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Líos paralelos: el 'procés' separatista y la MAGA trumpista

La aberración mental del victimismo ha inducido a poner en práctica en Cataluña y EE UU políticas disparatadas

Líos paralelos: el ‘procés’ separatista y la MAGA trumpista

Ilustración: Alejandra Svriz.

Se me dirá que se trata de cuestiones muy dispares en el tiempo y en la geografía, incluso en la naturaleza de los actores; pero, bien mirado, no son tan dispares. Aunque lo del procés, venía de largo, culminó precisamente en 2017, el año en que se estrenó la MAGA trumpista (Make America Great Again, Hagamos América Grande de Nuevo) en su primera versión. En cuanto a la geografía, y las premisas políticas, no hay duda de que las diferencias son grandes: Estados Unidos es una gran nación en forma de república federal, en tanto que Cataluña es una región, eso sí, con una larga historia, mucho más larga que la estadounidense.

También es cierto que Estados Unidos fue colonia inglesa, y que se separó de la metrópoli tras una larga guerra. Pero las circunstancias eran bien diferentes entre el caso americano y el catalán. A finales del siglo XVIII, Estados Unidos era una colonia, separada de Inglaterra por el Océano Atlántico y sin representación en el Parlamento inglés. Cataluña es hoy, y ha sido siempre, como el resto de España, parte de la Península Ibérica; nunca ha sido una colonia, y ha estado debidamente representada en las Cortes Españolas desde que éstas existen.

Pero a pesar de las diferencias, el procés y la MAGA tienen un fuerte nexo en común: son ejemplos de una vieja artimaña política, el victimismo. En el ámbito individual el victimismo tiene un nombre clínico: la paranoia, la manía persecutoria, la obsesión por atribuir a un enemigo malévolo el origen de nuestros males, reales o imaginarios. Frecuentemente, esta obsesión persecutoria se generaliza y grandes sectores de una sociedad adquieren la convicción de que son víctimas de la enemiga y la persecución de malignos agentes externos.

Así, a pesar de que Cataluña nunca ha sido una colonia, de haber sido tratada con especial consideración como una de las regiones más ricas e ilustradas de España, de que el proteccionismo arancelario español ha beneficiado largamente a la industria catalana a expensas del consumidor español, de que España es el único país –salvo Andorra- donde el idioma catalán se habla y escribe corrientemente (a diferencia de Francia e Italia, donde un día se habló y hoy ha desaparecido prácticamente), a pesar de todo ello, en Cataluña hay una fuerte corriente victimista que pretende que la región es una “nación oprimida” y que el idioma catalán está perseguido en España. De ahí la propaganda separatista, y el procés, que culminó en los lamentables episodios de 2017. Y es que el victimismo es una fórmula casi infalible para enardecer a las masas y lograr votos y adhesiones incondicionales.

El primer demagogo que logró llegar al poder explotando el victimismo en su país fue Adolf Hitler, que promovió y utilizó el resentimiento del pueblo alemán tras perder la Primera Guerra Mundial para popularizar la idea de que la derrota se debió a una “puñalada en la espalda” de Alemania, asestada por una multitud de traidores entre los que figuraban señaladamente los judíos. Francisco Franco nunca se presentó a unas elecciones, pero hizo de la “conspiración judeo-masónica” antiespañola uno de sus slogans favoritos para justificar su dictadura. Benito Mussolini presentaba el fascismo como el defensor de una Italia que había sido postergada por las grandes “potencias plutocráticas” después de la Primera Guerra Mundial.

“Después de la Guerra de Sucesión (1702-1714), la economía de Cataluña despegó por encima de la española”

Los ejemplos podrían multiplicarse: tanto las dictaduras como ciertos partidos en democracia han hecho uso del victimismo, aunque la realidad haya sido muy diferente de cómo la pintaban estos demagogos. En el caso catalán, está bien claro que los argumentos del victimismo separatista no tienen justificación real. Después de la Guerra de Sucesión (1702-1714), que, según el mito separatista, trajo consigo la destrucción de la “nación catalana”, la economía de Cataluña despegó por encima de la española y, en unas décadas, desde mediados del siglo XVIII, el Principado se convirtió en la región más rica de España, condición que no perdió hasta muy recientemente, en concreto hasta que el nacionalismo separatista comenzó a gobernar en la Generalidad.

La razón del fracaso económico del separatismo catalán es evidente. Una de las bases del crecimiento económico es el buen funcionamiento de los mercados, para lo que se requieren, entre otras cosas, la certidumbre, la confianza, y la seguridad jurídica. Los agentes económicos tienen que poder confiar en que los contratos se van a cumplir, en que la ley se va a aplicar con imparcialidad, en que las condiciones socioeconómicas no van a variar sustancialmente a medio y, a ser posible, a largo plazo. En una perpetua situación de provisionalidad, como la catalana actual, donde la situación jurídica y política puede variar de un día a otro, los inversores se retraen, y una economía sin inversión se estanca y pierde competitividad.

