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Mujeres: manual de uso

El feminismo no enfrenta a las mujeres, las une. Es, por definición, la antítesis de la manipulación sectaria actual

Mujeres: manual de uso

Ilustración de Alejandra Svriz.

En 1786, la aragonesa Josefa Amar y Borbón publicó el Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno, y otros cargos en que se emplean los hombres. Unos años después, en 1791, Olympia de Gouges escribe la Déclaration des droits de la
femme et de la citoyenne
. Un año después, en Inglaterra, Mary Wollstonecraft publicó A Vindication of the Rights of Woman. Es cierto que habían existido desde hacía siglos mujeres excepcionales que supieron saltar el cerco que se les imponía, que sabían escribir y pudieron expresar sus ideas. En 1573 Teresa de Jesús empieza a escribir su Libro de las fundaciones, mostrándose como maestra contra lo que san Pablo mandó, que las mujeres no enseñasen. A finales del XVII sor Juana Inés de la Cruz había denunciado desde su convento mexicano a los «Hombres necios que acusáis/a la mujer sin razón/sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que culpáis…» Pero fue a finales del XVIII, bebiendo de las ideas de la Ilustración, cuando aparecen por vez primera mujeres que hablan en nombre de todas (nosotras…) y que no se limitan a denunciar una situación puntual, sino que cuestionan un sistema. Esta semilla de razón, libertad e igualdad creció a ambos lados del Atlántico y tuvo un papel central en el movimiento abolicionista, porque las sufragistas que en 1848 se reunieron en Seneca Falls («The history of mankind is a history of repeated injuries and usurpation on the part of man toward woman, having in direct object the establishment of an absolute tyranny over her…») lucharon por la abolición de la esclavitud tanto como por sus propios derechos.

El feminismo se ha ido construyendo siglo tras siglo como un movimiento universal, que buscaba algo tan sencillo y tan difícil a la vez como el trato digno para la mitad de la Humanidad: que nuestra vida valiera como la de los hombres; que la ley nos reconociera como iguales; tener derecho a leer, escribir, estudiar, opinar; a acceder a la propiedad de la tierra, a trabajar por un salario y disponer del dinero que ganamos; a ser ciudadanas. Un movimiento, en definitiva, que tenía razón.

El feminismo no enfrenta a las mujeres, las une. Es, por definición, la antítesis de la manipulación sectaria que hoy nos ahoga. Desconocemos las posiciones o creencias concretas de muchas de nuestras antepasadas: su prioridad política era defender y apoyar a las mujeres. No a los hombres que dicen que son mujeres, no al jefecillo del partido que necesita salvarse, sino a las mujeres, las de aquí y las que tienen menos voz que nosotras: las encarceladas en Irán por no querer vivir tapadas, las millones aplastadas por la sharía en Afganistán, las niñas que tienen prohibido ir a la escuela, las quemadas vivas en Nigeria, las españolas que son casadas con 13 años. Las mujeres no debemos nada a la derecha, pero tampoco a la izquierda. La izquierda que se arroga el derecho a hablar en nuestro nombre, que pretende borrar de nuestra historia a las mujeres que no le gustan (a las burguesas, las católicas…), que cancela a gigantes como Ayaan Irsi Ali y Shirin Ebadi, que ha buscado eliminarnos durante décadas señalándonos como divisoras de la clase obrera.

Durante más de un siglo la izquierda ha combatido al feminismo, lo ha ridiculizado y denigrado. Y ha señalado nuestro empleo y nuestros salarios como ilegítimos. El movimiento obrero luchó sin descanso por expulsar a las mujeres de los puestos mejor pagados en las fábricas, como el trabajo nocturno, presionando por leyes «proteccionistas», que suponían devolver a las mujeres a sus casas, al trabajo no pagado. Con la idea de que sus salarios solo subirían si se acababa con la competencia de las mujeres, en muchos sectores preferidas por los fabricantes precisamente porque se las pagaba mucho menos, lucharon sin descanso por un «salario familiar» para ellos, que haría innecesario el empleo femenino. Como tantas otras excluidas de los órganos de dirección, las jornaleras de Yecla que fundaron en 1916 la Agrupación socialista El despertar femenino verían cómo año tras año sus reivindicaciones eran traicionadas por sus compañeros de la Unión General de Trabajadores, que negociaban aumentos salariales solo para ellos.

En los años 30, la crisis económica justificó en toda Europa que se reforzara la ofensiva de las organizaciones de izquierda contra el empleo de las mujeres. Después de haber aprobado desde el Gobierno del Front Populaire todo un paquete de medidas contra el empleo de las casadas, el secretario general del grupo comunista en la Asamblea francesa expresaba así en 1936 la deriva profamilia y nacionalista del PCF: «Les femmes de France doivent s’unir pour la protection du foyer, pour l’avenir de la race et la sécurité du pays». Incontables las traiciones y los abusos de los izquierdistas a las mujeres.

