Puigdemont, muerde y abandónale
«Sólo hay una cosa más peligrosa que un amante despechado: un político herido por las mismas razones»
Puigdemont no está contento con Pedro Sánchez. En las declaraciones que hizo ayer llegó a la conclusión de que el presidente del gobierno no era un tipo de fiar. Era algo que la portavoz de su partido en Madrid, Míriam Nogueras, le había manifestado desde hace tiempo, y quiso hacerlo público. Sólo podemos decirle a quien debe estar hinchándose a coles de Bruselas —cosa por cierto muy sana, y a reivindicar en una dieta equilibrada— que le damos la bienvenida al club de los que nos dimos cuenta de ello hace mucho. Pero más vale tarde que nunca. Cada uno tiene sus tiempos a la hora de ver la luz, y Puigdemont demostró ser un iluminado desde el comienzo de su carrera política.
A Puigdemont se le encienden las luces o se la apagan según su conveniencia. Como si viviera en una discoteca donde el volumen alto de la música no le ayudase a darle sentido a su siempre distorsionado mensaje. Cuando entra en ella, la poca visibilidad hace que se le ciegue la razón y el entendimiento. Pero de repente se encienden las luces, y se acaba la fiesta. Sólo queda el silencio de una huida cobarde y el vacío de una pista donde nadie baila la canción de la independencia de Cataluña.
Puigdemont le ha pedido a Pedro Sánchez someterse a una cuestión de confianza por sus incumplimientos. El presidente le ha mentido de la misma manera que él lo hizo a los catalanes. Les aseguró la «tierra prometida» y esta sólo les duró unos segundos de aquel aciago uno de octubre de 2017. Puigdemont, con sus capacidades sólo compartidas con Mortadelo, se disfrazó de Moisés y guio a su pueblo hacia dónde ya estaban. El único que se movió fue él en el maletero de un coche hasta pasada la frontera de su supuesta amada tierra. Dejó vendido a un pueblo que le compró un producto deteriorado desde su origen. Estafó a su pueblo de la misma manera que lo hace Pedro Sánchez con los españoles. Se parecen demasiado, tanto que la desconfianza en el otro se basa en que ellos mismos se saben nada confiables. Cuando se miran en el espejo les aparece el reflejo maquiavélico del otro.
El fin justifica los medios que emplean. España y Cataluña son sus juguetes y no los comparten con nadie. Ahora que llegan las Navidades, los niños ya saben lo que no pueden pedir. Tanto una como la otra llevan tiempo agotadas, desaparecidas de todas las tiendas donde se venda dignidad democrática. Siete años de políticas de dos niños malcriados.
Al Napoleón catalán, supongo que buscaba que así se le llamara al huir a Waterloo, y por lo bueno que debe creerse como estratega, no le ha gustado que Pedro Sánchez no defendiera el catalán como lengua oficial en Europa, ni la Amnistía ante el ataque sufrido por esta por parte de los jueces. No entiende, sin embargo, porque sí ha defendido públicamente a familiares suyos, como su mujer y su hermano, acusados de actos de corrupción. No comprende cómo el presidente del gobierno mire antes por los suyos, que por la que a él le importa. Puede que estemos ante un ataque de celos nunca visto. «Puchi» quiere que Pedro le priorice. Que le mire como mira a Begoña. Que le dedique su pensamiento durante cinco días, y que se conviertan en una eternidad. Que le hable en catalán de manera íntima, como Aznar hacía con Pujol. Cogerse de las manos y seguir siendo los dos versos libres e incomprendidos de la política española y catalana.
Pero Puigdemont sabe que eso no va a ser así. Y le duele. Tanto que del amor al odio hay un paso. Sólo hay una cosa más peligrosa que un amante despechado: un político herido por las mismas razones. Con la cuestión de confianza pone en duda toda la relación que han tenido. Que su historia de amor ha sido una mentira desde el principio era algo que ambos sabían. Pensaban que el enamorado y manipulable era el otro, mientras ellos se dejaban llevar por su parte cerebral e interesada. «Puchi» siente que ha perdido la partida estratégica, y se siente vulnerable. Para evitar que se le vea su fragilidad palpable se muestra amenazante. Pero si es uno más de sus ladridos que no muerden, Sánchez se sabrá el dueño del perro, y a malas pulgas no le gana nadie. Puigdemont, muerde y abandónale. Él siempre lo haría.