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Opinión

El pico de Jenni, la flor de Griezmann

«Jenni Hermoso no es tan fantástica como Bonmatí y Putellas, una deportista que selló su fama con un beso»

El pico de Jenni, la flor de Griezmann

Imagen Jenni Hermoso y Rubiales. | Europa Press

La pregunta no es baladí, ¿qué habría sido de Jennifer Hermoso si sus labios no se hubieran encontrado con los de Rubiales? Se pueden construir hipótesis y desarrollar elucubraciones. Lo seguro, teniendo en cuenta que el gol de la final lo metió la heroína Olga Carmona (20 de agosto de 2023), es que su proceso evolutivo habría culminado en Ibiza, donde 48 horas «después de todo» se tatuó en un muslo «no hay verano sin beso», ¡ea! Por sus cualidades balompédicas, loables, sin duda, nunca estuvo en la frontera del Balón de Oro. Alexia y Aitana la cruzaron. Y lo conquistaron. 

Jenni, 35 años cumplidos, hoy en la inexorable curva descendente con una ficha anual de 300.000 euros con el Tigres de México, es una buena futbolista, pero no ha sublimado la excelencia de sus dos compañeras del Barça. No es tan fantástica como ellas y en ese declive con aspecto de ocaso ha dejado de ser imprescindible para Montse Tomé. No la convocó para los dos encuentros de la Nations League y tampoco la ha llamado para la Eurocopa. Su tiempo pasó, la juventud empuja, hay savia nueva y el rencor que guarda a la seleccionadora es la pataleta de una deportista que, por encima de todas las cosas, selló su fama con un beso, «Sealed with a Kiss», que cantaba Bobby Vinton. A Bonmatí y a Putellas el fútbol les trajo la gloria que tampoco ha esquivado a Hermoso, favorecida por el pico que le plantó Rubi, más que un presidente, un colega.

Con la edad, el fútbol como cualquier otro deporte pasa factura. No hay tantos elegidos como Modric, Sergio Ramos, Messi o Cristiano Ronaldo, excepciones que confirman la regla. Lo normal es que cuando amarillea el DNI declina la condición física. Jennifer es una más entre tantos futbolistas a quienes los años han ido postergando. Le está ocurriendo a Griezmann, ojito derecho de Simeone. Su calidad técnica, extraordinaria, adolece porque su fútbol de ida y vuelta y entrega absoluta le exige fuerzas que ya no tiene. La flor se marchita. Intenta hacer lo que siempre hizo, subir, bajar, centrar y rematar, pero no lo consigue. Nunca ahorró una carrera de esas que ahora debe dosificar. Y menos mal que renunció a la selección francesa para escatimar esfuerzos. Se le nota demasiado que quiere y no puede, que ya no es el de antes y que el físico no le acompaña en el desempeño estajanovista. 

Unas pinceladas todavía serían suficientes si el entrenador regulara sus actuaciones. El seguidor atlético lo agradecería, como el taurino hace unas semanas en la Puerta Grande de las Ventas. Se concentró más gente bajo el balcón de Morante, horas después del paseíllo por la calle de Alcalá, que en el mitin de Óscar López. Es la realidad, empeñada tantas veces en sacudirnos en todo el morro con la mano abierta o en arrancarnos el velo sin miramientos, tal cual sucede en el Mundial de Clubes. Los despistes y un árbitro más casero que Francina Armengol condenaron al Atlético (4-0) frente al PSG, a su vez derrotado (1-0) por el Botafogo, campeón de la Libertadores, resultado sorprendente que coloca al equipo de Simeone al pie de la escalerilla del avión de regreso a España, pese a vencer al Seattle (3-1). O golea a los brasileños —necesita más de tres tantos de diferencia—, pues es muy improbable que los seattleños dobleguen a los parisinos, o se vuelve a casa con cara de «Pupas». En competiciones como este invento de la FIFA las segundas oportunidades dependen de carambolas inimaginables.

Al campeón de Europa le bastó con correr más que los rojiblancos, y calzarse el borceguí en el pie correspondiente, para triturar al Atleti y dejar en evidencia al Cholo, cuya fidelidad a Griezmann roza la estulticia y su fe en De Paul desborda la majadería, porque cuando no tiene el día se transforma en el jugador número 12 del contrario. Antoine hoy por hoy es carne de banquillo y Rodrigo, un lastre que, tal y como dejó patente frente al Seattle, falla más que una escopeta de ferias. El inmovilismo del entrenador argentino es un lastre y su lealtad a determinados jugadores es una invitación al suicidio, o al despido, tan improbable como esa azarosa carambola.

¿Y el Madrid de Xabi Alonso otra vez campeón de Europa? Tiempo al tiempo. Saldó la puesta de largo con un empate y un penalti fallado por Valverde frente a los saudíes del Al Hilal, un buen equipo en manos de Simone Inzaghi. Con calorazo, el pretendido rock and roll no llegó ni a chotis y las primeras críticas del madridismo exacerbado, ese que pedía la destitución de Ancelotti después de dos empates consecutivos, arremetió furioso contra Xabi, apenas aterrizado en Valdebebas y a quien ni siquiera le conceden los cien días de gracia. Paciencia, pues, como la que los jefes del Atleti exhiben con Simeone desde hace tres años. 

Alonso tiene las ideas claras… y el equipo espeso. Sabe cómo se las gastan en el Bernabéu y no pierde la compostura, ni la esperanza de que le encuentren un Kroos antes de que le hagan un Lopetegui. Si hizo campeón al Leverkusen no hay que descartar que reverdezca títulos con el Madrid. A él, bien templado, no le traiciona el subconsciente como a Sánchez: «Mi tolerancia contra la corrupción es absoluta», soltó el gazapo en el Congreso y su bancada se «quemó» las manos aplaudiendo. Así somos y así estamos. Se cumple medio siglo del Tiburón de Spielberg y su recordada voracidad amenaza con zamparse al presidente del Gobierno. Como el Botafogo al Atlético, que daría al escualo con un canto en los dientes si encontrara un botafumeiro capaz de purificarle el ambiente. El sanchismo necesita un milagro –calienta, Illa, que sales y mejor que no sea en los «papeles»–, el rojiblanquismo otro y Jenni Hermoso una ducha fría.

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