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Progresismo y populismo: contradicciones de la democracia

«El ‘progresismo’ de Sánchez es un dinosaurio político en la Europa del siglo XXI, enemigo del verdadero progreso»

Progresismo y populismo: contradicciones de la democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hace muchos años publiqué en El País un artículo titulado ¿Demasiada democracia? que escandalizó a más de un amigo (no sé si también a algún enemigo). Yo no trataba de escandalizar, sino de recordar algo que varios autores, empezando por Aristóteles, incluyendo a Locke y a Montesquieu y continuando con los padres de la Constitución de Estados Unidos, ya habían señalado: que la democracia puede degenerar en demagogia porque los pueblos pueden ser desmemoriados y volubles. Las mayorías electorales pueden cometer errores garrafales, como elegir a Hitler, a Perón, a Chávez, a Putin y a tantos otros dictadores en ciernes, y decantarse por la esclavitud, como los Estados del Sur en Estados Unidos o por el Brexit en la Inglaterra de hace diez años. Poco después de publicarse mi artículo tuve la satisfacción de que Fareed Zakaria, un reputado periodista y ensayista político indo-norteamericano, publicara en Newsweek un texto y diera una conferencia con el título aproximado ¿Puede darse un exceso de democracia?, donde se planteaba el mismo problema, seguro que sin haberme leído. Y es que la pregunta estaba, y sigue, en el ambiente.

El establecimiento de la democracia moderna es relativamente reciente. Se generalizó, sobre todo entre los países adelantados, después de las guerras mundiales, pero pronto se echó de ver que Churchill tenía razón al decir en 1925 que la democracia era un pésimo sistema de gobierno, aunque las alternativas fueran aún peores. O, también, que el mejor argumento contra la democracia era una breve conversación con el votante medio. Los errores garrafales enumerados en el párrafo anterior, que comenzaron a producirse poco después de manifestar Churchill su moderado escepticismo, dieron qué pensar a los espíritus reflexivos de la época de entreguerras.

En España, Ortega y Gasset tuvo una reacción parecida a la de Churchill, pocos años más tarde, cuando vio los errores que la arrogancia de los republicanos les hacía cometer nada más proclamarse la II República. Ortega, que había mostrado su simpatía inicial por el nuevo régimen, se sentía ya escarmentado en el otoño de 1931, cuando publicó su famoso artículo Un aldabonazo, donde denunciaba los excesos del régimen recién instaurado e incluía la famosa expresión: “No es esto, no es esto. La República es una cosa. El ‘radicalismo’ es otra”. Y tenía toda la razón; pero nadie le tomó en cuenta. La República siguió dando bandazos y cometiendo errores cada vez más graves hasta desembocar en la guerra civil.

Estos vaivenes y errores ya se manifestaron en Inglaterra durante su guerra civil y su revolución en el siglo XVII, lo cual movió a sabios observadores como Hobbes y Locke a recomendar prudencia al dar poder al electorado. Una solución fue limitar la participación, restringiendo el voto a ciertas élites, casi siempre económicas (sufragio censitario). Otra, la división de poderes, y los contrapesos que limitaran las prerrogativas del Gobierno. Otra, en Inglaterra y luego en otros países, la conservación de la Monarquía dentro del sistema constitucional.

Muchos progres irreflexivos repiten hoy machaconamente: “¿Quién ha elegido al Rey?”. La primera respuesta es: los que votaron la Constitución. Pero hay otra respuesta, creo que más definitiva: afortunadamente, nadie ha votado a Felipe VI, y ésta es una gran virtud. Un monarca, que no depende del electorado, no está expuesto a los tumbos y virajes del respetable, por desgracia tan frecuentes. El Rey no gobierna, pero puede emplear el escaso poder ejecutivo que tiene (en mi opinión, debiera tener más. La Constitución de 1978 es en esto demasiado cicatera) con criterios de largo plazo y alcance, sin preocuparse demasiado de los vaivenes de la opinión pública; pensando más en el bien común que en la opinión común.

“El flamante gobernador se ha apresurado a amordazar y diezmar al mejor servicio de estudios bancario que tenía España”

Por esta misma razón, los jueces de la Corte Suprema norteamericana tienen mandato vitalicio; para que actúen según su criterio y conciencia, no según la voluble opinión pública y los intereses de los políticos. Algo parecido ocurre con los gobernadores de los bancos centrales, que generalmente tienen un solo, pero largo, período de mandato, durante el cual son inamovibles, para que los políticos no puedan influir sobre ellos y para que puedan tomar decisiones impopulares pero necesarias, como la restricción monetaria para mantener a raya la inflación. Esto a Donald Trump le tiene frustrado y enrabietado. Él quisiera dirigir la política monetaria, algo que sería un verdadero desastre. Ya vemos cómo lleva la comercial.

