Trump, un chiste malo
“Ver a Trump recoger el Nobel de la Paz con gesto altivo e infatuado sería hasta cómico”

Ilustración de Alejandra Svriz.
Donald Trump es siempre motivo de polémica, conflicto y a la postre de gran desconcierto. Mientras la Unión Europea cuenta los días antes de la fecha del 1 de agosto para saber con exactitud el porcentaje que Estados Unidos va a imponer en aranceles a los productos europeos -todo apunta que será en torno al 15%-, el presidente estadounidense se ha encaprichado con pretender recibir el próximo octubre el Nobel de la Paz. Hay una serie de figuras públicas, empezando por Benjamín Netanyahu a quien la Corte Penal Internacional acusa de crímenes de guerra en Gaza, así como algunos dirigentes africanos y exponentes del movimiento MAGA (Make America Great Again), que han empezado a hacer campaña ante la gran satisfacción del líder republicano y magnate inmobiliario que eso le significaría.
¿Con base en qué? ¿Cuáles son sus méritos? Él piensa que tiene la talla de Franklin Roosevelt, de Jimmy Carter o de Barack Obama, que lo recibieron antes. Por qué no él, se pregunta, si más de 77 millones de norteamericanos el pasado noviembre lo respaldaron con el voto para un nuevo mandato derrotando a la entonces vicepresidenta, la demócrata Kamala Harris. Trump debe pensar que ha hecho más cosas que, por ejemplo, Obama, quien lo obtuvo por ser el primer afroamericano que llegaba a la presidencia, aunque bien es cierto recién instalado en la Casa Blanca. O que incluso Jimmy Carter, fallecido el pasado año, que lo ganó por ser el artífice de los Acuerdos de Camp David, suscritos en 1978 por el egipcio Anwar el Sadat y el israelí Menájem Beguin. El Comité del Nobel se lo dio antes a ellos, lo que no estuvo exento de polémica. También lo ganaron Isaac Rabin y Yasir Arafat con igual conflicto.
Trump llegó al Despacho Oval anunciando que en una semana acabaría con la guerra en Ucrania y que persuadiría a Vladímir Putin a sentarse a una mesa de paz con su acérrimo enemigo, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski. Del líder del Kremlin habló maravillas al principio y confesó que se entendía mejor con él que con Zelenski y los dirigentes de la UE. Sin embargo, semanas después, al descubrir que los planes del presidente ruso no eran los suyos, comenzó a criticarlo abiertamente y lo amenazó con más sanciones económicas.
En el asunto de Gaza la situación no le pudo ir peor. Obtuvo un acuerdo de alto el fuego entre israelíes y palestinos para permitir la entrada de ayuda humanitaria, acuerdo que fue violado por ambas partes. Antes, se sacó de la chistera un sonrojante plan de paz por el que la población palestina sería expulsada de Gaza y la zona se convertiría en una especie de Costa Azul para turistas ricos. Netanyahu estuvo a punto de abrazarle cuando lo anunció a su lado en el Despacho Oval ante la prensa. De ese plan obviamente ya no se habla más. Los palestinos jamás lo aceptarán, al igual que los países árabes, además que resultaría una flagrante violación del derecho internacional la expulsión de los habitantes de un territorio.
También en la zona aplaudió la respuesta israelí al ataque de Irán, pero no se paró allí. Estados Unidos decidió bombardear algunas de las instalaciones nucleares iraníes. Trump aseguró que ese ataque había logrado desmantelar todo el programa nuclear iraní de la principal planta de uranio enriquecido con capacidad para crear una bomba atómica. Teherán lo desmintió y el Pentágono rebajó el optimismo de su presidente.
