The Objective
Opinión

Los Reyes, de incógnito; don Juan Carlos, en el destierro

Y don Felipe que no puede estar en los incendios

Los Reyes, de incógnito; don Juan Carlos, en el destierro

Ilustración de Alejandra Svriz.

Aviso a los navegantes de Zarzuela convertidos en soplones de los jefes: no por ser monárquico me tiene que parecer bien todo lo que hace la corona. Es más, «casi» todo me parece bien. Pero alguna cosa me rechina. Voy al caso: algún día —digo yo— nos tendrá que informar este maldito Gobierno y la Casa Real de cómo van a encarar los últimos años —se supone— del rey don Juan Carlos en el destierro, o exilio como gusten llamarlo.

Eso, admitiendo que puede ocurrir que la naturaleza se encabrite y acabe con la vida del Monarca. En cualquier Estado decente —este de Sánchez no lo es, desde luego— los planes más secretos de la Gobernación del país no se suelen revelar, pero éste, el último asentamiento vital del rey más duradero, no es tal. La nación, que reaccionó con total indiferencia, cuando no con aplausos, al inicial exilio, continúa en su línea, sin exigir explicación alguna del porqué y cómo se articuló esa operación.

El silencio estruendoso de los dos palacios, Zarzuela y Moncloa, no ha evitado, sin embargo, que ya se conozcan ciertos y descriptivos detalles sobre quiénes urdieron la expulsión de España, una pesadilla que está durando —los hemos cumplido la semana pasada— cinco años.

El republicano confeso Sánchez se lo ordenó a la entonces vicepresidenta, Carmen Calvo (hoy presidenta del Consejo de Estado, nada menos), y Jaime Alfonsín, a la sazón jefe de la Casa, se tragó el zarpazo sin, dicho sea de paso, ejercer una seria oposición en el trance, ni expresar ningún lamento público que se sepa. ¿Por qué? Quizá porque el hijo de su padre también estaba por la labor del exilio.

Y ahora estamos en esas. Con un rey preparando la exposición pública de las memorias que le ha escrito Laurence Debray, pero agotándose en Oriente —salvas sean sus visitas casi furtivas a Sanxenxo— bajo la vigilancia extrema de un Gobierno que tiene por la Monarquía en general, y por don Juan Carlos en particular, similar afección a la que puede acumular el orondo Laporta por el Real Madrid.

Un Rey al que, con seguridad, el Gobierno está impidiendo su presencia en uno de los cientos de incendios de España para que no se note la falta clamorosa del presidente del Gobierno. Así estamos, y al parecer estaremos un dilatado tiempo más. Aunque sea de aquí a principios de noviembre —en efecto— cuando el Rey desterrado ya ha hecho saber que quiere estar de cuerpo presente en la presentación de su biografía: 20 millones del ala para Él.

Como encima lo que se susurra es que el libro no está redactado con paños calientes, el miedo ya anida en los dos referidos palacios. La pregunta es: ¿va a dejar este presidente infame que don Juan Carlos aparezca por España para otro menester que no sea la navegación festiva en el velero de su amigo Campos? Lo dudamos.

Algún viajante que dice conocer las intenciones del soberano sugiere que lo que más le puede apetecer a Él son dos cosas: la primera, despedirse de la Nación a la que tanto quiso y que tan mal le ha tratado. La segunda, situar a cada quien en su debido orden. O sea: una bomba de Trump más o menos.

El verano corre, ese acontecimiento se prepara y, en esta situación, el Rey Don Juan Carlos se aburre en el riquísimo Oriente, mientras el Hijo, Don Felipe, se encuentra ahora —así hay que decirlo— en paradero desconocido. Durante años, nuestro antiguo rey fijó en Palma de Mallorca el lugar de su veraneo. Allí encontraba lo mejor para su descanso.

Ahora, el estío ha cambiado y los Reyes cumplen con extremada oficialidad sus compromisos en la Isla y luego salen disparados. ¿La razón? Pues que, al parecer, a la Reina y a alguna de sus dos hijas Palma le parece un sitio tedioso.

Alguna vez, ya hace años, los Reyes eligieron para su fuga incógnita por los mares la compañía de algún personaje ya en los tribunales. Se supo de aquel episodio y toda España calló. Ni las gracias por ello porque, según dejó dicho Sabino Fernández Campo: «Los Reyes no reconocen ningún servicio». Tendría razón si lo decía él.

Otros agostos han saltado subrepticiamente sobre las islas griegas, y aún es posible que esta vez estén cumpliendo con este idéntico destino. ¿A los españoles nos parecen bien estas vacaciones no se sabe dónde? Pues creo que a los nacionales de este país, ya curados de espanto ante las fechorías que diariamente perpetra el nefasto Gobierno, les importa un bledo esta circunstancia.

A nosotros, los que a diario nos ocupamos del estado de cosas en nuestra nación, esta desaparición agosteña nos preocupa y nos disgusta. Y escribo esta apreciación en la certeza de que a los presuntos receptores les traerá directamente por una higa.

Es curioso —a lo mejor yerro— que la Casa Real y la del Rey, que han realizado una magnífica labor de orfebrería con las estancias de la Princesa de Asturias en dos academias militares, no hayan echado un par de tardes a resolver (y contar) los dos asuntos que tenemos pendientes de descifrar: ¿Qué se prepara para que la próxima ancianidad de don Juan Carlos, y su muerte inevitable, no nos coja en calzoncillos?

¿Y cuándo se va a dar cuenta quien corresponda de que el jefe de Estado de una nación civilizada y democrática no se puede marchar de naja diciendo a sus súbditos: «Vuelvo en veinte días»? Eso no resulta aceptable.

Ya sé que los Reyes no son como mis hijas, que afortunadamente ya no le tienen que decir a sus maridos por dónde echan el cuerpo, pero vamos a ver, ciñéndonos a la más estricta actualidad: ¿está preparando algo Felipe VI, por ejemplo, para no tener que adosarse el próximo 5 de septiembre a las figuras de un fiscal general indecente, a punto de entrar en el trullo, y de un ministro falsario, a punto también de reventar toda la Justicia española?

Personalmente, no me gusta un Reino con un Monarca desaparecido y otro que lo fue durante decenas de años, desterrado entre palmeras y arenas desérticas. Con perdón de un monárquico que lo va a seguir siendo. Aunque Sánchez ponga a nuestro Rey —como hizo con su padre— de patitas en la calle. No se sabe si con perfecto conocimiento de La Zarzuela.

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