluvia), como hacen los weatherkins.

Llegando a este punto, uno no tiene más remedio que preguntarse si la estupidez humana, que obviamente ha existido siempre, se ha disparado en el mundo que vivimos. ¡Esta es la cuestión! Hay una respuesta consoladora y ciertamente mayoritaria que sostiene que internet y las redes sociales lo único que han hecho es multiplicar hasta el infinito los despropósitos que antes quedaban confinados en la barra de un bar o en la fiesta familiar tras las dos copas de más del cuñao. Permítanme, sin embargo, proponer una consideración menos optimista: la estupidez, como casi todos los asuntos humanos, se puede cultivar o contener. Una tontería dicha en la intimidad es como humo que se disipa. En un contexto más amplio, creída y mantenida por miles (millones) de personas, adquiere una solidez pétrea. En cuanto piedra, constituye un arma arrojadiza: llámenle como quieran, fake news, bulos, posverdad… Supone en cualquier caso un salto cualitativo. Y no sabemos muy bien qué hacer ante un proceso imparable que, por lo pronto, está socavando en todo el mundo los sistemas democráticos.

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