Si a la incertidumbre añadimos una desproporcionada presión fiscal, como la que han impuesto los gobiernos nacional-separatistas (y esta denominación incluye a los socialistas catalanes), se explica la dramática estampida de empresas que tuvo lugar en Cataluña a raíz de la declaración de independencia de octubre de 2017, desmintiendo las absurdas predicciones color de rosa de los separatistas. Y se llega a la risible situación actual, en que éstos tienen que pedir al Estado español, al que repudian como “Estado opresor” del que se quieren separar, que les ayude a convencer a los empresarios huidos para que vuelvan al redil catalán. La situación tiene, desde luego, un lado cómico, pero sobre todo es indignante. Parece mentira que a los políticos separatistas no se les caiga la cara de vergüenza ante la situación que han creado ellos solitos, y ante el escandaloso fracaso económico de su programa. Y parece mentira que los gobiernos españoles no hayan sabido hacer frente a la demagogia separatista.

Pero si parece infundado el victimismo de una región española que ha sido la más rica durante casi dos siglos y aún hoy ocupa el segundo puesto (después de Madrid) en renta global y el cuarto en renta por habitante, tanto más inapropiado parece el victimismo de un país que es la primera gran potencia mundial en términos tanto políticos y militares como económicos. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Estados Unidos, triunfador de una Guerra Fría que terminó con la aniquilación del contrario, la Unión Soviética. El mundo de hoy, hasta la toma de posesión del poseso Trump, es (o, quizá mejor, era) en gran parte obra de los Estados Unidos, que había llevado a cabo una política de contención de la Unión Soviética, de consolidación y cooperación de sus aliados, fomentando la economía de mercado y la democracia, tejido una red de tratados y alianzas para defenderse y fomentar el desarrollo económico, y organizado un sistema financiero internacional con el dólar como principal moneda internacional.

“Si el victimismo catalán amenaza la integridad de España, el victimismo de EE UU amenaza la de toda la comunidad internacional”

¿Tiene sentido o fundamento, en este contexto internacional de Pax Americana, hablar de hacer a Estados Unidos grande “otra vez”? ¿Cuándo dejó la primera potencia mundial de ser grande? Esto no lo ha explicado nunca la caótica mente de Donald Trump. Pero lo grave es que las consecuencias de su lamento victimista amenazan con ser mucho más catastróficas para el mundo que las del victimismo catalán. Los fenómenos son parecidos, pero las escalas son muy diferentes. Si el victimismo catalán amenaza la integridad de España, el victimismo estadounidense amenaza la de toda la comunidad internacional.

Ahora bien, la primera y principal víctima del victimismo acostumbra a ser el país que lo adopta como bandera. La razón es que se trata de una aberración mental colectiva que induce a poner en práctica unas políticas disparatadas. Los nacional-separatistas catalanes han perjudicado gravemente a la economía catalana introduciendo la incertidumbre en los mercados. La política arancelaria de Trump ha conseguido efectos similares en un tiempo récord: al enorme desconcierto que supone la introducción de cambios drásticos en el marco de la política comercial se han añadido en Estados Unidos las repentinas marchas atrás y adelante, la embarazosa chapucería de los cálculos en que se basan los cambios arancelarios, y el tono belicoso con que se están anunciando, que parece destinado a desencadenar una guerra comercial de gigantescas proporciones.

A esto hay que añadir la manera brutal e indiscriminada con que se pretende introducir economías de personal en la administración pública, y las maneras aún peores y, en algunos casos, claramente delictivas, que se están empleando dizque para resolver el problema de la inmigración ilegal. Consideraciones éticas aparte, todo ello introduce un clima de temor, inseguridad y zozobra que agrava el pánico en los mercados. Y los efectos han sido inmediatos: los directivos de las industrias a las que Trump decía querer favorecer, como la automóvil, le rogaron que no les favoreciera con aranceles que encarecían sus costes; y, como era de esperar, los inversores en general se retrajeron ante tanta tensión, revuelo y confusión, haciendo desplomarse las bolsas de valores. Sorprende tal sucesión de dislates económicos en el país con el mayor número de economistas distinguidos, muchos de ellos agraciados con premios Nobel; claro que ninguno de ellos figura entre los asesores de Trump. También en Cataluña, donde igualmente hay excelentes economistas, la ideología victimista ha primado sobre la competencia profesional.

El paralelismo en el lío y la confusión es patente; tanto allí como aquí la paranoia política está haciendo estragos. Sólo varía la escala del fenómeno. Las consecuencias del victimismo trumpista pueden ser aterradoras y afectar al mundo entero. Como ya señalara Aristóteles, la demagogia es la gran lacra de la democracia. Pero la filosofía, la cultura y la sensatez raras veces son compatibles con la paranoia victimista.

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