Illa y Puigdemont, los gemelos golpean dos veces
«El encuentro lo hicieron por sus intereses particulares y para agradar/engañar a su electorado»

Salvador Illa y Carles Puigdemont. | Jasper Jacobs (Europa Press)
Bruselas, esa ciudad de burócratas con corbata y sueños europeos, fue el escenario de la última comedia llevada a cabo por la política española. El pasado martes, Salvador Illa, el presidente de la Generalitat, se desplazó hasta la capital belga para reunirse con Carles Puigdemont, el eterno prófugo que sigue jugando al exilio como si fuera una partida de ajedrez interminable. Una hora y media de charla en la delegación catalana donde sólo hubo dos butacas, unas plantas mustias y un apretón de manos que pretendía sellar la «normalidad institucional».
Imaginemos la escena: Illa llega en coche, con esa aura de funcionario obediente que tanto le caracteriza, mientras Puigdemont aparece a pie, diez minutos antes, como un vecino que baja a por el pan. Dentro, el decorado es de manual: pared blanca con el escudo de la Generalitat, persianas bajadas para evitar miradas indiscretas, y un ambiente que huele a compromiso forzado. Rompen el hielo con anécdotas personales: Puigdemont presume de caminar, Illa de correr por las mañanas. Como si eso importara. ¿De qué hablaron realmente? Oficialmente, nada se filtró, porque en política, el silencio es el mejor aliado de la ambigüedad. Pero es fácil adivinar: de la amnistía, esa palabra que Puigdemont repite como un mantra, y del apoyo de Junts al Gobierno de Sánchez, ese que pende de un hilo más fino que el de una telaraña.
Puigdemont, con su pose de mártir, no tardó en reprochar lo obvio: la reunión debería haber sido en el Palau de la Generalitat, en Barcelona, meses atrás. «Hoy ha vuelto a quedar claro que no vivimos en situación de normalidad», soltó en X, como si necesitáramos su diagnóstico. Claro que no hay normalidad: un president en activo viaja al extranjero para verse con un prófugo de la justicia, porque si Puigdemont pisa España lo detienen.
Illa, por su parte, respondió con el mantra socialista: «El diálogo es el motor de la democracia». Bonito, pero hueco. ¿Diálogo sobre qué? Sobre cómo blindar la legislatura de Sánchez, sobre cómo extender la amnistía que el Tribunal Supremo se resiste a aplicar por completo, sobre cómo rehabilitar políticamente a un fugado que sigue exigiendo más. No hubo reproches directos en público, pero el subtexto grita: Puigdemont acusa al Estado de trabas, Illa finge que todo avanza.
Esta reunión es el fango que cubre el procés, ese momento que dejó a Cataluña dividida y a España fracturada. Illa, ojito derecho de Sánchez, viaja a Bruselas no por convicción, sino porque se lo mandó su jefe. ¿Recuerdan cuando Puigdemont huyó en un maletero? Ahora recibe visitas oficiales. La amnistía, aprobada por el Constitucional gracias a Conde-Pumpido, no basta: Puigdemont quiere más, la exoneración total de la malversación por el uno de octubre.
La foto fija que deja el encuentro sólo puede dejar un marco confuso. Ambos parecían la misma persona. Los gemelos golpean dos veces, pero estos sí que se parecían, no como Danny De Vito y Arnold Schwarzenegger. El encuentro lo hicieron por sus intereses particulares y para agradar/engañar a su electorado. Si observan la fotografía del acto verán que son idénticos. Ambos lucen una cabellera con un volumen muy parecido. También se copiaron los colores de sus trajes, camisas y corbatas. Sólo les diferenciaba el cromatismo de sus gafas. Las de Puigdemont eran transparentes como lo son sus objetivos.
Cristalinos y claros como la independencia de Cataluña en el horizonte de sus ojos, pero cuando mira de cerca observa que de Bruselas a Barcelona sigue habiendo un paseo demasiado largo. Las gafas de Illa son oscuras como las órdenes que recibe de su amado líder Pedro Sánchez. Viendo la foto se podría pensar que faltaba el presidente del Gobierno, pero ya estaban en la imagen el presidente de Cataluña y el de España. Los lectores de THE OBJECTIVE son tan inteligentes que no hace falta decir cuál es cuál.
Puigdemont dijo que todavía no había «normalidad», y puede que sea la única verdad que haya dicho en los últimos años. Pero es qué si la hubiera, él estaría en la cárcel, y no habría «Dios» que le amnistiase. Faltaba Sánchez para que se diese la Santísima Trinidad, pero estaba en espíritu. Su cuerpo va poco a poco desapareciendo en una delgadez que le va comiendo en busca de sus entrañas, y un rostro que es un poema, pero de los malos, de los de Luis García Montero. Versos en los que tropezar con los bultos de un rostro de cada vez más triste figura.