The Objective
Hastío y estío

La sinfonía agridulce de Ábalos

«Ábalos es un personaje que podría haber escrito el mismísimo Ashcroft»

La sinfonía agridulce de Ábalos

Jose Luis Ábalos. | Europa Press

El sábado pasado me perdí en un bucle de YouTube, atrapado por los vídeos del concierto de Oasis en Cardiff, ese regreso triunfal a los escenarios tras la enésima ruptura de los hermanos Gallagher. Qué espectáculo, qué manera de resucitar el britpop con esa arrogancia tan suya. Pero lo que me dejó sobrecogido fue el telonero: Richard Ashcroft, el alma de The Verve, subiendo al escenario con su andar de poeta maldito y cantando «Bitter Sweet Symphony». Ese himno que te atraviesa, que te hace sentir que la vida es un chute de melancolía y gloria al mismo tiempo. Y mientras Ashcroft cantaba eso de «I’m a million different people from one day to the next», mi cabeza voló, inevitablemente, a José Luis Ábalos.

Porque, ¿no es Ábalos el protagonista perfecto de una sinfonía agridulce? El hombre que lo tuvo todo, o casi todo, y que ahora mira al horizonte con la sombra de la cárcel asomando como un nubarrón que no se disipa. Hay algo en él, en su historia, que resuena con esa melodía de The Verve: la mezcla de euforia y derrota, de subidón y caída libre. Ábalos, el tipo que navegó los pasillos del poder con esa desenvoltura de quien sabe que la vida es un juego de equilibrios, pero donde a veces el viento sopla en contra.

Pienso en él, en esa vida de ministro, de hombre fuerte del PSOE, de factótum de Sánchez en los días de vino y rosas. La buena vida, esa que no se cuestiona cuando los focos te quieren. El dinero que nunca se acababa, porque en política, cuando estás arriba, siempre hay un sobre, una puerta trasera, un favor que cae del cielo. Y, sin embargo, ahora, el telón se cierra. La melodía cambia. Donde antes había aplausos, ahora hay murmullos de fiscales, sumarios y titulares que hieren.

Ábalos, el eterno segundón que se coló en la primera fila. No era el más brillante, ni el más carismático, pero ahí estaba, siempre en el sitio correcto, con esa cara de quien sabe más de lo que dice. Ministro de Fomento, luego de Transportes, pero siempre hombre de confianza de Sánchez. A cambio, vivir a cuerpo de rey. El dinero que nunca se acababa, los restaurantes caros, las copas que no pagaba él. Y las mujeres. Dicen que todas hablan bien de él. Nada que ver con lo que le pasa a Íñigo Errejón, feminista de boquilla demasiado suelta. Ábalos, en cambio, parece que dejaba sonrisas a su paso, como un galán de barrio que ha hecho de su vicio de camelar un arte. 

No es que Ábalos sea un santo, ni mucho menos. Nadie que haya jugado en las grandes ligas de la política lo es. Pero hay algo en su caída que destila una melancolía casi literaria. Es el hombre que lo tuvo todo y que ahora, como en un verso de Ashcroft, se enfrenta a un cambio de vida que no eligió. La cárcel, o al menos su amenaza, no es solo un castigo; es un recordatorio de que el poder es un préstamo y no un regalo. Y Ábalos, con su porte de superviviente, con esa cara de quien ha visto demasiadas madrugadas, parece saberlo.

Mientras veía el concierto en YouTube, con Liam Gallagher soltando pullas entre canción y canción, pensé en cómo Ábalos debe de estar lidiando con su propia conciencia. La vida, como la música, no para: te lleva de la cima al abismo sin pedir permiso. Y en ese vaivén, en esa sinfonía agridulce, Ábalos es un personaje que podría haber escrito el mismísimo Ashcroft. Un hombre que bailó con la gloria y ahora tantea la penumbra, con la elegancia torpe de quien sabe que el show, aunque sea el último, debe continuar.

Así que ahí me quedé, pensando en Ábalos, en Ashcroft, en los Gallagher. En cómo todo, al final, se reduce a un puñado de notas que te hacen sentir vivo y muerto al mismo tiempo. Y me pregunté si él, donde quiera que esté, también escucha esa melodía. La de la gloria que se esfuma, la de la cárcel que acecha, la de una vida que, como la canción, fue dulce y amarga a partes iguales.

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