The Objective
El zapador

Dios no quiera que pase nada en el final de La Vuelta

Cuando la causa necesita heridos para tener foco, la causa se convierte en coartada

Dios no quiera que pase nada en el final de La Vuelta

Manifestantes durante La Vuelta Ciclista. | Carlos Castro (Europa Press)

Alguien, en su infinita lucidez, debió pensar que la mejor manera de detener a Netanyahu era joderle la vida a un puñado de ciclistas. Han rodeado vehículos, han tirado vallas y corredores al suelo, han echado chinchetas al pelotón, han hackeado la radio de la carrera, han pinchado ruedas, han causado heridos, han provocado la reducción del recorrido de la contrarreloj de Valladolid… Uno de los planes maestros era colocar un tronco en la carretera para que los ciclistas con el maillot equivocado se estamparan de cabeza contra el asfalto. Al grito de «¡Palestina libre!», claro.

La Vuelta ciclista a España termina este domingo 14 de septiembre en Madrid y ojalá —de corazón— no pase nada. Madrid se prepara con un despliegue inédito, porque la amenaza de reventar el final por parte de la intifada antiisraelí es una posibilidad cierta. Los organizadores han reaccionado tarde, pero han reaccionado reforzando un operativo que ya parece de ciudad sitiada. De momento, no podemos descartar la tragedia, porque el operativo corre a cargo del Ministerio del Interior, encabezado por el ministro Fernando Grande-Marlaska, quien se ha manifestado a favor de las protestas. Los ciclistas, hartos, han votado seguir con la puerta abierta a plantarse si vuelve el peligro. No obstante, en la etapa final, nunca se suele decidir nada y será más bien un paseo por la capital con mucho ruido, eso sí. Esperemos que no derriben a ningún ciclista.

La razón de los activistas propalestinos que tratan de boicotear la Vuelta es su intención de expulsar al equipo Israel-Premier Tech, un equipo con corredores de varios países dirigido por un canadiense multimillonario conectado con Netanyahu. Varios miembros del Gobierno, como la vicepresidenta Yolanda Díaz y el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, han apoyado las protestas y se han pronunciado a favor de expulsar al equipo Israel-Premier Tech de la Vuelta para enviar un «mensaje» al Gobierno de Benjamin Netanyahu. Entre tanta testosterona moral asoma Pablo Fernández (Podemos) alentando a bloquear la carrera e impedir que llegue a término: «Llamamos al boicot activo, a la desobediencia civil, porque creo que, insisto, la condena al genocidio está por encima de cualquier actividad deportiva». 

Boicot, dice. Pues no: boicot es apagar la tele, no tirar ciclistas. Este tipo, con la carita de no haber roto un plato en su vida, debería sentarse en un juzgado. Porque una cosa es un boicot y otra muy distinta un sabotaje. Eso se llama incitación a la violencia, y me parece de ciencia ficción que un partido político pueda llamar a reventar una competición deportiva y no pase nada. «Las vidas de las personas están por encima de todo», dijo el muy ufano. La vida de los ciclistas también, supongo. Y la Fiscalía mirando hacia otro lado. Lógico, el Gobierno de Sánchez, el primer interesado en sacar rédito de la causa palestina saca pecho con sus medidas «inmediatas» contra Israel. Nueve decretos improvisados sin consultar ni a Bruselas ni a la OTAN. Para él, la diplomacia se mide en titulares, no en resultados, como afirma Jorge Mestre en su inteligente columna publicada en este mismo periódico. 

Lo peor de esta película no es que haya exaltados: siempre los hay. Lo deprimente es la pátina de legitimidad que otorgan quienes confunden la calle con un plató y la empatía con lo que los estadounidenses llaman «virtue signaling». Como dice Juan Soto Ivars: «El activismo propalestino español es, en una proporción vergonzosamente alta, exhibicionismo moral vacío». Hoy ese histrionismo, esa moralina de escaparate, se mide en impactos sobre el asfalto. Cuando la causa necesita heridos para tener foco, la causa se convierte en coartada.

¿Dónde estaban los héroes del corte de carretera durante el Tour? Claro, allí la épica revolucionaria sale más cara. Y nuestros activistas propalestinos lo saben. Y si aún hay quien piensa que tirar una etapa, un corredor o una valla es dar visibilidad a una causa justa, le propongo un reto: que lo intente en su trabajo. Que pare su oficina, su fábrica o que pare un hospital en hora punta, y luego nos cuente cómo le fue la revolución cuando llegaron las multas, los despidos y las detenciones.

Al final, la discusión no es «Palestina sí o Palestina no», ni «Netanyahu bien o Netanyahu mal», que es evidente que mal. La discusión es si aceptamos normalizar que la política, cuando no consigue cambiar el mundo, se conforme con jorobar al vecino. Llámenlo poscensura, radicalismo woke, o simple hooliganismo moral. Un país adulto sostiene a la vez dos ideas: que la protesta es sagrada y que la seguridad también. Si una pisa a la otra, deja de ser protesta para convertirse en amenaza.

Porque al final, el problema no es la guerra, ni la política, ni la religión. El problema es la cobardía, la indolencia y, sobre todo, la idiotez. La de un país que prefiere la santurronería moral a la seguridad, el gesto vacío a la acción real. Y que, si alguien se atreve a protestar por ello, lo tachan de insolidario, de insensible o, peor aún, de lo que le dé la gana al tuitero de turno. Dios no quiera que pase nada en el final de la Vuelta. Porque si algo ocurre, ya sabemos a quién culpar. Y no son precisamente los ciclistas.

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