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Opinión

Georgina Rodríguez: la señora de los anillos

«¿Estamos ante un gesto romántico o ante un obsceno gesto de riqueza? ¿Amor o puro marketing emocional?»

Georgina Rodríguez: la señora de los anillos

Cristiano Ronaldo y Georgina Rodríguez.

No creo que Georgina Rodríguez haya leído a Tolkien. Es más, no creo que haya perdido doce horas de su vida para ver la versión extendida de El señor de los anillos. Bueno, si me apuran, ni la versión corta. Lo más probable es que si le preguntáramos por Sauron, contestaría que desconoce esa marca de ropa. Pero ahí está ella, en sus redes y en todos los programas de salseo nacional, presumiendo del anillo de compromiso que le ha regalado su amorcito, Cristiano Ronaldo.

«Un anillo para gobernarlos a todos». No olvidemos la cita, aunque a la pareja le suele a chino. La joya de marras está valorada entre siete y diez millones de euros, que el futbolista le ha regalado a la que fuera vendedora de bolsos y actual coleccionista de complementos, como si el amor fuera una subasta silenciosa.

El anillo, de dimensiones insultantes y con un brillo que compite con el ego de sus propietarios, ha sido mostrada como quien muestra un trofeo más. Y es que no es otra cosa: todo parece un espectáculo kitsch, un reality show de piedras preciosas y afecto manufacturado. ¿Estamos ante un gesto romántico o ante un obsceno gesto de riqueza? ¿Amor o puro marketing emocional? Es probable que nos quieran vender la respuesta en un episodio de ese egotrip que Netflix intenta vendernos como docureality.

A muchos les viene a la cabeza Elizabeth Taylor y su legendario diamante Krupp, regalo de Richard Burton, símbolo de una relación tan excesiva como genuina. Taylor no necesitaba justificar el exceso: era una actriz portentosa, puro talento ante la cámara, dueña de una personalidad arrolladora. Una diva con vida propia y una voz que no pedía permiso. Retumban en nuestra memoria sus discursos contra la homofobia, contra la discriminación de los enfermos de sida, su lucha en favor del matrimonio igualitario en una época en que eso sonaba a sacrilegio.

En cambio, Georgina… Georgina es otra cosa. Es influencer de sí misma, empresaria de su imagen, curadora de vitrinas de lujo. Si Taylor llenaba la pantalla, Georgina llena sus stories. Si Liz representaba el poderío de una mujer que elegía amar, Georgina representa la mercancía sentimental envuelta en filtros de Instagram. Nadie espera de ella una frase memorable, solo que siga posando bien. O que sufra ataques de ansiedad cuando se ve obligada a viajar en clase turista.

Y luego está Ronaldo. Ya no es aquel joven de Madeira que corría como si la pobreza le pisara los talones. Aquel chaval con brackets, lágrimas sinceras y una humildad aún sin domar por el mármol de los vestuarios de élite. No era guapo, pero era auténtico. Hoy, Cristiano parece una estatua de sí mismo, esculpida en clínicas de estética y construida a base de abdominales y relojes de oro. No es que fuera feo, solo era pobre. Lo cual demuestra que cualquiera puede ser un sex symbol si se lo puede permitir. Junto a él, Georgina funciona como el complemento ideal para un relato donde el amor ha sido reemplazado por el postureo, por él. Se les ve enamorados, sí, pero también perfectamente conscientes de que cada paso juntos es contenido para las redes sociales, y cada regalo una oportunidad para vender un titular de cuento. A lo Cenicienta, pero en versión hortera.

El anillo, en este contexto, deja de ser un símbolo de intimidad para convertirse en una notificación pública. No representa un «te elijo», sino un «mira lo que tengo». No es una promesa, es un escaparate. En lugar de poesía, lujo. En lugar de carta manuscrita, joyería de autor. Se exhibe con la misma lógica con la que se exhibe un jet o un bolso de edición limitada: no por lo que significa, sino por lo que cuesta. El amor como producto premium, con engagement—del emocional y del digital— garantizado.

Lo que inquieta es que este anillo no se cuenta, se monetiza por los millones de seguidores que regalan likes aborregados. Lo que asusta es que esto no es excepcional, sino ya la norma. Las grandes declaraciones de amor ahora se hacen desde la óptica del ‘influencer’: cuanto más grande, más válido. Cuanto más caro, más verdadero. Se invierte más en el envoltorio que en el vínculo. Ronaldo puede amar a Georgina, claro que sí, pero la duda legítima es si está enamorado de ella o de la vida que representa. De la novia perfecta que confirma que él ha ganado, otra vez.

Georgina volverá a mostrar el anillo, no hay duda. Y lo hará como lo hace todo: con control de ángulo, iluminación estratégica y una sonrisa congelada en la exacta medida de lo aspiracional. Porque en esta historia de amor, el anillo no es el clímax, es solo otro capítulo: tan brillante como vacío. El amor, en tiempos de diamantes de dos dígitos, ha dejado de ser un misterio para convertirse en una notificación de lujo. Y si alguna vez hubo algo verdadero entre tanto oro, se ha perdido entre flashes, seguidores y un algoritmo que no entiende de intimidad. ¿Dónde quedó ese dicho popular que aseguraba que con «pan y vino se anda el camino»? A saber.

P.D. No puedo quitarme de encima la imagen de Georgina acariciando su anillo murmurando «¡Mi tesoro!». Ains.

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