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Obituario

Javier Moscoso: jurista, tránsfuga y tortuoso

De familia «nacional», terminó en el sector «rojo» de la vida española. Fue fiscal y empezó a engolosinarse con la política

Javier Moscoso: jurista, tránsfuga y tortuoso

Javier Moscoso. | Wikipedia

«Es un hombre de difícil interpretación», le escuché una vez a Pío Cabanillas Gayas. En efecto, lo era porque nunca se sabía -se supo- hasta dónde llegaban sus propósitos políticos. Era riojano de nacimiento y navarro de elección. Además lo llevaba a gala. Solía decir: «Yo, como Robinson, me tiran un cochinillo a la cabeza y lo remato».

Robinson, el británico que se convirtió en el gran líder de Osasuna. O sea, Moscoso valía para todo porque era un jurista reputado que adelantó más de una vez, en alguna de sus decisiones, la que luego, ya posteriormente a su último jefe, Felipe González, se constituyó como la «Justicia útil», es decir, la que sirve a los intereses de la política concreta. Moscoso, que venía de familia «nacional» terminó en el sector «rojo» de la vida española. Fue fiscal de carrera y empezó rápidamente a engolosinarse con la práctica política.

Era crítico con todo lo que le rodeaba, aunque fuera muy cercano. Por ejemplo: en la primera UCD, Unión de Centro Democrático, de Navarra se unió con dos personajes de muy diferente fundamento político. Decía, con gran sarcasmo (era un sardónico inteligente): «Fíjate lo peculiares que somos aquí (aquí era Navarra) que el ala liberal del partido lo dirige Jesús Aizpún, un foralista, poco compatible con el desorden de los liberales, y del ala democristiana, el jefe es Jaime Ignacio del Burgo, hijo de un carlista irredento».

Ya se ve que con compañías tan notorias y distintas la convivencia en Pamplona era más bien complicada. Eso por ponerlo fácil. Los tres citados tuvieron ficha de UCD pero los tres, en algún momento, creyeron que la central de Madrid les estaba traicionando. Aizpún era un navarrista guerrillero, Jaime Ignacio, un entrañable «Cabezonico», un político que luchó como ningún otro para que la Constitución dejara con salvaguarda el futuro del Antiguo Reino de Navarra en la Disposición Cuarta de la Norma Suprema. El debate sobre este asunto trascendental provocó la primera disidencia y el primer corte en el partido de Suárez, un Suárez, que sabía menos de Navarra que, por ejemplo, de la importancia de mantener la Prima evanescente en niveles aceptables.

Moscoso fue, por lo demás, uno de los más trascendentales compañeros del gran tránsfuga: «Francisco Fernández Ordóñez, un socialdemócrata de libro que tenía en su objetivo personal lo que él llamaba la ‘modernización de España’. Dejó una Ley de Divorcio por la que los democristianos le condenaron a las tinieblas exteriores, y una necesaria reforma fiscal que todavía horada los bolsillos de todos los españoles. Los socialdemócratas de UCD, como solía afirmar Leopoldo Calvo Sotelo, amigo personal y familiar de Ordóñez: «Nunca terminan de marcharse pero nunca están dentro».

Gran tino el del expresidente del Gobierno que una noche cenó, matrimonio con matrimonio (Mary Paz y Pilar) en una taberna madrileña, y al llegar a casa se topó con una carta de Ordóñez despidiéndose del Grupo Centrista. Así se las gastaban. En todos estos acontecimientos estaba Moscoso que por, aquel tiempo se hizo indispensable con Alfonso Guerra, de tal forma que el paso de los llamados socialdemócratas de UCD al PSOE lo dibujaron ambos en tardes copiosas de ideas, que desde luego les sobraban a las dos.

Moscoso y una treintena de los suyos acabaron por fugarse y, para que no se les notara del todo, fundaron un partido de tránsito, el PAD, el Partido de Acción Democrática, un artilugio que les sirvió de plataforma para en las elecciones de 1982 incorporarse directamente al PSOE. «Me he vuelto rojo como me acusas», le dijo en una ocasión a este cronista. Apenas ganadas las elecciones, Moscoso confesó: «Ya no tiene sentido el PAS, nos integramos directamente en el PSOE». Él fue ministro de Presidencia en el primer Gobierno de Felipe González, y Ordóñez presidente, una bagatela, del Banco Exterior de España. Los demás se quedaron también colocados: alguno gobernador, un par de directores generales y así todos.

Moscoso no pasó desapercibido por Presidencia. Se inventó los famosos «Moscosos», una dádiva para que los funcionarios engordaran su ya de por sí muy larga relación de días inhábiles. Claro está, Moscoso fue un jurista respetado, tanto que luego, a la salida de la política y de la Fiscalía General del Estado, nada que ver, ¡por Dios!, con este funesto García Ortiz, se dedicó la dirección de libros académicos de la profesión, una colección indispensable para los abogados de ahora mismo.

Era Javier Moscoso, un personaje de inteligencia refinada pero brusca que, en este momento, seguro que hubiera aborrecido el sanchismo. Emprendedor y tortuoso a su manera se dejó fotografiar con dos características propias: su mechón de pelo naturalmente hacia la izquierda, y su pipa que él la trabajaba como un laborista inglés. Nada que ver con la miserable indigencia intelectual de los socialistas actuales a los que él tendría despreciados.

Pasados los tiempos se exilió -me lo dijo paseando por la playa de Jávea- en el Levante donde, decía, «las balas las ves venir porque casi siempre el cielo está abierto». Allí ha muerto. Se puede decir que fue un tipo notable en la Transición aunque nunca quiso aspirar al primer puesto de casi nada. Un buen tipo este Javier Moscoso del Prado del que se puede asegurar algo: con él nunca te aburrías.

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