Izquierda y derecha en España hoy
La división política realmente importante en la actualidad es la que separa a los demócratas de los autócratas

Ilustración de Alejandra Svriz.
Los que me leen saben que soy una persona de izquierda moderada: no hace mucho publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre «el discreto encanto de la socialdemocracia». Pero más que de izquierda moderada, me definiría como de izquierda escéptica, porque también he escrito que si la división izquierda-derecha quizá tenía justificación y significado en los siglos XVIII y XIX, en el siglo XX, precisamente por el triunfo de la socialdemocracia en sus varias versiones, dicha división ha dejado de ser útil, y se ha convertido en el arma dialéctica de los peores demagogos y la trampa en que caen sus seguidores imbéciles.
Y me siento autorizado a utilizar esta palabra ofensiva porque es exactamente la que utiliza José Ortega y Gasset en el Prólogo para franceses de La rebelión de las masas: «Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral». Pues parece mentira que siga habiendo tan alto número de imbéciles con hemiplejia moral (y mental) en la España de hoy, asustados por el coco de «la derecha y la extrema derecha», monserga casi infalible, manipulada y voceada machaconamente por el peor demagogo que haya asolado nuestro país en el último medio siglo.
Estos imbéciles hemipléjicos morales no juzgan a los políticos por lo que hacen, por su hoja de servicios, por sus políticas y sus resultados; eso no es lo importante para tales borregos; lo importante es dónde se sitúan los políticos en el hemiciclo parlamentario. Si están a la izquierda, son buenos; si a la derecha, malos. Los hemipléjicos políticos no piensan: simplemente, sitúan. «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir», como decían los partidarios del Fernando VII hace ya más de dos siglos. La imbecilidad no nos ha abandonado; simplemente, se ha mudado de barrio.
Dije que el triunfo de la socialdemocracia, la revolución socialdemocrática del siglo XX, ha privado de significado a la dicotomía derecha-izquierda, porque hoy en los países democráticos desarrollados existe un amplio centro político que apoya al Estado asistencial o Estado de bienestar, como se le conoce popularmente. El que ese amplio centro tenga un ala conservadora y un ala reformista no significa que entre una y otra alas haya un abismo infranqueable, como berrea a voz en cuello nuestro demagogo mayor, todo lo contrario. La diferencia programática entre reformistas y conservadores estriba en cómo mejor administrar ese Estado-providencia, según le llaman los franceses, y no está nada claro que los reformistas, a los que les gusta llamarse izquierda, administren mejor que los conservadores. En la España del siglo XXI parece más bien lo contrario. Pero ésta es una cuestión sobre la que quien debe decidir es el electorado.
El problema para los socialistas reformistas es que el electorado hoy parece inclinarse por los conservadores, por una razón bastante clara. Como también decía Ortega en el citado prólogo, «hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías»; trasladado a la España presente, los conservadores prometen conservar las conquistas de la revolución socialdemocrática, mientras las izquierdas propenden al intervencionismo radical y apelan continuamente a la violencia de la guerra civil y a la revancha del franquismo. Por esto los socialistas tienen un terror pánico a las elecciones y por esto en lo que va de siglo su acceso al poder ha estado lleno de anomalías: los atentados de marzo de 2004, la insólita moción de censura de mayo de 2018, y las irregulares elecciones de julio de 2023, que sirvieron para entronizar al perdedor, y nos han abocado, durante los últimos dos años, a un rosario de episodios lamentables y cesiones vergonzosas, por cuenta de esta heteróclita cuadrilla que se pretende gobierno.
«La izquierda de nuestros pecados arrastra una lacra secular, la de considerarse superior moralmente»
Es que la izquierda de nuestros pecados arrastra una lacra secular, la de considerarse superior moralmente y por tanto con más derecho a gobernar que la derecha. Esta es una lacra gravísima, porque niega uno de los postulados básicos de la democracia: la posibilidad de alternancia de los partidos en el poder. Esta lacra la tuvo la derecha (el partido moderado) en el siglo XIX con el apoyo incondicional de la inefable Isabel II, y tuvo que ser un conservador ilustrado, Antonio Cánovas del Castillo, quien estableciera el régimen de la Restauración sobre la base del «turno pacífico» de los partidos.