Aquí, en España, sin embargo, Sánchez ha conseguido el control del banco central, abandonando toda decencia (cualidad que, en realidad, nunca le ha adornado) y nombrando gobernador del Banco de España a un recientísimo ministro suyo para que sea su lacayo monetario, como lo son en sus respectivos campos Conde Pumpido, Tezanos y tantos otros. Nada más llegar, el flamante gobernador se ha apresurado a amordazar y diezmar al mejor servicio de estudios bancario que tenía España, cumpliendo evidentemente órdenes del amo. A esto le llaman progresismo. Aristóteles le llamaría demagogia, la corrupción de la democracia.

El “progresismo”, sinónimo, aparentemente inocuo, de izquierdismo, se ha convertido en una palabra talismán, que sirve como una manta que encubre un abigarrado conjunto de políticas sin claro contenido ideológico ni programático. ¿Qué quiere decir progresismo? No está nada claro. ¿Es la creencia en el progreso? Todo el mundo quiere progresar, en especial si es adecuadamente, y la gran mayoría cree que es posible progresar, algo que la historia demuestra, aunque a veces se progrese a trompicones. ¿Cómo se convierte eso en un programa político? Al pope del progresismo español, el susodicho Sánchez, nunca se le ha oído definir su palabra favorita. Quizá se inspire, sin conocerlo, en el verso de Ramón Bartrina: “Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho, no analices”. El análisis tampoco es el fuerte de Sánchez, desde luego. Que les pregunten, si no, a los periodistas. O a los que fueron sus profesores de secundaria.

Cuando se trata de definir su progresismo, Sánchez indefectiblemente habla de “ampliar los derechos” de los españoles, pero raramente especifica más. Ya sabemos que el análisis no es su fuerte. Pero uno sí quiere analizar, y se pregunta: ¿ampliar qué derechos y de quién? ¿De los contribuyentes modestos a los que se atosiga con impuestos para subvencionar a nacionalistas y separatistas que provienen, oh sorpresa, de las autonomías ricas? ¿De los que han ahorrado toda su vida para comprar una vivienda y se ven sin protección contra el asalto de okupas o el dolo de inquilinos morosos? ¿De los viajeros perjudicados, por los frecuentes parones y retrasos de los trenes, responsabilidad del gobierno? ¿De los afectados por el apagón sin precedentes del pasado 28 de abril y cuyas causas son aún oficialmente desconocidas? ¿De los jóvenes que, después de siete años de gobierno progresista encuentran que sus ingresos no les permiten no ya adquirir una vivienda sino ni siquiera alquilarla?

“Los únicos derechos que se han ampliado bajo la férula de Sánchez son los de los delincuentes y los incumplidores”

Los únicos derechos que se han ampliado bajo la férula de Sánchez son precisamente los de los delincuentes y los incumplidores: los políticos separatistas en rebeldía, los agresores sexuales, los asaltadores de viviendas, los estafadores, los terroristas, los inmigrantes ilegales. Pero todos estos indeseables, algunos muy cercanos al entorno del presidente, son una ínfima minoría dentro de la población y sus derechos perjudican a los de la inmensa mayoría.

El progreso en política, como la dicotomía izquierda-derecha, son antiguallas del siglo XVIII que han perdido todo su significado en las sociedades del siglo XXI. En estas sociedades las diferencias entre la derecha y la izquierda son insignificantes. Las únicas dicotomías relevantes son la de democracia o dictadura en política y libertad o intervencionismo en economía. Y estas alternativas favorecen más a conservadores que a “progresistas”, porque con el triunfo de la socialdemocracia en la segunda mitad del siglo XX, los conservadores se han convertido en defensores de este sistema, y los “progresistas” se han convertido en verdaderos reaccionarios, defensores de minorías e identidades, enemigos de la igualdad y del verdadero progreso. Tienen que pactar con los que están contra la igualdad, con los populistas enemigos de los contrapesos democráticos debido a que, tras haber triunfado hace medio siglo, conseguidos sus objetivos, el número de sus votantes disminuye, porque ya no son necesarios. La política es así. La gratitud nunca ha cosechado muchos votos.

Por todo ello, el “progresismo” de Sánchez es un dinosaurio político en la Europa del siglo XXI. Si a ello añadimos una alarmante propensión al latrocinio y la corrupción, que es marca de la casa, se comprende el acorralamiento y la desesperación de un Gobierno sin programa ni horizontes. Lo malo es que la frustración y la impotencia le hacen doblemente peligroso, como el toro en tablas.

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