The Objective
Opinión

La antipolítica y la corrupción en la era de la estupidez

«La expansión de la estupidez erosiona las bases mismas de la vida política»

La antipolítica y la corrupción en la era de la estupidez

Cuadernos FAES

He oído decir que vosotros, los atenienses, sois hábiles en robar los fondos públicos –le decía Quirísofo a Jenofonte–, a pesar de que el ladrón corre un grandísimo peligro y, además, que son éstos los mejores, si es cierto que los mejores son considerados dignos de mandar”. ¿Quién podría negar la actualidad a estas palabras de la Anábasis escritas hace más de 2300 años? Hasta tal punto es la corrupción un problema habitual en las democracias liberales actuales que Richter (1990) no dudó en afirmar que es un elemento esencial y, de hecho, indispensable para el gobierno y el mantenimiento del orden en la sociedad. Afirmaba que quien quiere gobernar, debe corromper y que la interacción entre el arte de corromper (ars corrumpendi) y la voluntad de los corruptos crea y mantiene el orden. A fin de cuentas, concluía, las prácticas corruptas son parte del repertorio de comportamiento de los poderosos.

Para Anne Applebaum (2024), la tolerancia que las democracias han mostrado hacia las prácticas corruptas extranjeras ha hecho que los autócratas tengan hoy oportunidades de enriquecerse con las que no podían soñar hace tan solo unas décadas. A esto ha de añadirse que en estas autocracias los corruptos no necesitan ya esforzarse en disimular, no precisan presentarse ante sus ciudadanos como modelos de virtud. En lugar de esforzarse en que las mentiras parezcan ciertas, se busca generar desesperanza y cinismo, en definitiva, nihilismo, a través de una “manguera de falsedades” que los ciudadanos acaban viviendo como una situación normal.

Pareciera, a tenor de los constantes escándalos de corrupción que aparecen también en las democracias, que esa tolerancia se ha implantado igualmente en el interior de estas. Y si bien por las palabras de Quirísofo podemos deducir que el fenómeno de la corrupción y la cleptocracia no es fenómeno de hogaño, lo que sí sorprende es el cinismo con el que, aparentemente, los ciudadanos aceptan la situación, llegando a estar dispuestos a perdonar la corrupción. Al menos siempre que sea de los nuestros: nuestros líderes son malos, pero los de los otros son peores.

Esto hace que actúe el político con cierto desdén hacia la opinión pública, no dándosele una higa lo que piense la población de su comportamiento, que puede llegar a ser, como se ha visto recientemente en el caso de algunos políticos en España, sórdido además de chabacano. Discursos y acciones, que serían más para aconsejar la discreción y el disimulo, se llevan a cabo abiertamente y sin pudor. Y si puede decirse que es obscenidad sacar a la luz y poner a la vista aquello que los demás ni desean ni esperan ver, resulta que ese proceder no es obsceno puesto que, con simétrico desdén, al ciudadano no le importa en absoluto verlo, tal vez porque anhele secretamente (o ya sin secretismo alguno) pasar a engrosar las filas de los que han sabido y logrado corromperse.

¿Qué límites, qué barreras, qué parapeto, qué impedimento, qué oposición será bastante para evitar que quien goza de poder acabe por corromperse –haciendo, de paso, verdadera la advertencia de Lord Acton– si en nada se estima la buena opinión ajena? Es un problema muy serio que la estima de esa buena opinión de los otros, que Pettit llama “mano intangible”, desaparezca o sea debilitada. Si se enseñorea la indiferencia hacia esta, bien pudiera suceder que quedara eliminada la última de las bardas que frenan el abuso de poder.

Igualmente ocurre si esta buena opinión ajena consiste en ser admirado por el crimen o la ausencia de virtud (que se manifiesta en la persecución de los intereses personales a expensas o en contra del bien común), de modo que se admire a quien escapa de la norma moral, vista, entonces, como carente de fundamento o subjetiva. Podrá hablarse, si este es el caso, del triunfo de la antipolítica, que, como se mostrará, no es otra cosa que el resultado de la imposición de la estupidez como criterio y guía de la acción.