En el siglo XX, con la Segunda República, fue la izquierda hemipléjica la que se arrogó la superioridad moral y se atribuyó por derecho propio el monopolio del poder. Azaña, el Don Manuel a quien tanto respetaban mis padres, tuvo el soberano cuajo en 1934 de proponer al presidente Alcalá Zamora que anulara las recientes elecciones porque las habían ganado las derechas. El cuajo de Azaña lo ha heredado, nada de extrañar, el demagogo mayor del reino, que pretende seguir en el poder in aeternum contra viento, marea y Constitución, para evitar que venga la derecha, es decir, para evitar que funcione la democracia en España. Por cierto, ya podía haber heredado también la cultura y la prosa elegante de Don Manuel, pero no. El olmo no da peras.
El problema es que la derecha liberal-conservadora también esta contagiada de la hemiplejía política y mental, y parece querer hacerse perdonar el pasado franquista que la izquierda le atribuye. De ahí la actitud mendicante que frecuentemente adopta. Es una actitud absurda; el más claro antecedente del Partido Popular (que, por otra parte, es la sección española del Partido Popular Europeo, el de mayor representación en el Parlamento de Estrasburgo) es la UCD de Adolfo Suárez, que protagonizó la transición a la democracia tras el fin de la dictadura franquista. Los méritos democráticos del Partido Popular son iguales, si no superiores, a los del Partido Socialista, sobre todo en la actualidad y después de haberse colado éste repetidas veces y de manera tan irregular en el Palacio de la Moncloa.
«Ah, traidor», dirá de mí, pongamos que Patxi López, ese aguerrido portavoz del progreso, «este pretendido socialista, igual que Felipe González, ha chaqueteado y se ha vendido a la reacción más negra». Voy a responder por mí, no por Felipe González. Yo no soy ni político ni hemipléjico. Citando a ese gran poeta soriano (doctor demagogus dixit), Antonio Machado, «hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno». En otras palabras, soy un modesto chupatintas, amigo de la izquierda, pero más amigo de la verdad. Y veo una España, cuyas autonomías están en su mayoría gobernadas por «la derecha y la extrema derecha» sin asomo de autoritarismo ni corrupción (sobre todo comparadas con el Gobierno de la nación), ni de ataques al Estado de bienestar ni de resabios franquistas, y veo una Comunidad de Madrid que, merced a un liberalismo económico perfectamente compatible con dicho Estado de bienestar, se ha convertido en las últimas décadas en el motor económico de España. Y volviendo al gran poeta soriano, «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Y, como no soy rey de Micenas, estoy dispuesto a aceptar el papel de porquero; pero de porquero veraz. Muy pocos en el Gobierno de la nación pueden decir lo mismo.
«El muro de nuestro demagogo mayor contra la ‘derecha y la extrema derecha’ es en realidad un muro contra la democracia”
Ha dicho nuestro demagogo mayor que hay que construir un muro contra su mantra, «la derecha y la extrema derecha», y yo digo que se trata en realidad de un muro contra la democracia. Y añado que ésa es la división realmente importante en política hoy: la que separa a los demócratas de los autócratas. Arrumbemos la obsoleta distinción entre izquierda y derecha, hoy vacía de contenido. Lo que hoy define a un político, a un partido, a un gobierno y a un régimen es que se comporten democráticamente o que se aferren al poder, que pretendan eternizarse en la autocracia. Esta distinción es hoy crucial en el terreno internacional y en el nacional español.
Sí hay hoy un muro en España que separa a los dos campos políticos, los que están del lado del demagogo, están con la autocracia, con la dictadura, contra la democracia; quieren monopolizar el poder como sea. Los que estamos del otro lado, nos llamemos de izquierdas o de derechas, somos los que queremos derribar el muro democráticamente. No estamos en una legislatura normal y legítima. Estamos en una encrucijada insostenible e intolerable de corrupción y de pisoteo a la Constitución. Queremos elecciones ya. Sin dilaciones, ni marrullerías, ni mucho menos triquiñuelas ni pucherazos. Ojo a las artimañas del demagogo. No conoce otra política. El pueblo debe hablar urgente y libremente.