En defensa de María Pombo
La lectura, por sí sola, no forja personas íntegras

Ilustración de Alejandra Svriz.
María Pombo, la popular influencer, desató una tormenta en las redes sociales con un vídeo que generó un debate acalorado. En él, afirmaba: «Hay que empezar a superar que hay gente a la que no le gusta leer […] Leer aporta muchísimo, en eso creo que estamos todos de acuerdo y nunca he dicho lo contrario, pero no te convierte automáticamente en mejor persona ni te hace moralmente superior». Sus palabras, pronunciadas con naturalidad, provocaron una reacción inmediata y virulenta. En cuestión de segundos, la crítica se desató de manera feroz, tildándola de ignorante, analfabeta, indolente, salvaje y superficial. Como figura pública, con millones de seguidores, el escrutinio fue aún más intenso, amplificando las voces que la condenaban por supuestamente promover la incultura. Entre los detractores más crueles destacaron figuras progresistas, muchas de ellas mujeres, lo que añade un matiz intrigante al asunto.
La periodista Alba Medina compartió el video, poniendo en X un emoticono llevándose la mano a la cabeza y agregó un sermón moralizante: «Leer enriquece la mente y nos abre puertas tanto físicas como mentales. La lectura es fundamental para construirnos como seres humanos libres e independientes». Miguel Ángel Cajigal, alias El Barroquista, un historiador del arte muy pesadito y muy posmoderno zanjó: «Pues me temo que sí: leer te hace mejor persona». No se quedó ahí la ofensiva; la cuenta de extrema izquierda Spanish Revolution publicó una carta abierta dirigida directamente a la influencer, con el siguiente título: «La apoteosis de la incultura orgullosa».
Un actor y profesor de una escuela de negocios llamado Emilio Gómez fue más allá y le escribió por privado a María Pombo llamándola hasta 10 veces «paleta» y se atrevió con un consejo: «Si lees, podrás expresarte mejor y no solo depender de tu chochito abierto». Incluso la famosa periodista Carme Chaparro puso un mensaje en Instagram, muy campanuda ella: «No somos mejores porque leamos, pero leer nos ofrece herramientas para comprender, cuestionar y dialogar. No es una medalla, es un puente». Es notable cómo el grueso de las críticas provino del mismo espectro ideológico, lo que me invita a reflexionar sobre posibles motivaciones subyacentes, como la envidia, el sectarismo o un esnobismo intelectual típico de la izquierda («siempre a favor de lo bueno y en contra de lo malo», como repite con mucha lucidez mi amigo Sergio Candanedo).
¿Por qué tanta saña contra una joven que simplemente expresaba una opinión honesta sobre un hábito personal? Es cierto que María Pombo es guapa, estilosa, tiene tipazo y tiene dinero. Además, es católica y de derechas y tuvo la osadía de confesarlo en un programa con Jesús Calleja. Esas cosas fastidian mucho. Pero si examinamos el fondo del asunto, María Pombo lo que plantea es un argumento sólido y refrescante: la lectura no es inherentemente virtuosa, no es un requisito universal, ni una obligación moral, y ciertamente no es para todos. Lo más irónico es la indignación fingida de muchos críticos, que parecen olvidar la realidad cotidiana. En España, el panorama lector es desolador; la mayoría de la población lee muy poco, si es que lee algo. Se publican unos 90.000 libros cada año, pero las estadísticas revelan una dura verdad: solo el 7% de ellos llegan a reimprimirse, lo que significa que el 93% quedan como ediciones únicas que no generan ventas suficientes para justificar más tiradas. Esto refleja un mercado saturado donde la oferta supera con creces la demanda, y donde el acto de escribir prolifera mientras la lectura languidece.
Alberto Olmos, un escritor y crítico literario, que ha sido galardonado con el premio Julio Camba de periodismo —posiblemente uno de los mayores lectores de nuestro país, algo sabe de esto—, respaldó públicamente a Pombo en X: «Tiene razón María Pombo». Un usuario ingenioso respondió con un tuit que capturó la esencia del postureo: «Hay tres cosas que se cuentan más que se hacen: leer, follar y ducharse». Una verdad como un templo. Y es que la sociedad a menudo exagera sus hábitos intelectuales para proyectar una imagen superior, cuando en realidad, el compromiso real con la lectura es escaso.
