Cuando las verdades salen de las bocas equivocadas
«Las rabietas de Greta son selectivas, se apegan a la partitura de la izquierda identitaria, que señala al capitalismo»
Greta ecologista salvando el Planeta, Greta antirracista marchando por Black Lives Matter con el puño en alto, Greta anticapitalista despotricando contra los ricos en el Foro de Davos, Greta con kufiya palestina llamando en las calles junto a islamistas a la erradicación de Israel. Como con la muñeca Barbie, hay una Greta para cada estación y cada causa. Bueno, no cualquier causa: las distintas variantes obedecen a un previsible patrón. Ella sostiene que es «todo parte del mismo problema»: el sistema, de «colonialismo, imperialismo, opresión, genocidio», de «extractivismo racista y opresor». Pero ni el régimen comunista de China que persigue a la minoría musulmana uigur ni el apartheid sexual de la República Islámica de Irán, ni el imperialismo de Rusia en Ucrania o la espectacular alza del antisemitismo en Europa y EEUU son blanco de las quejas ultramediatizadas de esta exadolescente que la élite global eligió para que sermoneara a la humanidad desde la tribuna de la ONU.
Las rabietas de Greta son selectivas, se apegan a la partitura de la izquierda identitaria, que señala al capitalismo occidental como el exclusivo responsable de los males que afectan al mundo, desde la discriminación de la mujer al racismo a la homofobia pasando por el cambio climático. Poco importa que estas sociedades liberales sean las que más han hecho por la prosperidad, la inclusión de minorías étnico-sexuales y dediquen significativas partidas presupuestarias y políticas coercitivas a sus ciudadanos en la búsqueda de un mundo más justo.
Greta Thunberg es apenas la cara más visible de un autoodio occidental que, entregado a un narcisismo de la época del selfie, patalea para las redes contra las sociedades más democráticas, convencida de que son las peores. Imágenes similares han marcado la actualidad del año que termina, con activistas ambientalistas lanzando sopa o pintura a algunas de las mayores obras pictóricas del arte occidental en los grandes museos europeos. Nunca contra empresas petroleras saudíes, rusas o iraníes. Hasta allí no llega su globalización. Las teocracias y las dictaduras tercermundistas han de ser muy diversas y ecosustentables para el paladar progresista.
Estas manifestaciones pueriles y grotescas en centros culturales parecen de hecho pagadas por grandes grupos petroleros por lo contraproducentes que resultan. Porque, si alguien ataca un Van Gogh o la Fontana di Trevi, encontrará a quienes apreciamos el patrimonio cultural de la humanidad del otro lado.
El problema con estos activistas es que, de tan irritantes, embriagados con sus postureos adolescentes y dogmáticos, conducen de inmediato a pensar que la razón debe encontrarse necesariamente en la vereda ideológica de enfrente.
Regimos nuestras vidas delegando responsabilidades en manos de expertos. Podemos informarnos por nuestra cuenta con Google (un abismo para los hipocondríacos), para los más intrépidos, hasta en bibliotecas y librerías, pero hasta cierto punto. A la hora de tomar el sinfín de decisiones con las que lidiamos en el día a día, desde la compra de un automóvil a las vacunas que damos a nuestros hijos, del contenido de los alimentos que ponemos en el carrito del súper a las intervenciones quirúrgicas, confiamos en el filtro de personas que se han especializado y dedicado a ofrecer una expertise vedada al común de los mortales. Los ámbitos que requieren años de estudio para opinar con fundamento son inabarcables. Esto no quiere decir que no se cometan errores, incluso graves: la mala praxis, decisiones políticas ante catástrofes inesperadas (el covid-19), intereses espurios o partidistas son algunos de los efectos indeseables de esta tercerización. Pero no podemos ser expertos en todo.
Hoy, ocurre que la ideologización de la ciencia desde los departamentos de estudios de género y la Teoría Crítica de la Raza (TCR), el insufrible activismo de las Gretas de este mundo, han echado un manto de sospecha sobre los expertos y sus producciones. Razones no faltan. Cuando la Academia, las administraciones públicas, las revistas especializadas dedicadas a la ciencia y hasta los matemáticos se dan por prioridad luchar por la justicia social contra el supremacismo blanco y micromachismos con «perspectiva de género» por encima del rigor de sus disciplinas, despiertan lógicas suspicacias.
Sin embargo, el riesgo también es caer en la trampa de creer que, porque lo dicen quienes están en la otra punta de nuestro espectro político, sólo puede ser un error deliberado y malintencionado. Con el agravante de que el acceso a una información infinita nos permite además confirmar en un clic nuestro sesgo en las antípodas. No tardaremos en encontrar en internet a quien nos dé la razón o, al menos, ponga en duda cualquier realidad, desde la redondez de la Tierra a la llegada del hombre a la Luna.
Es probable que buena parte de quienes dudan en estos días de la incidencia del factor humano en el cambio climático lo estén haciendo bajo este influjo. El consenso científico abrumador sobre el asunto en otras épocas habría bastado para imponerse. Pero, para desgracia de los que respiramos, el mensaje ha llegado por bocas histéricas y anticapitalistas, que encontraron en la ecología política el traje de Barbie del momento. Y, «en boca de mentiroso, lo cierto se hace dudoso», reza el refrán.
Uno de los efectos colaterales de la polarización social es que las verdades se convierten en rehenes. Es una de las trampas del tribalismo: para no «hacerle el juego a», para no darle municiones al enemigo, se sacrifican verdades en nombre de una hipotética causa mayor. El feminismo y el antirracismo también han sido cooptados por esta izquierda iliberal, confiscando una causa valiosa y legítima para distorsionarla y ponerla al servicio de una facción radical. Y nada les gustaría más que la réplica a este enfoque woke fuese un griterío machista y racista. Por ello, evitar convertirse en la caricatura que el adversario pretende es uno de los grandes desafíos de la época. Pero pensar más allá de quién se beneficia al denunciar una realidad supone el riesgo de quedarse solo.