Georgina Rodríguez o cuando la nada lo es todo
Tanta ostentación innecesaria, tanto capricho ridículo, tanta tontería solo demuestran una suerte de complejo de clase
Si el karma de verdad existe, Georgina Rodríguez debería acabar sus días fregando suelos. No con la mopa, no, al viejo estilo: de rodillas, con un trapo restregando el encerado y con las lumbares cargadas por el esfuerzo. Eso, como mínimo. Para que aprenda. Algunos de ustedes pensarán que es envidia malsana, pero no: cuando leo que la hija de Amancio Ortega se ha comprado el jet privado más lujoso y rápido del mercado no siento envidia alguna, lo entiendo, al fin y al cabo es la presidenta de unos de los mayores imperios textiles del mundo: sí, ya sé que la fortuna le viene de familia, pero al menos Marta Ortega se lo curra. Otra cosa es cuando nos cuentan que empezó doblando camisas y ha llegado donde ha llegado por méritos propios: ahí, lo reconozco, me entra la risa fácil, y eso que no me hace gracia que pretendan tomarme el pelo.
Llegados a este punto, cualquier fan de Georgina me echaría en cara lo que acabo de escribir cuando la propia protagonista ha contado que trabajó como camarera y limpiaba habitaciones de un hotel de Graus. Qué quieren que les diga: entonces no es karma, tan solo el deseo de que se cierre el círculo y el personaje vuelva a la casilla de salida porque su versión actual es, de pura impostura, merecedora de un reseteo en forma de escarmiento.
«No habrá justicia social hasta que se reparta la suerte», decía Gracita Morales en Atraco a las tres. Pues eso, que a esta muchacha ya le ha durado demasiado la buena racha. Que no nos vendan el cuento de La cenicienta porque ya no cuela: tanta ostentación innecesaria, tanto capricho ridículo, tanta tontería solo demuestra una suerte de complejo de clase.
Y es que en la lotería del amor, a Georgina le tocó el Gordo: su fortuna le viene por su matrimonio con Cristiano Ronaldo y su ocupación consiste en gastarse en lujos absurdos todo lo que gana su marido en el campo de fútbol y en los negocios. A ella, eso del trabajo le debe producir alergia, por eso ejerce de influencer, que es como decir que se toca el higo a dos manos.
Hay vidas que merecen ser contadas y hay otras que, cuando nos las cuentan, nos preguntamos a quién demonios le pueden interesar. No sabemos a qué mente retorcida se le ocurrió poner unas cámaras de televisión para seguir las peripecias vitales de la mujer de Cristiano, pero entiendo que la primera temporada pudiera triunfar porque ese hortera escaparate de vanidad tenía, de puro inverosímil, algo que fascinaba.
Así descubrimos a una mujer que viaja en jet privado porque no le gusta hacer cola en los aeropuertos, que es capaz de pedir a un camarero que le espante la mosca que la molesta en su mesa o que puede pasarse horas para decidirse entre un modelo de Gucci y otro de Jean-Paul Gaultier. Aunque hemos aprendido que no le duelen prendas a la hora de combinar primeras marcas con productos de Decathlon: ella es muy ecléctica.
Georgina tiene su grupo de amigas, «Las queridas», a las que humilla y maltrata psicológicamente, pero a las que paga viajes y otros detalles para que la acompañen y entretengan. Lo mismo les pide que se calcen una botas para que den de sí y pueda usarlas luego ella cómodamente, que les prohíbe tocar un carísimo bolso de Hermés, no vaya a ser que lo contaminen con sus sucias manos. Y ellas, tan contentas, pues están en esa burbuja exclusiva a la que pocas tienen acceso, con la maleta siempre lista por si les cae un aguinaldo en forma de fin de semana en Mónaco.
Cada entrega, y ya llevan tres temporadas, su docuserie ha servido también para mostrar aspectos íntimos de su familia, que aparecen como secundarios de lujo, no vayan a eclipsar a la estrella, que aquí no es Cristiano, aunque sea el que paga las facturas de todos ellos. Mientras otros famosos pixelan las fotos de los menores, Georgina los expone en primer plano sin cortarse un pelo. Que se vea lo buena madre que es: tanto, que el sueño de una de sus hijas es el de no hacer nada cuando sea mayor, solo quedarse en casa y vivir del cuento. ¿A quién habrá salido la niña?