A los europeos y canadienses no les tiene demasiada simpatía, aunque afirma que son maravillosos y que los quiere mucho. Además de la imposición de aranceles, que un día amenaza con subirlos hasta el cien, luego bajarlos al 50 y ahora dejarlos seguramente en el 15% como si se tratara de una subasta callejera, Trump piensa que la OTAN no tiene mucho futuro a menos que los aliados paguen a partir de ahora más hasta incrementar en un 5% su presupuesto militar. Quien paga manda y se ha terminado eso de que el primer pagador sea Washington, les ha dicho a los países de la Alianza Atlántica y en particular a Pedro Sánchez, convertido en su bestia negra con gran satisfacción del primer ministro español por los réditos electorales que puede generar en casa. Y ahora para Sánchez todo voto es fundamental.
Con China, que es su mayor amenaza, empezó también preparando una guerra comercial jamás vista antes y ahora ha rebajado el ruido. Tendrá que llegar tarde o temprano a un acuerdo, al igual que con Japón.
Trump acaba de anunciar que se marcha de la UNESCO, la agencia de las Naciones Unidas para la cultura, la ciencia y la educación, por discrepar frontalmente con su política, según él, ideologizada. Antes lo había hecho con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y es previsible que la haga con la otra agencia de la ONU dedicada a la Agricultura y la Alimentación (FAO). Ese fue el camino que siguió el presidente Ronald Reagan y que luego fue corregido por sus sucesores.
Trump jamás ha creído en la utilidad de la ONU. Acaba de nombrar como embajador a quien fuera consejero de seguridad nacional tras un fallo con un periodista. No apoya el multilateralismo, su movimiento MAGA es fiel reflejo de ello. Es bastante más aislacionista que antecesores suyos como Ronald Reagan y George Bush hijo. De la UNESCO sostiene que tiene una política antijudía. Por esa razón también ordenó la congelación de fondos a la agencia de refugiados y en casa ha dado un recorte mortal a la ayuda internacional para el desarrollo. No cree mucho en la educación o la cultura. Se ha enfrascado en una batalla contra la universidad de Harvard cortando subvenciones para impedir que estudien allí estudiantes extranjeros. El caso lo ha llevado la universidad a los tribunales.
En los siete meses que lleva de mandato no ha parado de dar sobresaltos con el comercio, de llenar titulares, de estar cambiando políticas, como si fuera una transacción inmobiliaria, o de enfrentarse con algunos jueces por su masiva deportación de ilegales. Aupando o despidiendo a colaboradores como ya ocurrió en su primer mandato (2017-2021). Ha terminado bruscamente su idilio con el magnate Elon Musk, uña y carne suyos hasta hace poco. Musk, el hombre más rico del mundo, lo tilda ahora de superficial e incluso baraja crear un nuevo partido. Su ex amigo ha tildado de “estúpida” tal idea. Tal vez los bandazos como en su etapa anterior ocurren con algo más de moderación gracias a su nueva jefa de gabinete, Susie Wiles, una mujer en la sombra que calma sus explosiones de ira. Todo ello está trastornando en especial a las cancillerías europeas, que le tienen miedo. Al fin y al cabo, no es el mandatario de Tombuctú, sino el líder de la primera potencia mundial con permiso de China.
Es por ello que resulta chistoso que exista un movimiento dentro de la propia sociedad americana que sugiera proponer el Nobel de la Paz para el actual presidente. Sería aún más polémico que cuando Henry Kissinger y Le Duc Tho lo obtuvieron en 1973 como cerebros del final de la guerra de Vietnam suscrito en un céntrico hotel de París. Pero todo es posible. Tratándose de Trump sería un espectáculo. Escandaloso, polémico, pero finalmente un espectáculo. Verlo recoger el premio con gesto altivo e infatuado y vanagloriarse de que con él Estados Unidos ha empezado una nueva era brillante sería hasta cómico. Poco importa que sea verdad. De hecho, apenas un 40% se siente identificado con él siete meses después de llegar al Despacho Oval y su posible implicación en una eventual lista de clientes del suicidado pederasta Jeffrey Epstein puede pasarle factura. Está ya en guerra abierta con The Wall Street Journal.No pocos de sus fieles seguidores considerarían que con la obtención del Nobel se habría hecho justicia y que sería un digno galardonado. Sin embargo, unos muchísimos más pensarían que los doctos miembros del comité noruego habrían perdido el juicio en esta ocasión.