Para Frankfurt (2009), es la esencia misma de la estupidez la dificultad para relacionarse con la realidad, y advertía Bonheffer (2010) que cuando los hechos son irrefutables, la persona estúpida sencillamente los deja de lado como inconsecuentes o incidentales. Coincide con Cipolla (2019) en que el estúpido es la persona más peligrosa del mundo, más aún que el malvado, ya que su contacto lleva tanto a él como a la persona con la que interactúa hacia una condena compartida. Esto significa que un estúpido causa daño a otros sin beneficiarse a sí mismo, e incluso se perjudica a sí mismo en el proceso. Situación esta que se ve agravada porque, como dice Lemarquis (2020), el estúpido se atreve con todo, probablemente porque viviendo de espaldas a la realidad ignore sus propias limitaciones. Y la estupidez, avisa Aprile (2025), es una epidemia en rápida propagación de la que no puede protegernos ni siquiera un mayor conocimiento sobre ella.

Para entender cómo la antipolítica se enseñorea de la realidad social contemporánea es necesario recordad que su opuesto, la política, es ante todo acción, como decía Freund (2004); es decir, es cuestión de voluntad y de opinión. La política no depende de la certeza científica; ha de lidiar con la incertidumbre, cuyo origen está en la inerradicable libertad del ser humano, y con la contingencia, de ahí que no sea su objeto la verdad, sino la opinión que, en política, se presenta como verdad, pero por creencia y no por evidencia científica.

Los griegos creían que el fundamento de la política era la doxa, que para Platón –quien por cierto ya advertía que debía reservarse el poder sólo para quienes no estuvieran enamorados de él– era voluble y olvidadiza, al contrario que la aletheia, o verdad, que era lo contrario al olvido. Por esto, era el fundador de la Academia profundamente antidemocrático, ya que, al ser, en palabras de Tocqueville, la democracia el reino de la opinión y depender esta de los deseos y las pasiones, se alejaba del conocimiento racional de la verdad que era lo verdaderamente importante.

El único fundamento del gobierno es, para Hume, la opinión, que alcanza igual a los gobernantes más despóticos y militares que a los más populares y libres. Puesto que no hay otra forma de gobierno que la de unos pocos sobre los muchos, como desvelaba James Bryce, de la opinión, en definitiva, depende el que se mantenga o se pierda el poder. Incluso los gobernantes más autocráticos dependen de la adhesión de sus élites o de la camarilla que los sustenta. El selectorado de Bueno de Mesquita (2011), que escoge al líder, y la coalición, más restringida que lo destituye, porque necesario es no perder de vista que cualquier gobernante, por tiránico que sea, sin estar cautivo de otros, debe, no obstante, rendir cuentas a algunos pocos, si es que ya no se quiere creer, con Étienne de la Boétie, que el mando depende exclusivamente de la voluntad de obedecer de quienes a él se someten.

Entiéndese fácilmente que si se habla de opinión se está diciendo que existe más de una. Afirmar que lo que se sustenta es una opinión, implica reconocer que hay quien tiene otra diferente pero tan opinión como la nuestra. Si sólo hubiera una opinión, no sería tal o no se tendría por tal, sino por verdad incontestable, ya que todo el mundo coincidiría en ella. En ese caso ya no estaríamos hablando de política, puesto que, desde un punto de vista clásico, precisamente consiste la política, actividad propia de los seres humanos libres, en descubrir mediante el diálogo la razón pública. El diálogo deja claro que el soberano es la comunidad política en su totalidad, cuya razón se encuentra cuando pueden las opiniones de todos los ciudadanos enfrentarse públicamente, aun cuando ello pueda suponer un riesgo ya que los demagogos buscarán la exaltación de las pasiones para alcanzar sus objetivos particulares y no el bien común, objetivo último de la acción de gobierno.

