The Objective
Hastío y estío

Elogio a Perico Delgado

«Atacarlo por esto es mezquino, un intento de arrastrar su figura intachable al barro de la polarización»

Elogio a Perico Delgado

El exciclista Perico Delgado.

En el panteón del ciclismo español, donde los dioses pedalean sobre nubes de asfalto y montañas imposibles, Perico Delgado ocupa un lugar especial. No es el altar reservado a los titanes intocables, sino un rincón cálido, humano, donde el sudor y la simpatía se entremezclan con el polvo de las carreteras. Perico, el segoviano de sonrisa pícara y piernas que parecían talladas en esfuerzo puro, representa al españolito normal, ese que se levanta cada mañana con el mundo en contra, pero que no se rinde. Mientras otros ciclistas eran máquinas relucientes, Perico era carne y hueso, un hombre que sangraba, reía y, sobre todo, sufría por cada metro conquistado.

Perico Delgado emergió como un símbolo de la tenacidad. Ganó la Vuelta a España en 1985 y 1989, y el Tour de Francia en 1988, un hito aún recordado por los aficionados. Pero no era un corredor de récords impecables; era un guerrero que luchaba contra su propio cuerpo y el destino. Cada triunfo le costaba la vida. Imaginen las rampas del Tourmalet o el Alpe d’Huez: Perico no volaba sobre ellas como un ángel motorizado; trepaba con el alma en los dientes, el rostro contraído en una mueca de dolor que todos reconocíamos porque era la nuestra. El esfuerzo era su ideología, su bandera. No necesitaba doparse ni de ninguna otra treta, bastaba con la voluntad de un tipo normal que se negaba a rendirse.

Y qué decir de sus virtudes y defectos, esos que lo humanizan más que cualquier triunfo. Perico tiene el carisma de un amigo de toda la vida: directo, sin filtros, con una campechanía que desarmaba a rivales y periodistas por igual. Pero también cometía errores que lo acercaban al pueblo. ¿Quién no recuerda aquel episodio en el Tour de 1989? Llegó tarde a la salida de una contrarreloj decisiva, un despiste que le costó minutos preciosos y, con ellos, sus opciones de revalidar el título. Fue un lapsus humano, de esos con los que nos tropezamos todos en la vida cotidiana. En lugar de excusas, Perico lo asumió con entereza, recordándonos que los héroes no son infalibles. Eran esos descuidos los que lo convertían en un ídolo accesible con el que identificarse.

Hoy, Perico Delgado sigue siendo una presencia luminosa en la televisión, donde ejerce de comentarista con la misma gracia que desplegaba en el pelotón. En Televisión Española, su voz cercana da lustre a las transmisiones de las pruebas ciclistas. Mantiene el carisma que tenía como corredor: esa mezcla de sabiduría callejera y pasión desbordante. Sus conocimientos son profundos, forjados en el fuego de la competición, pero los dispensa con naturalidad.

Perico enseña como los buenos maestros, sin alardes ni ego. Utiliza el lenguaje del pueblo: palabras sencillas, expresiones que todos entendemos, sin jerga técnica que aleje al espectador. Cuando describe una escapada o analiza una táctica, lo hace con gestos animados, como si estuviera contándotelo en una terraza. «Mirad cómo sube, con el alma en vilo», dice, y de repente, entiendes el ciclismo no como un deporte profesional, sino como una epopeya humana. No hay pedantería en él; solo generosidad. En un mundo de expertos que se pavonean, Perico es el antídoto: humilde, accesible, un puente entre el aficionado y el arte de las dos ruedas. 

Pero en este septiembre, Perico ha sido objeto de ataques injustos durante la Vuelta a España, y es hora de defenderlo con la vehemencia que merece. La carrera ha sido empañada por el ruido político. Un conflicto ajeno, el eterno y doloroso conflicto bélico entre Israel y Palestina, ha irrumpido en el asfalto. La excusa: la presencia de un equipo israelí en la competición. Algunos activistas han intentado boicotear la Vuelta (hasta conseguirlo el último día), acusando a la organización y a los ciclistas de complicidad en un drama geopolítico que nada tiene que ver con el deporte.

Perico, fiel a su esencia, defendió a los corredores y a la organización con argumentos sólidos y el corazón en la mano. «Esto es una prueba deportiva, no un foro político», dijo en una intervención televisiva, recordando que los ciclistas no son culpables de las tensiones internacionales. Con razón, apuntó que politizar la Vuelta es un error garrafal: «Se utiliza una competición limpia como excusa para agendas externas, manchando el esfuerzo de cientos de atletas que solo buscan rodar en paz». 

Lo tildaron de insensible, de ignorar el sufrimiento ajeno. Pero nada más lejos de la verdad. Perico no niega el conflicto; solo defiende que el ciclismo no es el lugar para resolverlo. Es un hombre de principios, que no se calla ante la injusticia, pero que sabe distinguir entre lo que toca y lo que no. Atacarlo por esto es mezquino, un intento de arrastrar su figura intachable al barro de la polarización.

Perico Delgado merece este elogio no por ser perfecto, sino por ser real. En un mundo de egos demasiado inflados, él sigue siendo el españolito que pedalea con el alma, que enseña con humildad y que defiende lo justo sin miedo. En el pelotón de fusilamiento puso su cuerpo para que el fusilamiento no fuera contra el pelotón. 

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