The Objective
OPINIÓN

La crisis europea vista desde el Monasterio del Paular

“Aislado de toda banalidad y materialismo, viajando en el túnel del tiempo por esa fe que explica Europa, pienso si no es hora de volver a confiar en nosotros y en la tenacidad que impulsó al continente para responder a las actuales amenazas”

La crisis europea vista desde el Monasterio del Paular

Monasterio de Santa María de El Paular. | Ayuntamiento de Rascafría

Llegué a Rascafría avanzada la tarde, eran casi las siete, la hora límite para llegar. Fue una decisión personal, anhelaba cavar una trinchera para separar el antes y el después tras casi tres meses de dedicación plena a mi madre. Ella está enferma y dependiente tras una larga vida de entrega y plenitud. Estos meses rinde apocada en un sillón desde donde solo quiere dos cosas: que le hables, que converses con ella, o en su defecto rezar. Sorprende la enorme diferencia en la frecuencia de oración de nuestros mayores con los de nuestra generación. Ellos se conocen de memoria los salmos y se deduce que han rezado mil veces más que nosotros. De vez en cuando paso por el salón sin que se dé cuenta y la escucho rezar en un cuasi silencio balbuciente, fiada por completo al Altísimo, al que ha llamado más de una vez pidiendo alivio.

Todos tratamos de hacer de estos días el mejor tiempo posible, no engañarla con falsas promesas, pero sí reconocerle mucho y atenuar su sufrimiento. Y así, conversamos sobre las cosas más banales que uno pueda imaginar, una noticia de sucesos, una esquela que brilla por sus deudos, y en ocasiones, las mejores, un recuerdo olvidado de su infancia o una confidencia de su vida. Y así pasan los ratos, que tienen como premio apreciar su ilusión por contar y su alegría por saberse escuchada. Pero esa práctica no es un juego de equilibrios, es una danza de afectos de quien reconoce en su madre todo lo que es y resulta fácil, con esa consciencia, dejarlo todo y dedicarle un rato. Sin embargo, esas correspondencias, pasados los días, son agotadoras, quiebran nuestro método y nos consumen de pleno porque demandan mucho, mucho más de lo que uno puede dar, acostumbrado a cómodas rutinas y a la calma complaciente. Y entonces, en el cénit del agotamiento, en una mañana de aeropuerto, mi hermano reemplazo mi tutela y quedé solo, mirando las pantallas de salidas y llegadas; vacío.

Esa misma tarde, la de esta historia, enfilé al Paular, monasterio benedictino que en su día fue cartujo. La nieve caía ya con copos gruesos y el hermano hospedero, José Antonio, me recibió con instrucciones precisas: llave maestra, dependencias, celda, rezos de obligada asistencia. Biblia en la mesa y una bombilla que había que reemplazar. Al fin solo y en silencio. Bajé a conocer mi casa por unos días y la primera visita fue a la iglesia en la que un hermoso retablo arabesco del siglo XIV abraza el altar mayor. Un foco ilumina la Virgen central todo el día y toda la noche mientras el resto de la nave queda en penumbra. Me siento y medito, «¿quién soy?, ¿qué estoy haciendo aquí?, ¿qué pretendo?» La solemnidad del marco anuló todo pensamiento. «Estás donde muchos han estado antes cuestionando lo mismo». «Sigue y déjate llevar». Pasado un rato acudí al rezo de las vísperas que tenía lugar en una capilla más pequeña a la que se accedía desde los pasillos de un claustro majestuoso, oscuro y completamente silencioso. Después, cena, más oración y sueño.

Al día siguiente el cántico de entrada fue maravilloso, «Oh Cristo, luz de los hombres / alumbra nuestras tinieblas / ahora que el día nuevo / disipa la inmensa sombra (…)» y la comunidad, integrada por siete monjes, dos de ellos novicios, representó para mí la paradoja que sin embargo obra como certeza. En estos tiempos del maligno dos jóvenes que frisan los treinta se comprometen, viven y rezan, en perfecta disciplina, en una vida de cenobio que es exigente y durísima, alejada de toda complacencia de la carne. Y esto último me llamó mucho la atención. No es solo la piel de una mujer hermosa la que tienta, es la carne entera en sentido amplio, entendida como fuente disruptiva de la contemplación y el ansiado gozo de la vida eterna, que es el verdadero objeto del combate de estos renovados zelotes que viven a 100 kilómetros de Madrid, encerrados en su monasterio en perfecto silencio y dedicados plenamente a la oración.

A las seis maitines, a las ocho laudes, a las dos, rezos de la hora sexta, a las ocho de la tarde, vísperas y las diez de la noche, completas y entre esos tiempos, más oración, lectio divina, meditación y trabajo. Todo es orden y calculada rutina. En la primera ocasión de cantos y salmos andaba torpe y erré. Pasados los días seguía con precisión las métricas y sentía complacencia por poder contribuir a la plegaria.

