The Objective
Opinión

Martha Argerich, la maravilla infinita

En sus versiones, no asoma nada que pueda asociarse tópicamente a la condición femenina

“Martha hace cosas con el piano que yo ni siquiera puedo soñar”. Así de contundente se ha mostrado a menudo Daniel Barenboim con su amiga de infancia Martha Argerich, la pianista argentina que a sus ochenta y tres años sigue tocando con el mismo brío y la misma inaudita claridad que en su juventud. El sello Warner acaba de publicar una compilación de sus mejores grabaciones que constituye una fuente de placer y asombro sin fin. No hay partitura que se resista al encanto y la capacidad de riesgo de esta artista que en sí misma parece sintetizar y trascender buena parte del mejor legado interpretativo del siglo XX.

Alumna de Arturo Benedetti Michelangeli, con quien comparte una transparente precisión libre de neurosis, admiradora de Friedrich Gulda o de Vladimir Horowitz, Argerich fue una niña prodigio. A los ocho años ya tocaba el primer concierto de Beethoven y otros de Mozart. El genio de la cría llegó a oídos de Juan Domingo Perón, que quiso conocerla para preguntarle dónde le gustaría estudiar. Ella contestó que en Viena, con Gulda. Perón consiguió entonces que sus padres –antiperonistas, paradójicamente– fueran contratados en la embajada de la capital austríaca y Gulda, haciendo una excepción, aceptó darle clases. A finales de la década de 1950, Argerich ganó sus primeros concursos importantes y en 1965 arrasó en el certamen Chopin de Varsovia, siendo la primera –y última– latinoamericana en triunfar en ese bastión europeo.

Los pianistas son una especie particularmente rara y neurasténica. La soledad y la obsesión que sufren, unidas a las tensiones de la celebridad, los convierten en una especie de poetas malditos siempre a punto de enloquecer. Las reflexiones de Sviatoslav Richter, por ejemplo, sobre las piezas que tocaba son tan fascinantes como enigmáticas, por no decir perturbadas. En el otro extremo, la austeridad y la seriedad absolutas de Benedetti Michelangeli ante el teclado le reducían al silencio o al balbuceo en las pocas entrevistas que concedió y en las que se muestra incapaz de decir nada relevante sobre sí mismo. Argerich, por su parte, no se ha librado de crisis intermitentes desde su juventud y en la década de 1980 decidió dejar de tocar sola en el escenario y salir siempre acompañada de una orquesta o de otros solistas; ha tocado a menudo a cuatro manos, por ejemplo, con Barenboim. Más tarde sufrió un cáncer que la mantuvo apartada unos años de los teatros hasta que se recuperó y reapareció con la luz de siempre.
Celosa de su intimidad y poco dada a conceder entrevistas o participar en el circo mediático, la pianista protagonizó sin embargo un documental dirigido por su hija pequeña, Stephanie Argerich, titulado Bloody Daughter (2012) y en el que se indaga en la relación de la intérprete con sus tres hijas, fruto de varias relaciones, algunas muy traumáticas. Fue una de las pocas veces en que se la pudo escuchar hablando de su vida, su maternidad, sus recuerdos de Buenos Aires, la vida de perpetuo exilio que supone la dedicación a la música, sus compositores favoritos. El retrato que la hija hace de la madre es benigno, a ratos lleno de devoción incluso, sin que por ello se ahorren al espectador episodios difíciles y el testimonio más comprometido de sus otras dos hijas. Pero al final la imagen que de ella nos queda es la de una artista feliz, no del todo consciente de su genio, humilde y generosa, que ha lidiado como ha podido con el don y el látigo de los dioses.

