The Objective
Hastío y estío

Montse Tomé abandona la silla eléctrica

«Ninguna jugadora le ha dicho adiós públicamente; ni un tuit, ni una historia en Instagram. Qué elegancia, qué gratitud»

Montse Tomé abandona la silla eléctrica

La exseleccionadora del fútbol femenino español, Montse Tomé. | Marcio Machado (Zuma Press)

En un giro que nadie vio venir, o que todos preveíamos, dependiendo de lo cínico que se sea: la Federación Española de Fútbol ha decidido no renovar el contrato de Montse Tomé como seleccionadora de la absoluta femenina. Así lo anunciaron este lunes, dejando a la asturiana en la puerta de salida cuando su vínculo concluía el 31 de agosto. Qué lástima, ¿verdad? O no tanto, si consideramos que el banquillo de esta selección se ha convertido en una suerte de silla eléctrica, donde cada ocupante acaba frito por las descargas de un vestuario perpetuamente irascible.

Permítanme comenzar con un elogio merecido a Montse Tomé, porque en estos tiempos donde se teme decir lo que se piensa, si la consecuencia es que una horda furibunda trate de machacarte si no coincide con la suya, un servidor necesitaba decirlo: hizo un trabajo admirable. Heredó un equipo campeón del mundo, sí, pero también un polvorín de egos desmedidos y rencores acumulados tras el escándalo Rubiales-Vilda. Bajo su mando ganaron la Nations League y se colgaron la plata en la Eurocopa, y mantuvieron un nivel competitivo que muchas envidiarían. No ganó el oro olímpico, cierto, pero ¿quién podría haberlo conseguido en un ciclo tan convulso? Tomé demostró temple, visión táctica y, sobre todo, una independencia que, al parecer, es pecado mortal.

 Y es que trabajar en contra de la voluntad de las jugadoras debe ser como dirigir una orquesta donde los músicos te miran con ganas de lanzarte los instrumentos a la cabeza. Recordemos que Tomé no era la opción preferida del vestuario. Llegó como sucesora de Jorge Vilda, aquel que fue defenestrado en medio de un motín colectivo tras el beso no consentido de Rubiales. Vilda, con sus defectos, había llevado al equipo a la gloria mundialista, pero las jugadoras lo echaron a los lobos con una campaña de presión que haría palidecer a cualquier lobby político. Tomé, su asistente, asumió el cargo de una manera temporal que se volvió permanente, pero nunca fue perdonada por no unirse al coro de denuncias. Su pecado original: la independencia. No se plegó al dogma del grupo, y eso, en un colectivo donde la lealtad se mide por la sumisión al consenso imperante, es imperdonable.

No olvidemos el episodio de Jenni Hermoso. Tomé tuvo el atrevimiento, o la sensatez, según se mire, de no convocarla para la última Eurocopa. Hermoso, esa futbolista conocida por sus exageraciones dramáticas, tanto en el campo como sobre todo fuera de él, quedó fuera por «razones deportivas», según la versión oficial. Pero todos sabemos que hay más: rencillas pasadas, egos chocando como placas tectónicas. Hermoso, protagonista involuntaria del escándalo que acabó con Rubiales, ha cultivado una imagen de mártir que no siempre casa con la realidad. Tomé optó por prescindir de ella, priorizando el equilibrio del equipo sobre el ruido mediático. ¿Resultado? Un valiosísimo subcampeonato. Pero claro, en esta selección, el mérito no se mide por trofeos, sino por cuán fiel seas al guion de la victimización perpetua.

Aguantar en esa silla eléctrica tiene un mérito colosal. Imagínense: un puesto donde las jugadoras parecen estar siempre enfadadas con el mundo, con la federación, con los entrenadores y, sobre todo, con quien osa organizar el caos que llevan dentro. Es como intentar domar a un huracán con un paraguas. Tomé lo hizo durante dos años, resistiendo presiones, filtraciones y ese silencio sepulcral del vestuario que, incluso en su despedida, retumba por todos los lados. Ninguna jugadora le ha dicho adiós públicamente; ni un tuit, ni una historia en Instagram. Qué elegancia, qué gratitud. Ella, en cambio, se va «feliz y en paz», según su comunicado. Una lección de clase en medio del vendaval.

Es una pena, que esa amargura crónica que parecen sufrir no las deje disfrutar de dedicarse a lo que les gusta. Han conseguido lo impensable: un Mundial, una Nations League, y una plata europea. Son las reinas del fútbol femenino, pero actúan como si el mundo les debiera una disculpa eterna. Ese caos interno, ese ruido constante en sus cabezas, distorsiona la melodía de sus logros. Ojalá algún día se quiten esa carga, respiren hondo y sólo bailen al ritmo de sus victorias. Pero no parece cercano que desaparezca la distorsión; al contrario, cada cambio de entrenador la hace más atronadora.

Supongo que tras leer esto habrá quien diga que mi opinión se debe al machismo. Sólo las estoy tratando de la misma manera que haría con un equipo masculino que hiciera lo mismo. Si hay un equipo al que exijo y le aprieto las clavijas es a mi querido Real Zaragoza, y que yo sepa pertenece a la Segunda División de la liga masculina de fútbol. El año pasado por estas fechas ya intentaron echarme a esa hoguera virtual de las redes sociales donde queman a los herejes a golpe de hashtag. Sería lógico que repitieran su modus operandi: intentar silenciar a quien no les baila el agua. Mientras tanto, un servidor seguirá disfrutando con la paz, el compañerismo y el buen hacer que transmiten las selecciones femeninas de waterpolo, baloncesto o balonmano, por decir unos casos. O de Carolina Marín, Sandra Sánchez o Gisela Pulido. Porque en la humildad de deportes como el bádminton, el karate, o el kitesurf, se sublima el talento y el trabajo de nuestras deportistas. Porque donde no está el foco es donde se suele dar el deslumbramiento.

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