«De ahí que sea tarea del político, preocupado por el bien común, dirigir, no exaltar, la opinión»

Tucídides, en relación con esto último, mostraba que, en las asambleas atenienses, las decisiones se tomaban por conflicto de opinión. Dos tesis irreconciliables a menudo se enfrentaban en equilibrio numérico, cuestionando la idea de que el demos siempre se expresaba como una mayoría orgánica. Advertía a sus conciudadanos que “os persuade el que sabe mejor hablar, y [tenéis] por más cierto lo que oís decir que lo que veis por obra, pues os dejáis vencer por palabras artificiosas”, de modo que “la ciudad obra en provecho de los otros y en daño y peligro de sí misma”. De ahí que sea tarea del político, preocupado por el bien común, dirigir, no exaltar, la opinión. Y que lo contrario, es decir, que el político se dedique a complacer a la opinión pública, sea, cuando menos impolítico, puesto que empobrece el pensamiento político, hoy ya bastante deteriorado por el triunfo del pensamiento ideológico.

Esta forma peculiar de pensamiento que fomenta y vivifica la estupidez sobrevive gracias a la necesidad interna de la época moderna, que identifica Dalmacio Negro (2000), de conocer el futuro y dominarlo. Es, para él, una forma mentis intelectualista y artificial y que, además, no piensa, al estar poseído por la utilidad en lugar de la verdad. Problematiza la relación con la realidad al afirmar que son las ideas las que crean esta, haciendo que quien llega al poder quiera alterar todo y ocasionando que quien se guía por él se encanalle al permitirle convencerse de su superioridad moral.

En esto coincide el pensamiento ideológico con la psicología del estúpido, que racionaliza su desprecio por los demás con justificaciones morales. Tiene una visión moral defectuosa, alerta Schwitzgebel (2020), a menudo auto-interesada y caracterizada por el desprecio por la gama completa de bienes humanos o aquello que no le interesa a él mismo. Carece de misericordia práctica, siendo intolerante con las imperfecciones ajenas que no reconoce en sí mismo o bien tiene razones ulteriores para pasar por alto.

Pensamiento ideológico y estupidez se refuerzan mutuamente hasta el punto de que se hace prácticamente imposible dilucidar cuál sea el auténtico motor del otro. Interesa, en cualquier caso, dejar claro que tanto si se padece de pensamiento ideológico como de estupidez, se es incapaz en gran medida de ver a los demás como personas distintivas con opiniones valiosas que, al igual que sus deseos, merecen atención y respeto. En definitiva, impide perseguir el bien común ante el que se permanece permanentemente ciego por el fulgor del interés personal.

Añádase a esto que los estúpidos tienden a ver a sus críticos como tontos o como idiotas a su vez, lo que les impide tomar la crítica en serio y aprender sobre sus propios defectos de carácter. Y es que la estupidez no la padece el estúpido, sino los demás.

Si la política, que es la ciencia de lo agible, de lo que puede realmente hacerse en el presente, y no de lo imposible por irreal y ubicado en un futuro idealista, busca el mantenimiento de un orden de la vida colectiva favorable a la justicia y al bien común, queda claro que el estúpido está incapacitado para desarrollar esa tarea. Otrosí, si el bien común es, como ha definido la teoría republicana de Pettit, Skinner o Wood, el reconocimiento intersubjetivo que se da en la práctica del autogobierno por ciudadanos que comparten preocupaciones derivadas de su vulnerabilidad común, quien sólo se ocupa de sus intereses, quien no tiene más que la capacidad de anteponer su bien particular al común, quien no puede mantener un diálogo con otros que sostienen opiniones diferentes a las suyas, quien aplica estándares a los demás que no se aplica a sí mismo (criticando los errores ajenos al tiempo que comete esos mismos errores y algunos más), quien es incapaz de sentir vergüenza por su comportamiento carente de respeto o de guía moral, quien no siente necesidad de llevar un comportamiento decoroso –puesto que el círculo de personas que considera sus pares o superiores se reduce al tiempo que se amplía el de los que considera estúpidos–, no puede alcanzarlo. Es más, el estúpido favorece, impulsa y auspicia la corrupción, forma culminante de la antipolítica.

