The Objective
Hastío y estío

España, los rateros y la muchedumbre

«Su arte es más sutil, más elegante. Un leve roce, una distracción bien orquestada, y el bolsillo ajeno queda vaciado»

España, los rateros y la muchedumbre

Ilustración de Alejandra Svriz.

En las páginas luminosas de un libro de artículos del gran Julio Camba que acabo de leer, me encontré con una observación que me llevó a la España de hoy. Escribía Camba, con esa lucidez que desarma y hiere, «que los rateros, esos pequeños maestros del hurto, son los que mejor saben que la muchedumbre siempre se equivoca». La masa, esa amalgama de voluntades difusas y pasiones desbocadas, toma invariablemente las peores decisiones, se deja seducir por el brillo efímero de lo aparente y desprecia la solidez de lo verdadero. Y en esa sentencia, que parece escrita en un café madrileño de principios del siglo XX, resuena una verdad que reverbera en el presente: el Gobierno de Pedro Sánchez, con su astucia de ratero de guante blanco, ha hecho de la muchedumbre española su cómplice y su víctima.

No es casual que Camba pusiera su mirada en los rateros. Estos, decía, no sólo conocen la torpeza de la multitud, sino que la explotan con una precisión quirúrgica. No roban con violencia, su arte es más sutil, más elegante. Un leve roce, una distracción bien orquestada, y el bolsillo ajeno queda vaciado sin que la víctima, embriagada por el bullicio, se percate. Así opera Sánchez, un virtuoso del oportunismo político, un prestidigitador que ha convertido la Moncloa en un escenario de ilusionismo. Mientras la muchedumbre española aplaude o se indigna, según el guion del día, él desliza la mano en el erario público, en las instituciones, en el mismísimo sentido común, y extrae lo que necesita para perpetuarse.

La muchedumbre Camba la retrataba con una mezcla de piedad y desdén, como un toro que corre hacia el abismo porque alguien mostró una muleta roja. El pueblo español de hoy, anestesiado por el ruido de las redes sociales y las promesas de un progreso que nunca llega, no es tan distinto. Se deja llevar por los eslóganes, por los titulares grandilocuentes, por las políticas de cartón piedra que se desmoronan al primer contacto con la realidad. Sánchez, como el ratero de Camba, sabe que no necesita convencer con argumentos; basta con seducir, con prometer lo imposible, con agitar el espantajo del adversario. Y la muchedumbre, fiel a su naturaleza, se equivoca una y otra vez, eligiendo el espejismo sobre la sustancia.

No se trata de que Sánchez sea un genio del mal, un Maquiavelo actualizado. Es algo más prosaico: es un oportunista con olfato, un ratero que ha aprendido que la muchedumbre no solo tolera el engaño, sino que lo premia. Mientras Camba se reía de los carteristas que aprovechaban las ferias para desplumar a los incautos, nosotros asistimos al espectáculo de un Gobierno que convierte cada crisis en una oportunidad para consolidar su poder. La pandemia fue un filón: restricciones, fondos europeos, discursos épicos. Y la muchedumbre, siempre dispuesta a creerse el cuento, asiente, se indigna, pero no despierta.

La prosa de Camba, cargada de un cinismo que no oculta su amor por la humanidad, nos recuerda que el problema no es solo el ratero, sino la muchedumbre que lo permite. En España, esa muchedumbre ha sido adiestrada para confundir la lealtad ideológica con la virtud, para aplaudir la audacia del ladrón mientras condena al que señala el robo. Sánchez, con su sonrisa y su verbo fácil, ha sabido explotar esa debilidad. Cada pacto con los extremos, cada cesión a los nacionalismos, cada maniobra para esquivar la justicia, es un hurto perpetrado a plena luz del día. Y la muchedumbre, fascinada por el espectáculo, no ve la mano que le vacía los bolsillos.

No es que falten voces que alerten del engaño. Las hay, y son muchas. Pero la muchedumbre, como bien sabía Camba, no escucha a los que gritan la verdad; prefiere el susurro del charlatán. Sánchez lo sabe, y por eso su Gobierno es un ejercicio de prestidigitación constante: una ley por aquí, un escándalo por allá, un discurso grandilocuente para tapar el agujero. Y mientras tanto, las instituciones se resquebrajan, la economía se tambalea y el país se desliza hacia un futuro incierto. Pero la muchedumbre aplaude, porque el ratero le ha prometido que todo irá bien.

Camba, desde su rincón en el tiempo, nos mira con una sonrisa torcida. Él, que se reía de los rateros y de las multitudes, sabía que la historia es un eterno retorno de los mismos errores. Sánchez no es el primero ni será el último en explotar la torpeza de la masa. Pero mientras la muchedumbre española no aprenda a mirar con los ojos de Camba, a desconfiar del prestidigitador y a cuestionar sus propios aplausos, el ratero seguirá reinando. Y nosotros, los que leemos a Camba con un nudo en el estómago, solo podremos seguir señalando el hurto, esperando que algún día la muchedumbre despierte. O, al menos, que cambie de ratero.

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