Álvaro Pombo: el triunfo de la gracia
«Ha sido alguien realmente importante en la vida española por su modo de trenzar el cristianismo y la homosexualidad»
Este mismo sábado estuve en Santander, después de varios años, y mientras caminaba con Carmen desde la Librería Gil (en la plaza de Pombo, precisamente) hasta el extraño y glorioso sol de noviembre que caía con todas sus ganas sobre las playas del Sardinero, iba pensando en mi querido Álvaro Pombo (Santander, 1939). Iba pensando: (1) en que todavía no he leído El exclaustrado, su última novela, publicada por Anagrama en septiembre; (2) en que en algún sitio escribió que esas callejuelas entre hotelazos a las que llegamos, allá frente a los surferos, se vivía toda una «exaltación de la anchoa»; (3) en lo magistralmente maravillosa que es su penúltima novela, Santander, 1936, donde se hablaba del asalto a un barco que se había dado por allá, y donde murió linchado un ascendiente suyo, detenido por falangista, como represalia por un bombardeo franquista sobre la ciudad («Somos agradablemente insignificantes y santanderinos», dice alguien en esas páginas, antes de la tragedia, mientras otro, «repleto de provincia», opina que «la vida no es lo que te figuras que eres o serás, es lo que vas siendo»: todo puro Pombo); y, sobre todo, (y 4) en que nunca llegó a devolverme mi ejemplar de Falange y literatura, de José-Carlos Mainer (en la edición aumentada de RBA, de 2015), que me pidió en su día precisamente para acabar de documentarse sobre esa «teatralización de la vida» que fue Falange.
Fue Mainer quien nos unió, y no sólo por eso. Hace veinticinco años, el mejor profesor de Literatura que he tenido nos hizo leer El héroe las mansardas de Mansard, la novela con la que Pombo ganó el I Premio Herralde en 1983 (y conviene recordar que él mismo, con El hijo adoptivo, fue el finalista de esa primera edición, en un disparate rocambolesco que sólo alguien como él podría protagonizar). Fue lo primero que leí de él, y allí encontré uno de sus temas más queridos, el del niño de buena familia que va creciendo entre algodones y curiosidades, cariños y sustos, mimos y descubrimientos, chocolatinas y revelaciones, más dudas que preguntas y un espionaje que más bien tendería al voyeurismo. Un argumento muy de película española, pero excelentemente contado.
Antes Pombo había firmado una poesía muy libre y muy distinta, bastante más despendolada y estrambótica que la de los Novísimos o la del resto de tardo-vanguardistas de su generación, y de los Relatos sobre la falta de sustancia, un título irresistible, como tantos de los suyos (Hacia una constitución poética del año en curso, Protocolos para la rehabilitación del firmamento, Aparición del eterno femenino contada por S. M. el Rey…). En alguno de sus relatos (son sólo dos libros, el citado y los Cuentos reciclados: algún editor debería reunirlos todos en un solo volumen), reivindicaba una vida de limón, lo cual recordé al entrar en su casa, donde me aseguró que andaba desde años atrás anclado en «una vida de estufa».
Su casa es como un barco, lo cual es muy adecuado porque a él, con el tiempo, se le ha quedado un nítido aspecto de capitán de barco, o más bien de aguerrido ballenero, serio y zumbón a la vez, cultísimo y chascarrillero, malicioso y bondadosísimo, coronado todo por un gorro de lana que ya no se quita jamás, ni en las sesiones de los jueves de la RAE (donde ingresó en 2004 con un buen discurso sobre Verosimilitud y verdad), ni al entrar a su vecina Librería Alberti, ni en aquel gran restaurante en el que nos invitó a comer hace unos meses Antonio Pau, y donde apenas pudimos ya oírle, no por débil sino por ensimismado, por hundido entre los gritos de la gente.
Ganador del Premio Planeta (con una novela que no he leído), del Premio Nadal (por otra que tampoco) o del Premio Nacional de Narrativa (por Donde las mujeres), Álvaro Pombo ha sido alguien realmente importante en la vida española por su modo de trenzar el cristianismo y la homosexualidad, la fe sincera en su Dios y la reivindicación firme y sin disimulos de su propia naturaleza. Es estupendo que una misma persona pueda ser el biógrafo de San Francisco de Asís y el autor de Contra natura, por citar dos de sus obras maestras (y las dos suyas que prefiero, junto a Santander, 1936), y la verdad es que, aunque yo no le voté, hubiera estado bien que hubiese conseguido llegar a senador, algo que intentó dos veces, en 2008 y 2011, como cabeza de lista por UPyD. No es precisamente, por caótico y digresivo, el mejor orador de España, pero sí uno de nuestros mejores escritores, de modo que nos perdimos, seguro, grandes discursos. Y también, sin duda, grandes carcajadas, porque pocas personas tan divertidas como él, y más sabiamente impertinentes, con un sentido más profundo y gozoso de la inadecuación, del decir cosas impropias en sitios solemnes, y hacerlo con verdadera libertad y grandeza, es decir, sin grosería.
En ese sentido, también se lee en Santander, 1936 que «tener gracia le parece a Alvarín esa tarde, y también a su padre, el colmo de la sabiduría, el comportamiento más puro y más limpio: tener gracia, estar llena de gracia». Tiene a su vez su gracia que eso lo diga un personaje que se llama Álvaro Pombo y, aunque desde luego no es un autorretrato, sus lectores sabemos lo que a él no se le ocurrió, y es que esas líneas son como un espejo: el colmo de la sabiduría, el comportamiento puro, la gracia… Esas virtudes que esta misma tarde, unidas a las de su inmenso y diverso talento literario, han sido reconocidas con el Premio Miguel de Cervantes de 2024.