Es el estúpido profundamente narcisista. Centrado solamente en sí mismo, carece de empatía y abusa de los demás debido a su egocentrismo, exhibe un comportamiento grandioso y una necesidad de admiración, junto con falta de empatía. La pereza intelectual y la complacencia asociadas a esta disfunción del carácter lleva al triunfo de la opinión sobre los hechos, de modo que piensa el estúpido que sus opiniones y reacciones son correctas por el simple hecho de ser suyas. Este narcisismo patológico, en palabras de Dieguez (2020), impide al estúpido adquirir los recursos mentales que le facilitarían, llegado el caso, percibir su propia condición. Esto implica que la estupidez trabaja incansablemente para defenderse a sí misma y no para ningún otro fin. De ahí lo que se ha dicho más arriba al considerar al estúpido como la persona más peligrosa del mundo.

Y si bien es verdad que la ignorancia, el autoengaño y la vista gorda, dice Salecl (2022), pueden ser útiles en la vida privada (se ha observado, por ejemplo, que las personas casadas que solo ven los rasgos buenos de sus parejas son más felices), no lo son, desde luego, en la vida pública, en la que el estúpido, que puede llegar a pasar por ser un experto (a ello contribuye, sin duda, su ego en constante expansión) es, en realidad, el experto incompetente de quien habla Desmurget (2020) que, cuanto más multiplica las evidencias incontestables de su incompetencia, más micrófonos y cámaras atrae, ocasionando el deterioro de la convivencia política, la liquidación de las instituciones, la reducción de la libertad política, la omisión de la justicia, la politización de todos los aspectos de la vida, la polarización de las opiniones y, en resolución, dando lugar al malbaratamiento de la política y a la corrupción.

Es, por tanto, el caso que el estúpido, incapacitado para el ejercicio de la política, se corrompe. Podría argumentarse que esa corrupción, que genera beneficios al que la practica, no permitiría clasificar al corrupto en el grupo de los estúpidos, puesto que, si bien perjudica a los demás, obtiene satisfacción en la persecución de sus intereses personales. A esto puede responderse del siguiente modo: en primer lugar, recordando que la estupidez no es una falta de inteligencia, sino una manera particular de expresarla. Así, personas de inteligencia notable, incluso aclamadas como brillantes innovadores como Steve Jobs o Albert Einstein, o figuras públicas como Bill Clinton, han cometido actos extremadamente estúpidos con consecuencias catastróficas, como nos recuerda Thalmann (2020). Esto lleva a la distinción de que la inteligencia describe a las personas, mientras que la estupidez se relaciona con acciones específicas. Coincide en esto con Cipolla (2019), para quien la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona, como el sexo, la raza, la educación, la profesión o el estatus social.

En segundo lugar, como se ha dicho, el estúpido está atascado en su ego impermeable, inmune al más mínimo descubrimiento que pudiera alterar su estupidez, lo que le impide detectarla, reconocerla e identificarla. Peor aún, utiliza su inteligencia para rechazar cualquier información nueva que no se alinee con sus preferencias previas, defendiendo así su propia estupidez y estancando su crecimiento intelectual. Esto significa que activamente se niega la oportunidad de mejorar o corregir sus errores, lo que a la larga se traduce en un perjuicio personal. De ahí que se corrompa, pues no concibe otra forma de reconocimiento del mérito que la acumulación de posesiones materiales o placeres mundanos. El gobernante corrompido, desde Nerón hasta nuestros días, busca la ostentación y acaba teniendo, por ejemplo, un criadero de ostras en su casa al estilo de Vladimir Putin.

Por último, en tercer lugar, el narcisismo propio del estúpido le hace desear permanecer en el poder toda la vida; su pérdida se le hace insoportable pues la ve como muestra de su fracaso ante los otros, a los que considera más estúpidos. Se convierte, con frecuencia, en un paranoico que ve conspiraciones por todas partes, ya que como decía Jenofonte, es un hecho que quienes obedecen, no por reconocer la autoridad del que manda, sino por temor (y podríamos decir que a cambio de prebendas, sueldos y regalías), intentan por todos los medios a su alcance parecer amigos. Padece al estúpido en política el mismo dilema que Wintrobe (1998) decía que tenían que hacer frente los dictadores: cuanto más poder tiene menos información fiable recibe de quienes lo obedecen.

