¿Podemos salir de esta crisis institucional?
La actual división ideológica en España hace inútil perseguir el consenso. Son urgentes normas que regulen el conflicto

Ilustración de Alejandra Svriz.
No es la primera vez, en el último medio siglo, que España experimenta una profunda sensación de crisis institucional. En los últimos meses, algunos han comparado la situación actual con la última legislatura de Felipe González (1994-1996), especialmente por la proliferación de casos de corrupción que acechan al Gobierno. También durante las segundas legislaturas de Aznar, Rodríguez Zapatero o Rajoy se vivieron momentos de alta tensión política. Las protestas contra la guerra de Irak en 2003, el rápido deterioro social tras la crisis económica de 2008 o el desafío independentista de 2017 llevaron al país a episodios de gran convulsión. Sin embargo, pese a las heridas que dejaron estas crisis, la democracia española ha logrado sobrevivir.
¿Qué cabe esperar de la situación actual? En algunos aspectos, el contexto podría parecer más favorable: por ejemplo, la tasa de paro es hoy la mitad de la que se registraba en 1994. Sin embargo, hay dos factores que han cambiado de forma profunda en las últimas dos décadas y que me llevan a adoptar una visión más pesimista. Por un lado, la legitimidad de la democracia española ha sufrido un deterioro constante desde los primeros años del siglo; por otro, la brecha ideológica entre los bloques políticos no ha dejado de ensancharse en los últimos 15 años.
En cuanto a la legitimidad de las instituciones democráticas españolas, los datos son elocuentes. Según la Encuesta Social Europea, a comienzos del siglo XXI uno de cada dos españoles confiaba en el Parlamento español; hoy, esa confianza se reduce a uno de cada cinco. Pero quizá lo más preocupante sea el efecto de la polarización sobre el funcionamiento democrático: impide una rendición de cuentas efectiva por parte de los gobernantes. Las sucesivas crisis —la pandemia, la dana, los escándalos de corrupción o el reciente apagón eléctrico— han puesto de relieve cómo la polarización, al intensificar la identificación emocional con «los nuestros» dificulta que los políticos asuman responsabilidades. En este clima, el juicio ciudadano se ve mediatizado por la lealtad partidista, debilitando así los mecanismos esenciales del control democrático.
En segundo lugar, la sociedad española lleva años inmersa en un proceso de creciente división política que la transforma de manera profunda respecto a décadas anteriores. Porque, aunque en 1996 o 2004 la política podía estar marcada por la crispación, la sociedad no mostraba entonces una polarización ideológica tan acusada. Lo que hemos presenciado en los últimos 15 años es una fractura social tangible, que alcanza a amplios sectores de la ciudadanía y que ya no puede considerarse ajena a la vida cotidiana.
Con la perspectiva que dan los años transcurridos desde la publicación de Polarizados, puedo afirmar que muchos de los cambios en creencias y actitudes que anticipaba en aquel libro no solo se han confirmado, sino que se han consolidado. En términos generales, los ciudadanos afines al bloque progresista que hoy sostiene al Gobierno han radicalizado sus posiciones, tanto en el plano económico como en el moral.
«Vox es el único partido con un electorado abiertamente crítico con la Unión Europea»
En el ámbito económico, se ha extendido la percepción de que la igualdad de oportunidades ya no basta, y de que es necesaria una mayor intervención del Estado, a través del aumento de impuestos y del gasto público. En el plano moral, hemos asistido a una sucesión de batallas culturales. En un primer momento, fue el feminismo el que marcó la agenda gubernamental; más adelante, cuestiones como la transexualidad y la autodeterminación de género pasaron a ocupar el centro del debate. Todo ello ha transcurrido bajo el telón de fondo ideológico del Pacto Verde, que ha orientado tanto la narrativa como la acción política del Gobierno.
El otro gran cambio ideológico en España ha sido la irrupción de Vox y su desafío al llamado «consenso progre». El partido ha desempeñado un papel clave al cuestionar algunos de los acuerdos fundamentales que habían marcado la política española en las últimas décadas. En primer lugar, el consenso europeísta: Vox es el único partido con un electorado abiertamente crítico con la Unión Europea. En segundo lugar, el consenso migratorio, al introducir por primera vez en el debate político español la inmigración como eje de realineamiento ideológico. Una estrategia que conecta con la posición que empieza a imponerse en Europa, como refleja el reciente endurecimiento de la política migratoria del primer ministro laborista británico, Keir Starmer.
