Rosalía, Bardem y el deber de callar (o no) ante las injusticias
«El problema no es que hablen o callen. El problema es que creemos que deben hacerlo porque tienen seguidores»

La cantante Rosalía durante un concierto. | M. Dylan (Europa Press)
En el nuevo tribunal de la moral, las insaciables e inquisidoras redes sociales, hay una nueva sospechosa: se llama Rosalía y no ha dicho nada –al menos eso se le reprocha– sobre la invasión de Gaza. Ni una palabra, ni una ‘story’, ni una flor para los muertos. Pecado de omisión. La acusación es sencilla: «Con el altavoz que tiene, ¿por qué no se posiciona?». Y la sospecha está servida: ¿será que no le importa? ¿Será que teme perder público? ¿Será que es cómplice, por callar ante los crímenes de guerra?
Frente a ella, aparece la figura de Javier Bardem, que desde hace años habla alto, claro y sin temor, ya sea en los Goya, en Cannes o ante el Senado. Lo hizo con Irak, con Palestina, con el Sáhara. Su voz es atronadora, propia de un artista comprometido, aunque en él sorprenden los tiempos: fue primero, en casa, muy crítico con Israel, mientras no parecía mojarse en ese tema cuando comenzaba su meteórica carrera en Hollywood. Ahora, con un Oscar en el bolsillo y las acusaciones de genocidio flotando en el ambiente internacional, ha salido del armario en programas tan populares como The view: «Lo importante es no perder nuestra humanidad», clamaba entre llamadas al fin del genocidio gazatí. Además, en el tema saharaui ha firmado una petición contra el rodaje de La Odisea de Christopher Nolan en Dajla, ciudad que considera ocupada por los marroquíes. Sin embargo, el actor no criticó al Gobierno cuando Pedro Sánchez cambió la política exterior y apoyó al régimen de Mohamed VI en su idea de autonomía para el Sáhara Occidental. Del sonoro silencio de entonces al grito actual de boicot media un abismo.
Pero, ¿de verdad los artistas deben darnos su opinión sobre esos temas? Lo de exigirles que hablen de política es un viejo deporte, casi una tradición. En los 60, Bob Dylan se convirtió sin quererlo en la banda sonora de los derechos civiles. Se hartó pronto. En una rueda de prensa, cuando un periodista le preguntó qué mensaje querían transmitir las letras de sus canciones, muchas de ellas consideradas himnos y por las que ganó el Nobel de Literatura, contestó con desgana: «Compro mis pantalones en Sears».
A Rosalía, que ha cantado al desamor, a las motos y al duende, ahora le piden que diga si está con Palestina, con Israel, con las víctimas, con la ONU o con la nada. Pero nadie le exigió que hablara del Congo, ni del Yemen, ni del Tigray, ni de los kurdos. Parece que hay guerras de primera y guerras invisibles, aunque los muertos no distinguen entre portadas.
La presión no es menor. Vivimos tiempos en los que el silencio se interpreta como una postura y el pronunciamiento, como un campo minado. Si hablas, corres el riesgo de simplificar lo complejo, o de ser manipulado. Si callas, te acusan de tibieza, de cobardía, o peor: de indiferencia. En todos los casos corres el peligro de ser cancelado por unos o por otros. Pero, ¿debe todo el que canta o actúa convertirse en altavoz político?
Ahí está Billie Eilish, que ha levantado la voz por Palestina. Taylor Swift, en cambio, tardó años en mencionar siquiera que votaba demócrata. Se le achacó cobardía, estrategia o cálculo. Cuando por fin se mojó, ya era tarde para algunos. Y ahora se encuentra en perpetua batalla con el presidente Donald Trump, que dice defender el free speech pero cuando alguien lo ejerce contra él pierde los papeles democráticos. ¿Y cuántos artistas negros de hip hop se han pronunciado sobre el conflicto uigur en China? ¿O cuántos actores latinos sobre los asesinatos de líderes sociales en Colombia o los feminicidios en la frontera mexicana?
El problema no es que hablen o callen. El problema es que creemos que deben hacerlo porque tienen seguidores, como si eso les diera una autoridad moral. Como si un tuit de Rosalía pudiera resolver una guerra, o como si su silencio la perpetuara. No confundamos influencia con responsabilidad. Tener millones de fans no te obliga a convertirte en experto en geopolítica.
Hay artistas cuya obra y vida están ligadas al compromiso político: Víctor Jara, Mercedes Sosa, Patti Smith, Roger Waters. Fue su elección. Pero también los hay que, con toda honestidad, prefieren guardar silencio o hablar solo a través del arte. Es legítimo. No todos quieren ser portavoces de causas, perdidas o con posibilidades de ser ganadas. No todos están preparados.
Jane Fonda eligió el activismo y pagó su precio. En 1972, tras fotografiarse junto a soldados norvietnamitas en plena guerra de Vietnam, fue tachada de traidora por medio país. Todavía hoy hay veteranos que no le perdonan aquella imagen con el cañón antiaéreo. La actriz, con los años, pidió disculpas por la foto, pero no por la causa. La foto, dijo, fue un error. El activismo, no. Esa es otra trinchera, también respetable, pero no exenta de riesgo. Javier Bardem ha escogido una. Rosalía, otra. Uno grita con una pancarta, la otra canta y baila a su aire. Y aunque a algunos les incomode, no todo el que brilla con un foco tiene que ser faro.
Porque si de verdad quisiéramos coherencia, antes de exigir posicionamientos, tendríamos que repasar nuestras propias contradicciones: ¿cuántos de los que hoy claman por Gaza están dispuestos a dejar de usar sus teléfonos móviles hechos con coltán del Congo, cuya extracción ha generado una violencia brutal?
Callar también es una forma de decir. A veces, incluso, de respetar.