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Opinión

El mundo es mucho más feo sin Robert Redford

«Nadie más supo conjugar belleza, talento y ética sin hacer de ello una campaña de marketing»

El mundo es mucho más feo sin Robert Redford

Robert Redford recibe un galardón a su trayectoria cinematográfica en Marrakech, Marruecos. | Chen Binjie (Zuma Press)

Robert Redford murió esta semana a los 89 años en su casa de Utah, rodeado de los suyos. Es una escena muy redfordiana, digna de sus películas: íntima, sin aspavientos, sin lágrimas forzadas. Se ha ido como vivió con elegancia y dignidad.

Y el mundo, de repente, es mucho más feo. Literalmente. Porque Redford no era solo guapo, era guapo con ideología, con ética, con silencios largos que decían más que muchas carreras enteras. Fue el único actor de Hollywood que parecía haber nacido en una novela de Hemingway y criado en una película de Sydney Pollack.

Para una generación fue ‘el rubio’. Para otra, el vaquero con alma de periodista. Para los cinéfilos fue el tipo que fundó el Sundance, el padre de todos los directores independientes, con Tarantino a la cabeza. Para Meryl Streep, besarle fue «como besar la historia del cine». Para Scarlett Johansson fue su primer amor platónico y el director que le susurró las palabras justas para entender que había nacido para el cine. Fue el cómplice, el mejor amigo de Paul Newman. Y para muchos, Robert Redford fue ese extraño caso de estrella que nunca necesitó pose alguna para hacerse inmortal.

Porque podía haber sido solo belleza –y no le habría ido mal, ojo, porque mira que era guapo el jodío–, pero decidió ser también cine de verdad. Protagonizó obras maestras, dirigió películas maravillosas, fundó un festival de cine sin alfombras rojas y peleó por la naturaleza cuando ser ecologista era algo marciano. El tipo que en vez de montar una productora para hacerse más rico, montó una fundación para dar voz a directores que tenían talento, pero no tenían un duro.

Por si no lo saben, Redford se enamoró de España. Vino no como estrella de cine, sino como estudiante de arte. Corría 1957 y tenía apenas 19 años. Llegó a Barcelona con una beca para estudiar pintura, cruzó la península con mochila y cuaderno, se instaló en Mallorca donde vivió un par de meses. Quedó prendando del paisaje, de la luz, de la siesta lenta. Más adelante volvió con su mujer y sus hijos para vivir un tiempo en Alcudia. También se refugió durante meses en Mijas, cuando sentía que el ruido de Hollywood le empezaba a corroer el alma. España fue para él eso: un escondite, un paréntesis, un suspiro.

Y España le devolvió el amor siguiendo sus películas con pasión inquebrantable: amando al vaquero de Dos hombres y un destino, al estafador simpático de El golpe, al periodista de Todos los hombres del presidente, al amante contenido de Memorias de África.

Robert Redford fue también un hombre que supo callar cuando el mundo gritaba. Nunca fue carne de tabloide. Y eso, en su caso, era casi un milagro. Perdió a su hijo Scott cuando apenas tenía dos meses. Perdió a otro, James, en 2020. No hizo de eso un tour emocional. Hablaba de la pérdida con la misma sobriedad con la que hablaba del éxito: «Son cosas que te moldean, pero no te definen». Sencillo. Profundo. Humano.

¿Y Sundance? No era solo un festival, era un manifiesto. En los 80, cuando el cine independiente era una especie en extinción, apostó por él como quien planta un árbol en medio del desierto. Y el árbol creció. Por allí pasaron Tarantino, los Coen, Soderbergh, Chloé Zhao. Todos beben de esa agua. Todos le deben, aunque no siempre lo digan. Sundance demostró que no hacía falta una gran productora para hacer una gran película, ni efectos especiales para contar algo que doliera.

A Redford le dolía el mundo. Pero lo llevaba bien. Sabía que la belleza no era una solución, pero sí un alivio. Por eso cuidaba tanto los planos, los silencios, las pausas. Por eso sus películas no envejecen, solo maduran. Hay en ellas algo de naturaleza, de río que fluye, de luz que cambia sin pedir permiso.

Mark Ruffalo escribió esta semana que Robert Redford fue su «héroe, mentor y modelo». Jane Fonda, que «no podía dejar de llorar». Nadie lo ha dicho mejor, ni más simple. Se fue el último caballero del cine americano. Su marcha nos deja una certeza: que la elegancia, cuando es verdadera, no se pasa de moda. Que la belleza, cuando es serena, no se olvida. Y que los mitos, cuando son de verdad, no mueren.

Porque no hay relevo para su tipo. Porque ya no se fabrican hombres como él. Porque nadie más supo conjugar belleza, talento y ética sin hacer de ello una campaña de marketing.

Por todo eso, el mundo es mucho más feo sin Robert Redford.

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