España se enfrenta hoy a una doble transformación: por un lado, una izquierda más intervencionista que lleva las políticas de diversidad al límite; por otro, un nuevo partido que desafía abiertamente los consensos progresistas del pasado. Estos dos polos han sacudido los cimientos de la política española. La sociedad ya no tiende al consenso ideológico, sino que se halla profundamente dividida. Esta realidad plantea una pregunta crucial: ¿cómo organizar un país cada vez más fragmentado en términos ideológicos? Pero antes de explorar posibles respuestas, conviene detenerse en algunos ejemplos que ilustran con claridad esta fractura. Porque que los españoles estamos hoy mucho más divididos ideológicamente que hace dos décadas no es solo una percepción: es una realidad, ampliamente respaldada por los datos de numerosas encuestas.
En octubre de 2024, el CIS publicó una encuesta sobre ideología y polarización que evidencia la profunda fractura ideológica que hoy domina la política española. Podríamos decir que el debate público se estructura actualmente en torno a «cuestiones de izquierdas» y «cuestiones de derechas». Las primeras —impulsadas de forma constante por el Gobierno— cuentan con un apoyo superior al 80 % entre los votantes socialistas y de la izquierda. Se trata de asuntos como la intervención estatal en la economía, el aborto sin restricciones, el movimiento feminista o la primacía de la protección medioambiental. Estos mismos temas generan un amplio rechazo entre los votantes de Vox: dos de cada tres se muestran contrarios. Pero, además, dividen de forma interna al electorado del Partido Popular. Cada vez que el PP se pronuncia sobre aborto, feminismo o medio ambiente, enfada a la mitad de sus votantes, independientemente del contenido de su posición. Precisamente por eso, el Gobierno los convierte en bandera: porque desgastan a sus adversarios.
«Debemos asumir que el conflicto es el estado natural de la política»
Del mismo modo, hay también «cuestiones de derechas» que el Gobierno evita abordar. Entre ellas figuran la inmigración, la defensa del esfuerzo como motor del éxito personal, las bajadas de impuestos, el respaldo a la iniciativa privada o la apuesta por un Estado central fuerte frente al poder de las comunidades autónomas. Estos asuntos cuentan con el apoyo de más de ocho de cada diez votantes de la derecha, pero dividen profundamente al electorado socialista, que se encuentra prácticamente partido en dos ante estas propuestas.
Esta profunda división ideológica no existía en España a comienzos del siglo XXI. Cualquier intento serio de mejorar la calidad del debate político debe partir del reconocimiento de este nuevo escenario. Por eso, siempre he sostenido que la política española ha entrado en una fase en la que resulta inútil —e incluso contraproducente— seguir persiguiendo la idea mítica del consenso, ese ideal de acuerdos entre partidos distintos basados en afinidades personales. Al contrario, debemos asumir que el conflicto es el estado natural de la política. Y, precisamente por eso, es urgente reforzar las normas y los marcos jurídicos que regulan la competencia entre actores políticos. No se trata de renunciar al civismo o al espíritu cooperativo, sino de asumir que su eficacia depende de que existan, ante todo, reglas claras y mecanismos sancionadores que garanticen una competición justa y no adulterada.
Tratando de concluir con una nota positiva, cabe señalar que, incluso en estos años convulsos, ha comenzado a desarrollarse en España una incipiente forma de activismo democrático no partidista. Es el caso de la Fundación Hay Derecho, que recientemente ha presentado una batería de propuestas orientadas a la regeneración institucional. Se trata de medidas destinadas a regular el funcionamiento del sistema político para evitar sus efectos más nocivos: la corrupción, la captura partidista de las instituciones, los ataques a la separación de poderes o la degradación de la independencia de los medios de comunicación. En un contexto de competición política extrema, más nos vale dotarnos de reglas que encaucen el conflicto y lo orienten hacia donde más puede aportar: la confrontación apasionada —y leal— de ideas sobre cómo construir la mejor sociedad posible.