Pensémoslo en términos más amplios: cada individuo administra su tiempo libre como le da la real gana. Algunos prefieren el deporte para mantenerse en forma y liberar endorfinas, otros disfrutan con el cine, hay quienes optan por el teatro y no faltan los que eligen salir de fiesta. En mi caso personal, de joven salí mucho de fiesta, adoro el cine, visito el teatro entre poco y nada, leo libros, pero no hago deporte. ¿Me convierte eso en una persona inferior? Muchos atletas argumentarán que me estoy perdiendo un pilar esencial de la vida —salud, disciplina, bienestar mental—, y seguramente tengan razón. Pero eso no me hace moralmente deficiente. Del mismo modo, la lectura no debería erigirse como un pedestal ético.
Obligar a alguien a leer por obligación social es contraproducente; el verdadero valor surge de la pasión genuina, no de la imposición. Existen personas excepcionalmente brillantes que no cultivan la lectura como pasatiempo principal. Su conocimiento proviene de experiencias vitales, conversaciones profundas, documentales, podcasts, interacciones reales con el mundo, lo que sea… Lo contrario —fingir erudición— es una pose intelectual. Y no me van a convencer de lo contrario. Abundan quienes simulan ser gente super culta por devorar libros de autoayuda o novelas cursis pésimamente escritas. De hecho, la industria de la autoayuda, que mueve miles de millones de dólares anuales, ilustra este punto: la gente consume volúmenes masivos de consejos sobre superación personal, motivación y crecimiento emocional, pero rara vez aplican lo aprendido. Sin acción, el conocimiento se diluye, se convierte en un mero adorno, un cúmulo de ideas inertes que no generan transformación real. Leer puede expandir el horizonte intelectual, pero no asegura un cambio de conducta tangible.
Varios autores y pensadores han sostenido que la lectura es una práctica subjetiva, dependiente de la interpretación y aplicación individual, y no un atajo infalible hacia la virtud. De hecho, la historia está llena de ejemplos donde la lectura no solo falló en elevar moralmente a individuos, sino que incluso alimentó su perversidad. Cuanto mayor era su biblioteca, peor se comportaban. Consideremos, por ejemplo, a Adolf Hitler, cuya biblioteca albergaba miles de volúmenes, desde las complejas filosofías de Nietzsche y Schopenhauer hasta tratados históricos. De manera similar, Josef Stalin, un hombre que podía consumir hasta 500 páginas diarias, acumuló una colección impresionante de textos sobre historia, filosofía y marxismo.
Mao Zedong, otro lector apasionado, se sumergía en los clásicos chinos y en la poesía. Ted Kaczynski, conocido como Unabomber, es otro ejemplo inquietante. Con un doctorado en matemáticas, era un lector obsesivo de filosofía y ciencias. Su manifiesto, La sociedad industrial y su futuro, reflejaba un conocimiento profundo de sus influencias literarias, pero estas no lo humanizaron; más bien, alimentaron una visión apocalíptica que justificó atentados terroristas. Incluso Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, encontró en la literatura un catalizador para su desequilibrio. Su obsesión con El Guardián entre el Centeno de J.D. Salinger lo llevó a identificarse de manera patológica con el protagonista. Llevaba una copia del libro el día del crimen, con notas garabateadas que revelaban su perturbación. Lejos de salvarlo, la novela se convirtió en un espejo de su delirio homicida.
Estos ejemplos subrayan una verdad incómoda: la lectura, por sí sola, no forja personas íntegras. Puede informar, ilustrar, inspirar o incluso corromper, dependiendo del lector. María Pombo nos invita a reconocer que no todos están destinados a pasar horas inmersos en las páginas de un libro. En esencia, no solo tiene razón, sino que representa una voz revolucionaria en un mundo saturado de farsantes pretenciosos e insufribles. La mayoría de sus críticos actúan impulsados por envidia, arrogancia y crueldad —tiene cierta gracia que estas bajezas provengan de quienes predican que la lectura eleva el espíritu. Al final, María Pombo ha sido sincera, una cualidad que vale más que mil libros.