No ha de sorprender a quien hasta aquí ha leído el que se establezca una relación entre estupidez y tiranía, ya que, es necesario insistir, cuando se habla de estupidez no se hace referencia al tonto o ignorante, se está hablando de una connotación moral negativa enraizada en la incapacidad de relacionarse de manera adecuada con la realidad, que lleva al desprecio de los demás a los que se ve como herramientas para ser manipuladas o, peor aún, como idiotas con los que hay que lidiar. Esto lleva a la persecución del interés personal por encima de cualquier otro, y de ahí la incapacidad de perseguir los fines de la política y el triunfo de la corrupción, es decir, la antipolítica. Y si es la política condición indispensable para el ejercicio de la libertad, claro está que es la antipolítica el obstáculo insalvable para su ejercicio. Donde no hay libertad hay tiranía; en conclusión, el estúpido tiraniza. Vivir en una sociedad o en una época estúpidas, es vivir bajo tiranía.

Considérese, si no, cuál es la tarea a la que con más denuedo se dedican los tiranos: el control de la opinión pública, de la que depende la libertad política al ser inherentemente plural, que puede ser manipulada para consolidar el poder. Se trata de una estrategia sofisticada y multifacética que va más allá de la censura simple, que busca moldear la percepción pública y deslegitimar las ideas democráticas, fomentar el cinismo y la pasividad, y debilitar la cohesión y la confianza en los principios democráticos. Se trata de idiotizar, de convertir en estúpida a la población, controlando y suprimiendo libertades. Se utiliza la propaganda, que para Chomsky era en las democracias el equivalente a la violencia en las dictaduras, para desdibujar la realidad, cuando no infundir miedo a la misma generando desconcierto. Se consigue, así, que desaparezca una visión de la realidad establecida y aceptada, que es la principal causa de la ausencia de un pensamiento político capaz de afrontar las nuevas realidades. Se trata de erradicar el sentido común, el gran adversario de la estupidez.

Por último, resulta de especial interés hacer mención a la genealogía del proceso por el cual la estupidez lleva al triunfo de la antipolítica. ¿Puede el estúpido alcanzar el poder? Sin duda puede pasar, pero no es necesario. Basta que quien obtenga el poder, no siendo estúpido en ese momento, comience a enamorarse del mismo para que, con el deseo de afirmarse y perpetuarse en él dé inicio a la tarea de corrupción de la cultura y de la opinión que ya se ha mencionado. El narcisismo vanidoso de quien considera que el poder le pertenece por derecho propio, empieza a desconectarlo de la realidad, puesto que pretende ser lo que no es, acudiendo al pensamiento ideológico para justificar su posición y para que los demás lo vean como él a sí mismo se ve. Pero, puesto que el estúpido no busca sino la compañía de otros estúpidos, ya que la de los que no lo son se le hace insoportable, empiezan a predominar en la vida política. Y, en cuanto a los ciudadanos, una vez convertidos a la religión de la estupidez sólo podrán ser obnubilados, a su vez, por estúpidos, por lo que el gobernante, en el caso de que aún no lo fuera, ha de convertirse, en parte por un proceso de mimetismo demagógico, en uno de ellos para seguir ejerciendo su poder.

La victoria de la antipolítica es, pues, el triunfo de la estupidez que supone, entre otras cosas, la erosión de las libertades y los valores democráticos, la destrucción de la cultura, la atrofia del pensamiento crítico, la desconexión de la realidad, el menoscabo de la capacidad de discernimiento, el abatimiento del sentido común, la imposición de la conformidad, el fomento de la indiferencia y la vulgaridad generalizada, el acabamiento de la amabilidad, el sofocamiento de la genialidad y la falta de identidad positiva.

Frente a ello sólo cabe una defensa activa del sentido común, la razón, la verdad, la tradición y la autonomía individual frente a las fuerzas ideológicas, mediáticas y estatales que buscan hacer estúpida a la sociedad para perpetuar su poder. Es casi una tarea revolucionaria que busca recuperar el sentido de la realidad y la verdad, y rechazar la manipulación y el nihilismo. Esa revolución, tal vez, pueda empezar por hacerse una pregunta crucial en teoría política y que el estúpido nunca se formula: ¿por qué obedezco?

Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista Cuadernos FAES de pensamiento político. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

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