Para muerte, sólo entre 8 y 3 de la tarde, gracias
«Tal ha sido el escándalo que se ha decidido ampliar a las 24 horas la atención en su domicilio de niños en fase terminal»

El hospital de Cruces, de Baracaldo, lugar de trabajo del pediatra sancionado Jesús Sánchez Etxaniz. | David de Haro (Europa Press)
Ahora que este país arde por los cuatro costados por culpa de la falta de pudor de nuestros gobernantes, pasan desapercibidas noticias como la que uno lee del hospital de Cruces, en Baracaldo, en Vizcaya, donde la torpeza y la rigidez humanas superan cualquier límite del sentido común, ése del que carecemos cada vez más. La muerte tiene su horario y sus días, y así se comunica a los sanitarios que fuera de sus horas de trabajo acuden al domicilio de una niña de cuatro años enferma mortal de cáncer. Y si lo hacen, como el doctor Jesús Sánchez Etxaniz lo ha venido haciendo con su equipo para atender a la enferma hasta su fallecimiento, que sepan que incumplen con los «protocolos de oficina»: de lunes a viernes, de 8 a 15 horas.
Ha bastado que la aberrante noticia haya saltado a la prensa local y luego nacional para que llegara a oídos de la Consejería de Salud del País Vasco con el fin de que se corrijan las estúpidas normas y se amplíe el horario de atención a domicilio de la unidad de cuidados paliativos a las 24 horas del día. Al menos, la muerte de la pobre niña ha servido para algo. Pero no lo resuelve completamente, puesto que este tipo de unidades escasean de infraestructuras suficientes en todo el territorio español.
Me habría gustado estar presente en el momento que la dirección de la clínica –el burócrata de turno– amonestó en un principio a dos de las enfermeras del equipo del doctor Sánchez, en el que figuran también psicólogos, con la advertencia de que si en lo sucesivo algo ocurriera fuera de ese horario clínico serían ellos y no la dirección del centro quienes asumirían toda responsabilidad penal. El aviso fue comunicado un día después de la muerte de la paciente. El equipo venía realizando esa tarea desde hacía varias semanas con la aprobación y la satisfacción de la familia.
El doctor Sánchez decidió contar el incidente al Diario Vasco y a Radio Nervión, y de ahí la cosa salto a las páginas de El País y al resto de la prensa nacional. Para algo sirven los medios, cuya respetabilidad y fiabilidad son en estos momentos muy cuestionados por la ciudadanía, a juzgar por las diversas encuestas diversas de opinión. Compiten en mala calidad con la clase política, que parece que en esto va a liderar las encuestas durante mucho tiempo y batir registros históricos de impopularidad.
«Estoy enfadado, rabioso y decepcionado con mis superiores jerárquicos cansado de dar cabezazos contra el muro», ha declarado el facultativo. La dirección del hospital niega que fuera amonestado, sino que más bien se trató de una reconvención. Es decir: mejor que un facultativo no se exceda en sus funciones a riesgo de que se le abra un expediente disciplinario. No por cumplimiento y celo de su tarea –todo lo contrario–, sino por violación del reglamento protocolario. Es verdad que en otros ámbitos de la sociedad todo aquello que infrinja la norma lleva acarreado el castigo independientemente de que la infracción haya sido para mejorar una circunstancia concreta.
La Consejería de Salud vasca se ha visto obligada a hacer algunas precisiones y tratar de arreglar el entuerto. Para empezar, reitera que en ningún momento se ha impuesto sanción al médico y su equipo, sino simplemente «una llamada al orden». Pero tal ha sido el escándalo que se ha decidido ampliar a las 24 horas la atención en su domicilio de niños en fase terminal. Más trabajo, se quejarán algunos. Más responsabilidades, dirán otros. «¿Y a cambio de qué?», concluirán las mentes prácticas.
Sánchez es un especialista conocido en el hospital de Cruces por su sensibilidad y plena dedicación con los enfermos en fase terminal. Responsable de una unidad de paliativos infantil a domicilio, es de los que creen que pese a los grandes progresos que se han hecho en el país sobre la muerte digna queda todavía mucho por hacer. El de esta niña no es ni mucho menos un caso aislado en el País Vasco y en el resto de España. Quienes la ejercen se encuentran en muchas ocasiones desprotegidos por las instituciones o deben lidiar con la cerrazón de la burocracia de turno, celosa que el reglamento se cumpla hasta la última coma, pero que luego lo incumple con otras medidas o no pone la misma atención que en el horario en la falta de medios.
El doctor Sánchez manifestó en una entrevista a El Mundo, en plena pandemia del coronavirus, que el enfermo en general, y más si se trata de una persona mayor, tiene más miedo a la soledad que a la enfermedad en sí mismo. En esa entrevista explicaba que en Paliativos se utiliza el concepto de «dolor total». Según el cual el dolor tiene cuatro facetas: orgánica, emocional, social y espiritual. Este último dolor es muy importante, porque el paciente lo que más busca es sentirse acompañado, ya sea por un ser querido o por su perro de toda la vida, lo cual permite un alivio aunque sea temporal de la enfermedad. «Nuestro papel es muy importante. Para una persona mayor sentirse acompañado significa sentirse persona», ha afirmado.
La noticia de Baracaldo y los comentarios del médico reprendido por mor de su trabajo sirven para recordar la extraordinaria última película de Costa-Gavras, El último suspiro, un canto a la muerte digna y un elogio a los profesionales de cuidados paliativos tantas veces considerados como matarifes y sepultureros. El nonagenario, autor de películas de gran éxito como La batalla de Argel, Z o Missing, la presentó en Cannes sin obtener ningún premio pese a su indudable calidad y sinceridad. Está basada en un libro del mismo título escrito por el filósofo Regis Debray el médico de cuidados paliativos Claude Grange. Es un emocionante abanico de episodios de personas en víspera de su muerte para nada oscuros, pese a la obvia tristeza que eso acarrea a los seres queridos. Realizar el viaje de la mejor manera y menos indolora posible. Eso es lo que afirma el doctor Augustin Masset al siempre hipocondríaco escritor y filósofo de fama Fabrice Toussaint, los dos protagonistas de la cinta.
Eso tal vez es lo que pretendió a comienzos del presente siglo el anestesista Luis Montes, director y coordinador de urgencias en el hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid). A Montes se le tildó de «médico de la muerte» por el consejero de Sanidad, Manuel Lamela, del gobierno de la Comunidad de Madrid, presidido entonces por Esperanza Aguirre. Recibió una denuncia por mala praxis por acelerar el fallecimiento de al menos 73 enfermos terminales mediante sedaciones en dosis elevadas entre 2003 y 2005. El caso fue archivado. Montes, que falleció en 2018, fue presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente.