The Objective
Contraluz

Sánchez contra la república

La corrupción de verdad es la política, la que se desvía del bien común, razón de ser de nuestro sistema político

Sánchez contra la república

Ilustración de Alejandra Svriz.

«La belleza -decía Francis Bacon- es como la fruta de verano, se corrompe fácil y nunca dura mucho». El verano es la época del calor, de las obras y de valorar el curso político, que es todo lo mismo que decir de la corrupción.

Y aunque nuestra conversación pública diste mucho de ser bella, sí que en algo se va pareciendo a la práctica de la horticultura. Palpamos cada día el fruto maduro del gobierno, comprobamos su sazón, descubrimos una nueva mancha en su piel que nos avisa de la podredumbre que esconde en su interior. Y exclamamos cada poco: «Ya tiene que caer».

Pero no cae, sostenido por todos aquellos que creen que todo lo que se haga ahora estará justificado en lo que, si no, podría venir después. O sea, lo contrario de aquello de Camus: en democracia, son los medios los que justifican el fin.

Y ello incluye, por supuesto, a la corrupción. A muchos les ha faltado tiempo para considerarla como cosa inevitable y muy humana. Le quitan hierro al asunto, alegando que todos los gobiernos la han padecido. Aseguran incluso que ha sido «sistémica» en España. Especialmente en España, quieren decir.

Pero hay otra manera de ver la corrupción, más antigua, profunda y, creo yo, más adecuada para entender nuestro presente. Proviene de la antigüedad clásica y sobre ella se funda buena parte de nuestro pensamiento político.

«Para la antigüedad clásica, la corrupción significaba la degradación de una forma de gobierno»

Para Platón, Aristóteles o Polibio -autores muy poco recomendables para un artículo de periódico- la corrupción no se refería simplemente a la obtención de ventajas indebidas o beneficios ilícitos. Esta era tan habitual que Benedetto Croce recomendaba a los historiadores no hacerle mucho caso, pues «hombres políticos poco escrupulosos y poco dignos, administradores fraudulentos, empleados desleales o venales, o pequeñas y grandes rapiñas son cosa de todos los tiempos y de todos los países».

Para la antigüedad clásica, la corrupción significaba algo mucho más importante: la degradación de una forma de gobierno que, en el límite, podía llevar a su fin. ¿Cuándo se corrompía la vida política? En el momento en que la búsqueda del bien común, la razón de ser de todo régimen político (el koinon de los griegos, la res pública de los latinos) se desviaba hacia lo propio y lo particular (el idion, de donde proviene nuestra palabra «idiotez»).

Y fíjese, paciente lector, a qué conclusión tan histórica y filológicamente exacta hemos llegado: Pedro Sánchez, lejos de ser republicano, es un gran idiota.

Porque ¿acaso no es esta la más exacta descripción de los últimos años de nuestro Gobierno, en donde casi cada decisión, reforma e institución han sido puestas al servicio de la lucha partidista, a la mera continuidad del presidente, al beneficio de sus socios, es decir, al bien propio y particular? Tómese la medida que se quiera. La Ley de Amnistía. La compra de Talgo. La reforma del Código Penal. El asilo de menores migrantes. Las fusiones bancarias. Las encuestas del CIS. O la programación de Radio Televisión Española. Es el triunfo del idion. Y la prueba de la degradación de nuestra democracia.

«La verdadera corrupción está el preámbulo de la Ley de Amnistía o en la nueva financiación autonómica»

No son, por tanto, los Koldo, los Montoro o las Leire Díez quienes han de preocuparnos, son Bolaños o Puigdemont. La verdadera corrupción no la encontramos en el túnel de Belate, en la «caja B» del Partido Popular, ni mucho menos en la cama de Ábalos, sino en el preámbulo de la ley de amnistía, en la inquietante propuesta de Reforma Judicial o en la nueva financiación autonómica.

No la corrupción ilícita, sino la política, la que precisamente por ser legal y, peor aún, apoyada por gran parte de la ciudadanía, va desviando irremediablemente la razón de ser de nuestro sistema político. Lo dijo también Maquiavelo, «la república es más infeliz cuanto más distante está de su buena constitución».

Quizás a muchos todo esto les parezca un poco exagerado. ¿Acaso no sigue funcionando el país? ¿No será recibido Pedro Sánchez cada semana por algún gobierno extranjero? Y podríamos responderles de nuevo con Polibio, quien, en exacta descripción de nuestros populismos, avisaba de que el Estado podía mantener su aspecto exterior mientras era vaciado por dentro, «como hace el orín con el hierro, o la carcoma a la madera».

Los historiadores romanos se desgañitaron durante siglos (sin mucho éxito, todo sea dicho) para advertir sobre el fin de la república. Viendo lo que sucede en todo el mundo -y no solo con nuestras tristes disputas domésticas- vamos a necesitar de todos los cicerones y tácitos posibles. Quizás así quitar la razón a Francis Bacon con aquello mucho más verdadero de Juan Ramón Jiménez: «Bello es lo que el tiempo no vuelve vulgar».

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