Gulda decía que la manera de tocar de Argerich era “hermafrodita”. Y lo cierto es que en sus versiones, caracterizadas por un gran dominio del pulso, aceleradas pero sin perder nunca la exactitud y la armonía, sobrias, contenidas y al mismo tiempo explosivas, no asoma nada que pueda asociarse tópicamente a la condición femenina. Los compositores con los que tiene mayor afinidad son Beethoven, Schumann, Chopin, Ravel y Prokofiev. “Al tercer concierto de Prokofiev le caigo bien”, suele decir, con un humor típicamente argentino. Lo mismo cabría decir de su Schumann, que en sus manos cobra un cromatismo inigualado. Canónico es también su primer concierto de Tchaikovsky, sobre todo el que grabó con Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín. A Argerich se le podría aplicar lo que decía Ortega sobre las distintas capas de claridad en que consiste la verdadera hondura.
Si hubiera que elegir un solo disco de entre los más importantes de su producción, uno se decantaría por los 24 preludios de Chopin que grabó en 1987. Desde su legendario registro de 1965, el compositor polaco ha sido una de sus grandes pasiones, en un sentido literal. Contrariamente a lo que suele creerse, Chopin es un autor muy innovador, creador de un lenguaje específico del piano, imposible de traducir a otra sonoridad. Por otra parte, su especial cualidad melódica obliga a la mayoría de sus intérpretes a forzar el sentimiento, destruyendo con ello el vertiginoso equilibrio expresivo de todas sus composiciones.

Hay una escena de Sonata de otoño (1978) de Ingmar Bergman que parece ilustrar esta cuestión. En la película, Ingrid Bergman –fue su última aparición– es una gran pianista que mantiene una relación difícil con su hija Eva, papel que interpreta Liv Ullman. Tras siete años sin verse, la madre vuelve a casa para ver tanto a Eva como a Helena, otra hija que sufre una horrible enfermedad degenerativa. Eva lleva una vida convencional en el campo, al lado de su marido, pastor del pueblo. Es escritora y también toca el piano, aunque sin el brillo de la madre. En un momento, Eva se sienta al teclado y empieza a tocar el preludio segundo de Chopin. Mientras la joven toca, la cámara enfoca a la madre, cuya expresión, transida de emoción y lejanía, es indescriptible. La actriz contó luego cómo Bergman construyó su actuación. Después de la primera toma, el director le preguntó en qué estaba pensando. Y ella contestó lo más obvio: mi hija nunca tocará tan bien como quisiera. Bergman le dijo que eso no servía y que debía pensar en cómo Eva, cuando era niña, venía corriendo hacia ella. Hay que ver el resultado para entender qué podía hacer un director como Bergman con una actriz como aquella.

Cuando termina, la hija le pide a la madre que toque ella la misma pieza, segura de que no lo ha hecho bien. La pianista acepta, se sienta a su lado y define a Chopin en estos términos: “Chopin no es sentimental sino emocional. Hay un abismo entre la emoción y la sentimentalidad. El preludio que has tocado habla de emociones contenidas, no de ensueños. Tienes que ser calmada, clara y austera. Mira las primeras notas, duele pero no lo demuestra. Luego viene un breve alivio. Pero casi enseguida desaparece y el dolor sigue. Ni más intenso ni menos. Una moderación constante y total. Chopin era orgulloso, sarcástico, impetuoso, atormentado y muy masculino. No era una mujer vieja y sentimental. Este preludio debe tocarse casi de forma fea. No debe seducir, debe sonar mal. Debes enfrentarte a él y salir airosa. Te lo enseño”. Y por supuesto, la ejecución que sigue es magistral. Mientras la madre toca, la cámara enfoca a la hija, cuyo rostro expresa el abismo que las separa y a la vez las une.

Las palabras de Ingrid Bergman describen con exactitud la ejecución de la propia Argerich, la más ominosa e inquietante de entre las más conocidas. (Compárese sino con la muy convencional y ligera de Maria Joao Pires). La propia Argerich ha hablado en alguna ocasión del sonido “extraño y desagradable” que lograba crear Friedrich Gulda. Y ella misma consigue algo muy parecido en esa pieza de apenas dos minutos, tan experimental que parece obra de un compositor del siglo XX. El preludio número 2 en la menor comienza con una progresión en la tonalidad de sol mayor, pero no será hasta los compases finales cuando la tonalidad de la menor sea afirmada, algo que crea una tremenda tensión armónica muy difícil de sostener. Argerich se apuesta entera en ello, con un riesgo que transmite al oyente una respiración trágica, como si en cada compás estuviera a punto de acabarse algo. No sabemos cómo lo hace, pero enseguida reconocemos que ahí está el gran arte.

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