Conquista de México: la trampa del perdón y del «nada por lo que pedir perdón»
La retórica ‘leyendarrosista’, lejos de sanar heridas, las profundiza al alimentar un nacionalismo hispano excluyente
La narrativa sobre la Conquista de México ha estado siempre cargada de mitos, leyendas y tergiversaciones alimentadas durante siglos. Uno de los aspectos más arraigados es el de los españoles como sádicos rufianes de baja estofa, ladrones de oro, que llegaron a América únicamente para saquear las riquezas del paraíso indígena y oprimir a sus vástagos. Esta versión maniquea ignora la complejidad de los hechos históricos y alimenta la Leyenda Negra, ese conjunto de exageraciones y falsedades que pintan a España como la gran villana de la historia.
La Leyenda Negra tomó consistencia en el siglo XVI con una serie de escritos y campañas propagandísticas. A las potencias rivales de España, como Inglaterra, los Países Bajos o Francia, les venía muy bien desprestigiar al Imperio español por su papel hegemónico. Aunque esta propaganda antiespañola comenzó en Europa, de un tiempo a esta parte, viene siendo adoptada y amplificada por movimientos indigenistas y anticolonialistas en América, que ven en ella una manera de culpar a España por los problemas actuales de la región.
Uno de los ejemplos más claros de la influencia de la Leyenda Negra en el discurso actual es el recurrente llamado a que España pida perdón por la Conquista. Líderes políticos como Andrés Manuel López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum (ambos descendientes de europeos), exigen que España se disculpe por los abusos cometidos durante la etapa de dominio español. La Leyenda Negra sigue siendo una herramienta poderosa para quienes buscan desacreditar a España y sacar rédito político. Estos líderes de izquierda radical manipulan la historia, utilizando una versión burda y polarizada que presenta a España como un opresor cruel, atrasado y despótico, reforzando viejos mitos y dividiendo a la sociedad en «buenos» y «malos». Puro identitarismo con el fin de legitimar sus proyectos políticos y desviar la atención de sus propias fechorías.
El indigenismo ya no es solo una reivindicación histórica o cultural, sino un marco retórico etnicista y nacionalista que pretende justificar proyectos autoritarios que buscan socavar los cimientos de las democracias liberales occidentales. Países como México o Venezuela ejemplifican bien este fenómeno, donde el victimismo étnico se ha convertido en el mejor recurso para debilitar el sistema de contrapoderes y centralizar el poder.
La constante victimización de México, por culpa de los españoles, busca ganar terreno en Hispanoamérica, pero es también un vulgar engaño que impide el análisis crítico de las propias responsabilidades internas en el subdesarrollo de la región. Culpar exclusivamente a los conquistadores por la delincuencia, la pobreza y los problemas económicos del presente no se sostiene con datos históricos, pero proporciona rédito político. México y otras naciones hispanoamericanas siguen siendo ricas en recursos naturales, y la verdadera razón de sus problemas actuales no puede reducirse a lo que ocurrió en los siglos XVI, XVII y XVIII.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX, la Ciudad de México era una de las urbes más ricas y desarrolladas del mundo. Alexander Von Humboldt, quien recorrió América a partir de 1799 (a pocos años de las independencias), describió la capital mexicana como un centro cultural y científico impresionante, destacando sus numerosos edificios de alto valor arquitectónico y sus sólidas instituciones. Humboldt se maravilló con la Academia de Bellas Artes de México y afirmó que muchos de los edificios en México, así como en ciudades provinciales como Guanajuato y Querétaro, podrían figurar sin problemas entre los mejores de París, Berlín o San Petersburgo. Por lo tanto, es imposible que el subdesarrollo regional se deba a la llegada de los malditos «gachupines» sino, más bien, responsabilidad de los distintos gobiernos mexicanos.
También es absurdo atribuir la caída del Imperio mexica únicamente a Hernán Cortés, pues el conquistador metelinense, con apenas unos cientos de soldados españoles, no podría haber derrotado a un vasto imperio sin el apoyo de miles de indígenas —el grueso de su ejército— quienes vieron en la llegada de los españoles una oportunidad para liberarse del yugo azteca. Cortés supo explotar las divisiones internas entre los nativos y sellar alianzas que le permitieron avanzar en su conquista. Esos pueblos indígenas que colaboraron con Cortés fueron actores fundamentales en la caída de Tenochtitlán, y reducir su rol a simples traidores es no querer entender nada de lo que pasó desde que los españoles pusieron un pie en Veracruz.
Esto nos lleva a otro mito que ha ganado fuerza y es la idea de que los españoles llegaron a destruir un paraíso idílico en el que los pueblos indígenas vivían en armonía. La realidad es que el Imperio mexica era un régimen expansionista y violento que mantenía bajo su control a numerosos pueblos mediante la opresión y el tributo, o sistemas perversos como el de las guerras floridas (o Xochiyáoyotl), que incluían el envío de prisioneros para ser sacrificados en rituales religiosos.
