Contra la madrileñofobia veraniega
«El madrileño, lejos de ser el invasor prepotente que algunos caricaturizan, suele ser un viajero consciente y respetuoso»

Una playa española.
Para un servidor siempre será un honor recordar que mi primera novela me la presentó en Madrid Alfonso J. Ussía, tan buen escritor como persona, humilde como sólo lo son los buenos de verdad. De apariencia tímida y reservada, pero valiente en la escritura y en la defensa de sus valores. Este sábado pasado, como todos, leí su columna en el ABC de título Desmontando la madrileñofobia, gerundio woodyallenesco y ahora de Alfonso, y que coge todo el sentido del mundo que ambos lo utilicen, pues se parecen también en su aspecto despistado o de estar en su mundo creándolo a la imagen y semejanza de cómo les gustaría que fuera.
Y es que la «madrileñofobia», ese término que Ussía tan acertadamente desmonta, se acentúa en verano, cuando los madrileños, como cualquier otro ciudadano, buscan un respiro en las costas, montañas o pueblos de España. Pero, curiosamente, el madrileño parece cargar con un estigma especial, como si su presencia en las tierras ajenas fuera una afrenta. ¿Por qué este rechazo? ¿Por qué el turista madrileño, que sale de su ciudad con la misma ilusión que cualquier otro, se convierte en el blanco de críticas que no recaen con igual intensidad sobre el «guiri», el alemán o el japonés? Tal vez, como bien sabemos, el peor enemigo de un español es otro español.
El madrileño, lejos de ser el invasor prepotente que algunos caricaturizan, suele ser un viajero consciente, respetuoso y, sobre todo, agradecido. Quien vive en Madrid conoce el valor del esfuerzo. La capital, con su ritmo vertiginoso, su densidad y su exigencia, forja a personas que saben lo que significa trabajar duro para ganarse la vida. Y esa conciencia se traslada a sus vacaciones. Cuando un madrileño llega a un chiringuito en Cádiz, a una casa rural en Asturias o a un hotel en Mallorca, no solo busca disfrutar, sino que valora el trabajo de quienes hacen posible ese disfrute: el camarero que sirve la caña con una sonrisa, la limpiadora que mantiene impecable la habitación, el pescador que provee el producto fresco. El madrileño no da por sentado el servicio, lo aprecia porque sabe lo que cuesta.
¿Por qué, entonces, se le señala? Quizás porque el madrileño, como cualquier otro español, lleva consigo una identidad marcada, una forma de hablar, de moverse, de reír, que puede chocar con la sensibilidad local. Pero, ¿acaso no es eso parte de la riqueza de España? La diversidad de acentos, costumbres y perspectivas es lo que hace de este país un mosaico único. Criticar al madrileño por ser madrileño es tan absurdo como criticar al andaluz por su gracejo o al gallego por su retranca. Cada uno aporta algo al conjunto, y el madrileño, con su carácter cosmopolita pero arraigado, no es una excepción.
El madrileño es un turista que se adapta, que respeta las tradiciones locales, que se interesa por la cultura del lugar. No es raro ver a madrileños en un festival de pueblo, aplaudiendo una jota o aprendiendo a bailar una sardana con más entusiasmo que destreza. Son los primeros en probar el plato típico, en preguntar por la historia de un castillo o en maravillarse con un atardecer que, para los locales, es solo rutina. Y lo hacen con una humildad que desmiente los tópicos. No llegan con aires de superioridad, sino con ganas de desconectar, de compartir y de aprender.
Además, el madrileño es un turista que gasta, y eso no es baladí. En un país donde el turismo es motor económico, los madrileños contribuyen generosamente a las arcas de bares, restaurantes, hoteles y comercios. Saben que sus euros sostienen empleos y familias. Y no lo hacen con condescendencia, sino con la naturalidad de quien entiende que el intercambio es mutuo: ellos disfrutan de su descanso, y los locales prosperan con su visita. Es un pacto tácito que beneficia a todos, pero que parece olvidarse cuando se desata la «madrileñofobia».
Hagamos un ejercicio de empatía. Imaginemos al madrileño medio, agotado tras un año de trabajo en una ciudad que no para, soñando con sus dos semanas de verano. Hace la maleta, reserva el alojamiento con ilusión y llega a su destino con la esperanza de recargar energías. ¿Merece ser recibido con recelo sólo por venir de dónde viene? ¿No es, acaso, un español más, con sus virtudes y defectos, buscando lo mismo que todos: un momento de paz, un paisaje nuevo, una cerveza fría? La «madrileñofobia» no sólo es injusta; es absurda. Porque el madrileño no es el problema. El problema es la incapacidad de vernos como un todo, como un país diverso, pero unido.
En su columna, Ussía nos invita a desmontar prejuicios, y no puedo estar más de acuerdo. El madrileño no es más ni menos que cualquier otro. Es un viajero que, como todos, lleva consigo sus manías, sus virtudes y su deseo de disfrutar. Critiquémosle, si acaso, por lo que hace, no por de dónde viene. Y, sobre todo, recordemos que el verano es para compartir, para celebrar lo que nos une. Dejemos la «madrileñofobia» en el cajón de los tópicos caducos y abramos la puerta al turista, sea de donde sea, con la hospitalidad que España siempre ha presumido de ofrecer. Porque, al final, el madrileño, como el gallego, el valenciano o el extremeño, no es más que un español buscando su lugar bajo el sol.