«La izquierda española ha pasado de considerarnos burguesas e ilegítimas competidoras a apropiarse de nuestras ideas»

En una vuelta de tuerca histórica, la izquierda española ha pasado de considerarnos despreciables burguesas e ilegítimas competidoras a apropiarse de nuestro nombre e ideas. Para las feministas que empezamos a serlo en la Transición no es una novedad: en aquellos años todos los partidos de izquierda y extrema izquierda (comunistas, socialistas, trotskistas, maoístas…) crearon sus secciones femeninas, cuya agenda marcaban los hombres de sus comités de dirección. Partidos y sindicatos «revolucionarios» en los que tantas mujeres inteligentes fueron relegadas a funciones auxiliares, muchas valientes lucharon hasta el agotamiento, sufriendo ninguneo, cuando no acoso, de los «compañeros». Todo soportado en silencio por La Causa. La Causa Obrera, se entiende. A pesar de ello, las feministas que estábamos en contra de la «doble militancia» trabajamos con las feministas de partidos, organizamos juntas los 8 de Marzo, y juntas conseguimos los avances que transformaron radicalmente la situación legal, laboral y política de las mujeres en la Transición.

En 2001, la presidenta del Consejo de la Mujer de la Comunidad de Madrid, una extraordinaria feminista del PCE, me encargó comisariar una exposición que conmemoraba los 70 años de la conquista del voto por las españolas y se tituló 100 mujeres del siglo XX que abrieron camino a la igualdad en el siglo XXI. Preparando ese homenaje aprendí de ella que el sectarismo no podía tener cabida en nuestra historia. Que Mercedes Fórmica, que había trabajado desde dentro del franquismo en la reforma del Código Civil en 1958 para mejorar la situación jurídica de las casadas, formaba parte de nuestra historia tanto como la anarquista Federica Montseny, primera ministra española en 1936, que intentó por primera vez despenalizar el aborto. Ver hoy el catálogo de aquella exposición da la medida de la locura sectaria que vivimos. La exposición, sencillamente, no se haría.

Ser feminista hoy es morirse cada día de vergüenza ajena. Las redes están inundadas de memes ridiculizando unas ideas que son hoy sinónimo de caraduras, analfabetas e incoherentes. Justo cuando todos, todas y todes son feministas, incluidos los puteros, los asesores que montan «el argumentario progresista» cada mañana, las trepas que lo usan para conseguir cargos y sueldos que no conseguirían de otra forma. Bueno, todos no. Solo los progresistas, que incansablemente ganan derechos para nosotras. Derechos que los fachas, lógicamente, quieren quitarnos. Dice una militante socialista a las cámaras en la puerta de Ferraz: «Nuestro partido son 130 años de feminismo». Señora, estudie Historia. Lea El voto femenino y yo. Mi pecado mortal (1939) y entérese de lo que le hizo su partido a la diputada republicana (en neolengua: facha) Clara Campoamor, a la que machacaron, aislaron y acosaron y de la que hoy, como siempre que conviene, se apropian.

Y sin embargo, a pesar de las infinitas ridiculeces y mentiras que oímos cada día, a pesar de las y los mamarrachos que hablan y gastan dinero público a manos llenas cada día en nuestro nombre, ignorando nuestra historia, dándose codazos para salir en la foto sujetando la pancarta, a pesar de tener que soportar a gente que cree que ser feminista es decir «el musgo y la musga» y salir con un cartel que dice «Ni una más» cada vez que asesinan a otra mujer (cartel que hay que guardar para volver a sacarlo al día siguiente: 48 asesinadas en 2024, de las cuales 15 habían denunciado a su agresor), esta grotesca manipulación, este diario manoseo, no acabará con el feminismo.

«Unas ideas que nacieron no para enfrentar a las mujeres ni para ganar votos, sino para defender la justicia, la libertad y la dignidad»

Unas ideas que nacieron hace siglos no para enfrentar a las mujeres, no para manipular, ni para ganar votos, ni crear chiringuitos, ni
conseguir cargos, sino para defender la justicia, la libertad y la dignidad. Así que por los millones de mujeres que han luchado por sus hermanas de todas las ideas y creencias durante siglos, por los millones de niñas de tantos países que arriesgan su vida cada día para ir a la escuela a aprender a leer y escribir, que es el primer paso de la libertad y la dignidad, por los hombres que nos apoyan sin utilizarnos, confiemos en que el indecente manoseo de que hoy somos objeto acabará algún día.

Dolores Aleu, la primera española que se doctora en Medicina, empieza en 1882 la defensa de su tesis doctoral ante el tribunal en la Universidad Central diciendo: «Me presento hoy aquí para que la tradición no se interrumpa». Imagina Consuelo Flecha en su precioso libro sobre Las primeras universitarias en España, que el tribunal se preguntaría: ¿La tradición? ¿Qué tradición? Aleu se refería a la tradición de mujeres que han luchado desde hace siglos por los derechos de todas. Gracias a ellas estamos hoy aquí. Las que nos precedieron, que lucharon con inteligencia y honestidad, sin autopromocionarse, sin ofrecerse de felpudo a sus risibles jefecillos, merecen algo mejor de lo que les damos hoy.

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