El silencio como protesta y disidencia
Varios ensayos recientes reivindican el quedarse callado como resistencia contra el ruido, la tecnología y la prisa

Ilustración de Alejandra Svriz
«¿Y si la auténtica protesta fuese callarse? ¿Y si la verdadera revolución empezase por quedarse quieto?» Estas son las dos primeras frases que escribe Pedro Bravo en un breve ensayo que titula ¡Silencio! Manifiesto contra el ruido, la inquietud y la prisa (Debate). Muchos, una mayoría, quizá, pensarán que la propuesta no puede ser más pertinente. Venimos de dejar atrás unas fechas señaladas que se viven en abrumadora medida como fiestas, caracterizadas, por tanto, por el jolgorio, la algarabía y los excesos en todos los órdenes. Hoy en día, es difícil encontrar un urbanita que pueda vivir al margen del ruido inclemente de la Navidad, desde el monótono soniquete de los niños de San Ildefonso, que a algunos nos parece una insufrible salmodia, hasta la musiquilla -villancicos estereotipados- que altavoces ubicuos diseminan por los centros peatonales de buena parte de nuestras ciudades.
Hace unos pocos días nos recordaba en estas mismas páginas Félix de Azúa que la vieja tradición religiosa que reviste el mito del nuevo año se vivía hasta no hace mucho con un halo de misterio y encandilamiento que llevaban aparejados actitudes de silencio y recogimiento: la Noche de paz en su versión alemana original es Stille Nacht! En nuestra cultura –y no solo en ella- misterio y silencio formaban un todo inseparable. En términos prosaicos, decimos a menudo «no hay palabras», que es un modo elemental de reconocer que en determinados momentos se debe mantener la boca cerrada y, aún más, guardar silencio como muestra de respeto y admiración.
Todo esto suena como periclitado y obsoleto a los sedicentes oídos modernos. Pero, para ser exactos y precisos, no solo la alegría espanta el silencio en nuestra sociedad. Lo que en su momento parecía ser el reducto inexpugnable del silencio, la expresión del dolor colectivo por una pérdida irreparable, se manifiesta ahora también de forma ruidosa. Los féretros de las víctimas de una catástrofe o de un acto violento salen de los lugares de culto y reciben una ovación. Confieso que la primera vez que presencié tal hecho quedé anonadado. Hoy, como nos pasa a todos, me he acostumbrado, como si fuera lo más normal del mundo. Incluso cuando se guarda públicamente un minuto de silencio por fallecimientos que nos consternan, no es extraño que al final del mismo se prorrumpa en aplausos.
Todo esto tiene una explicación, claro está. Mejor dicho, tiene varias, pero me centraré en la que desde mi punto de vista resulta esencial. Hay quienes creen que lo contrario del silencio es el ruido y ha de concedérseles cierta parte de razón. Pero solo de un modo superficial. El silencio no es solo ausencia de ruido, como enfatizaba Alain Corbin en un reciente ensayo –Historia del silencio (Acantilado)-. El valor del silencio y, por tanto, su sentido, no puede estar en una mera negación, una ausencia, sino en algo más valioso y profundo. El silencio impone, pesa, es grave. El silencio nos enfrenta a nosotros mismos, sin argucias ni evasivas. Por eso mismo, muchos no lo soportan, literalmente. Por eso buscan romperlo. Por eso una sociedad como esta, hedonista e infantil, es refractaria al silencio.
Al igual que el citado Corbin, Pedro Bravo considera que debemos recuperar el silencio, pero no como mera antítesis del ruido. Él lo expresa de otra manera: «Silencio es resistencia». No una resistencia pasiva, sino una pugna tenaz, «una forma de movimiento». Por eso su reflexión se encauza como una batalla en diversos frentes: contra el ruido en primer lugar, claro, porque eso es inevitable como punto de partida; pero a continuación, también contra la ciudad, la economía, la tecnología, la inquietud, el yo, la simpatía, el saber y la prisa. La mera relación de estos conceptos puede alentar la impresión de que estamos ante un batiburrillo y no puedo negar, a fuer de sincero, que el ensayo hubiera ganado en consistencia si se hubiera estructurado el contenido de una forma algo más meditada. Aun así, ese carácter algo deshilachado del libro no anula otros méritos y muchas de sus consideraciones.