El régimen azteca, con el que quieren conectar los indigenistas, no era ni mucho menos un modelo de paz y bienestar, y muchos de los pueblos sometidos vieron en los españoles una oportunidad para liberarse de esa opresión. Fue la habilidad política para tejer una red de apoyos indígenas la que facilitó la caída del Imperio mexica, violenta, por supuesto, pero es que los tlaxcaltecas, totonacas, huejotzincas o texcocanos que se unieron a Cortés también son padres del México actual.
Al igual que la insistencia de algunos líderes mexicanos en que España se disculpe por lo ocurrido hace más de 500 años, resulta igualmente problemática la narrativa de «nada por lo que pedir perdón» que promueve el peronista Marcelo Gullo en su libro, un manual que Alberto Núñez Feijóo (no tengo muy claro que lo haya leído) ha amagado regalar a la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum. El enfoque «leyendarrosista» de Gullo va mucho más allá, adoptando una retórica que, lejos de sanar heridas, las profundiza al alimentar un nacionalismo hispano excluyente, lleno de resentimiento y xenofobia hacia otras potencias europeas, en particular Inglaterra.
«Para los indigenistas es lo hispano y para este tipo de mal llamados ‘hispanistas’ es lo anglo. Dos caras de la misma moneda»
El libro de Gullo, Nada por lo que pedir perdón, defiende que los españoles no solo no deben disculparse, sino que incluso se debería agradecer su papel en América. Ahí está el legado español y, por supuesto, es maravilloso, pero tampoco es razonable exigir agradecimiento por los logros que, sin duda, los hubo. La postura del analista argentino ignora las complejidades de la historia y plantea un peligroso binarismo.
Aunque Gullo pretende desarticular lo que él considera «leyenda negra», su enfoque acaba cayendo en una suerte de «indigenismo hispano», donde se exalta lo español de manera simplista, atacando no solo a los mexicanos que reclaman disculpas, sino también a otras naciones occidentales, como Inglaterra, a la que casi acusa de ser la verdadera responsable de los males de Occidente. De hecho, para autores como Aleksandr Dugin (a quien Gullo prologó un libro), Occidente debe ser destruido, ya que es visto como una civilización en decadencia, corrompida por la influencia anglosajona y su liberalismo.
Es precisamente esta visión, compartida por autores con inclinaciones ultranacionalistas y anticapitalistas, casi siempre en la órbita rusa, la que hace del discurso inflamado del escritor argentino una especie de espejo inverso del peor indigenismo. La dialéctica de Gullo y sus seguidores es puramente maniquea y, al igual que los indigenistas americanos, tienen muy claro cuál es el enemigo a batir: para los indigenistas es lo hispano y para este tipo de mal llamados «hispanistas» es lo anglo. Dos caras de la misma moneda. Porque lo que hace Marcelo Gullo es acabar creando otra leyenda negra antiliberal, antioccidental, antibritánica y antiyanqui, en muchos aspectos bien conectada con el indigenismo anticapitalista más furibundo.
¿Entonces hay que pedir perdón? No, ni mucho menos. Pero lo que no debemos hacer es caer en la trampa identitaria, la respuesta es mucho más sencilla que andar haciendo comparativas, listas de agravios o compendios de universidades, hospitales, caminos reales, misiones, etc. por los que mostrar gratitud. No hay que pedir perdón porque no hay que caer en la falsa premisa de que los españoles actuales tengan responsabilidad alguna sobre hechos acaecidos hace 500 años. Es ridículo conceder disculpas porque las acciones individuales de los conquistadores no son imputables a sus descendientes. Las naciones no delinquen, delinquen las personas. No podemos hablar en nombre de personas que están criando malvas desde hace varios siglos. Ni nada por lo que pedir perdón, ni mucho ni poco.
Por la misma razón por la que los italianos no tienen que pedir perdón por la conquista de las Galias. Ni tampoco los franceses deben agradecer a los italianos que les dejaran el Pont du Gard. Esta lógica es absurda de toda absurdidad. Y, por si fuera poco, siempre hay que recordar que los indigenistas mexicanos incurren en la mayor de las paradojas, pues esos «malvados» conquistadores del siglo XVI tuvieron más descendencia en México que en España, y mucha de esa progenie se encuentra en el partido Morena en el que militan López Obrador y Sheinbaum. Porque, nunca debemos olvidar, que el principio rector de la expansión territorial en el Nuevo Mundo fue el mestizaje.
Exigir disculpas o exigir agradecimiento solo perpetúa el ciclo victimista. El nacionalismo mexicano, alimentado por unos líderes oportunistas, nunca se resolverá con más identitarismo español. Porque la historia no debe utilizarse como un arma política para dividir naciones ni para fomentar un resentimiento que solo alimenta los más viles odios primarios.