“Sobrecoge tratar de entender el sentido de este modo de vida tan distinto del que vivimos extramuros”

La comida era sencilla pero apropiada para los fríos de esos días. Nos tocaron verduras, pescados, carnes, macarrones con bacon, y hasta una suerte de «sándwich club». Se almorzaba rápido y en silencio mientras un monje glosaba vidas de santos y otro atendía el cambio de plato con cierta celeridad. Deduje rápidamente que se trataba, una vez más, de evitar el pecado de la carne, no caer en el deleite del sabor, de su satisfacción, y hasta incluso del deseo de repetir, pero no por mortificación absurda, sino porque esa comunidad anhela otros gozos, los de la vida eterna y sabe que en esa renuncia radica un milímetro de gloria.

Al terminar, el Prior tocaba una campana a modo de señal y todos levantábamos firmes para irnos en soledad hacia los pasillos del claustro. Yo acostumbré a ir a frente a la Virgen de la iglesia. Hacía tanto frio que allí no paraba nadie y la evocación mística del templo era más que suficiente para entregarme a los más profundos pensamientos, que sin embargo no alcanzaban a concluir propósito alguno. Era estar frente al Sagrario, rezar, preguntar, y esperar respuesta. Con la confianza del débil me levantaba al rato y fiaba a Dios la concesión de su gracia, adivinando que con solo estar allí era bastante. Los cuartos, bien traídos, eran espartanos y el hermano hospedero no me informó convenientemente del sistema de calefacción. Pasé frio, y mal dormí las tres noches sin que esto fuera mengua para acudir a todos los rezos y en los ratos libres leer la Biblia y meditar, sacar tiempo para escribir y ocuparme de mis asuntos mundanos por poco tiempo.

Llegó del domingo y hubo cierta licencia, se sirvió café y licor, y hasta se permitió hablar. Por un rato no más, que fue suficiente para apreciar que esos monjes, humanos como todos, en ligerísima algazara, apreciaban mucho ese breve instante de relajación. Tal y como los novicios me causaron una fuerte impresión, no fue menos la de los monjes veteranos que eran cinco.  Desde el Prior, D. Joaquín, hasta todos los demás, obraban con la misma salmodia, consagrando su vida al Pantocrátor, huidos del ruido y gloria de nuestro Occidente, rezando por nuestras almas cada día sin final hasta su muerte en perfecta concentración. Una tarde, paseando por el claustro, advertí de varias tumbas en las que rezaba simplemente «Hermano D.»  con su fecha de nacimiento y óbito. Esa es su vida y así lo será por muchos años, madrugar, rezar, alimentarse en silencio y volver a rezar.

“No hay nada transcendental en la legislación arancelaria; el hombre, tal y como Dios lo creó, no está al parecer en los planes de los hombres”

Sobrecoge tratar de entender el sentido de este modo de vida tan distinto del que vivimos extramuros. El ruido, la velocidad, el ansia de éxito terreno, las enormes preocupaciones de nuestro siglo se sobreponen hasta hacer imposible la conversación con Dios y del todo trasnochada la renuncia a las cosas materiales que ejercen de imperio de nuestra existencia. Sin embargo, no siempre fue así y entre esos mismos muros, contemplando del magnífico Sagrario Transparente, hoy felizmente restaurado, uno puede contemplar los santos de otras épocas como ejemplo de fe y partícipes de un martirologio interminable. Impresiona contemplar la talla de Santa Catalina de Alejandría o la réplica de pan de oro de las columnas del templo de Salomón.

Es viajar en el túnel de tiempo de esa fe que explica Europa antes y después de la Reforma y entonces uno piensa, en la soledad de la iglesia, sentado sobre el mismo suelo que pisaron reyes, caballeros y obispos, si acaso esta suerte de depresión actual del continente, sacudido por la guerra, y con sus alianzas quebradas; casi solo, no será acaso la antesala de un resurgir de lo que fuimos, el centro del mundo, la tierra que vio crecer la cristiandad, el parnaso inagotable, el excelso laboratorio de la mejor ciencia que desde Grecia, Roma, y por dos mil años inspiró y gobernó el mundo; ahora -por lo que se ve- tan solo obsesionado por las transacciones.

No hay nada transcendental en la legislación arancelaria, no hay un objetivo glorioso o inmaterial; el hombre, tal y como Dios lo creó, no está al parecer en los planes de los hombres, ni tampoco el nuevo hombre que la Ilustración trató de concebir, ciertamente alejado de la fe pero sin duda más próximo al cielo que toda esta catarata de banalidad, relatividad, y materialismo que abona nuestra tierra para convertirla en un campo infinito de estultos. Quizás sea el momento de confiar de nuevo en nosotros y en la tenacidad que impulsó a Europa a expandir su orfebrería milenaria, fina y brillante, para presentar digna respuesta a estas amenazas.

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