«No solo se puede sufrir la soledad. En estos tiempos, se puede sufrir más en determinadas compañías»
En mi opinión, la obra gana más cuando se atiene a concreciones y se desdibuja cuando quiere apuntar a lo más alto o abarcar más de lo que debía ser su objetivo específico. Si ya resulta inevitablemente utópica en muchos aspectos la revolución silenciosa que propugna el autor, no digamos ya nada si quiere inscribirla en una crítica general del sistema –la ciudad, la economía, la tecnología-. En cambio, son muy perspicaces los apuntes críticos hacia un modo de vida, un tipo de relaciones y una serie de características personales que, muchas veces sin darnos cuenta, seguimos simplemente por inercia, por mero mimetismo o por una equivocada manera de entender la integración con nuestro entorno. O, aunque no lo queramos reconocer, por puro narcisismo.
En este último sentido, resulta especialmente certera la andanada contra la simpatía: «Cuando estamos silentes parece que estamos atacando al que no quiere dejar de hablar. No se considera, al contrario, que quien habla constantemente esté agrediendo al que quiere estar mudo. El charloteo es simpatía. El silencio es antipático». Bravo añade que esta estimación del parloteo por sí mismo (y el repudio, por tanto, del silencio) «no ha sido así siempre ni es así en todos lados». Esto me recuerda el título de un bello libro de Ramón Andrés: No sufrir compañía (Acantilado). Este volumen es una recopilación de escritos místicos sobre el silencio, pero ahora, más que en este, quiero fijarme en el aspecto complementario: ¡Sufrir compañía! ¡Otra proclama revolucionaria, podríamos decir con ironía! No solo se puede sufrir la soledad. En estos tiempos, huyendo precisamente de la soledad, se puede sufrir más en determinadas compañías. Y, con seguridad, no en silencio.
Del ensayo de Bravo se extrae otra conclusión, que el autor plantea de distintas formas o en sus distintas vertientes. A riesgo de simplificar mucho, lo expresaré con cierta contundencia: a menudo, combatir el mal no nos acerca al bien que pretendemos conseguir. Más concretamente: somos conscientes, desde los gobernantes al último ciudadano, de la nocividad del ruido. Técnicamente, hablamos de «contaminación acústica». Para combatir este mal o, como mínimo, atemperarlo o encauzarlo, se han elaborado incontables leyes y reglamentos en todos los países desarrollados. Sin embargo, no parece que estemos más preparados para vivir el silencio en el sentido que antes expuse. En muchos aspectos, sucede justo lo contrario. Cuanto más decimos valorarlo, más se nos escapa realmente.
«Convencionalmente, el parco en palabras pasa por ser más profundo e inteligente que el locuaz»
Enfatizo lo de realmente, porque tenemos una relación paradójica o ambivalente con el silencio. Por un lado, un innegable prestigio que se extiende a quien lo practica: es sabido que convencionalmente el parco en palabras pasa por ser más profundo e inteligente que el locuaz. Del mismo modo, obras que preconizan el silencio alcanzan un alto grado de aceptación. Así, por ejemplo, la Biografía del silencio, de Pablo d’Ors (Galaxia Gutenberg) ha tenido un éxito sorprendente para este tipo de ensayos, desde su aparición en 2012 en otro sello editorial (Siruela). Pero, como pasa con otros muchos asuntos en nuestra sociedad, el prestigio teórico es compatible con el desafecto práctico.
No es extraño por todo ello que casi todos los ensayos que se publican sobre el silencio –también este de Bravo- presenten siempre un punto de pesimismo y lamentación. Nadan contra corriente. Por más que loen las virtudes del silencio, saben que nuestro mundo se encamina en sentido contrario. «Silencio es disidencia». Es difícil aspirar a más. Pero también puede ser una propuesta estimulante para los pocos –o quizá no tan pocos- que acepten que esa disidencia pueda ser suficiente, a nivel estrictamente individual o como pequeña aportación –grano de arena- a un mundo mejor: «Contra el ruido, la inquietud y la prisa, hay que callar, observar, escuchar». Hay que «parar y calmarse». Silencio.