The Objective
Crónicas del caos

50 años de los fusilamientos de Franco

«Bildu, el socio más preferente del infame Sánchez, está jaleando el acontecimiento con el silencio del Gobierno»

50 años de los fusilamientos de Franco

Ilustración de Alejandra Svriz.

El 25 de septiembre de 1975, Nicolás Franco Bahamonde, residente entonces en Portugal, escribió una carta a su único hermano, Francisco Franco, en la que le venía a decir casi literalmente: «Querido Paco, somos muy mayores y estamos a punto de rendir cuentas a Dios de nuestros actos…». Tras esa admonición previa le suplicaba en consecuencia que conmutara las penas de muerte a siete asesinos (sí, asesinos) condenados por haber matado ellos a varios policías y guardias civiles. Franco no hizo caso a su hermano. El doctor Pozuelo Escudero, entonces médico del general, nos indicó mucho después a dos periodistas, muerto ya su paciente, de forma textual, «Franco era un hombre de una sola decisión».

Fernando Suárez, a la sazón, vicepresidente del Gobierno «de lo Social», me aseguró en un desayuno importante cuando él se había convertido en diputado por León: «Había que estar allí (Consejo de Ministros en El Pardo) con un Caudillo que ya ni siquiera escuchaba…». Era una forma oblicua de evadir su responsabilidad de ‘enterado’ y confirmante de las ejecuciones, derivando la sentencia de Franco hacia su ya penosa situación sanitaria. En el penúltimo curso de la Escuela Oficial de Periodismo antes de convertirse en Facultad de Comunicación, convivió el cronista con un cura vasco que luego apareció como militante activo de ETA, también con un alumno, Blanco Chivite, activista del FRAP, Frente Revolucionario Antifascista Patriótico, uno de los asesinos de, por lo menos, un par de policías en el atentado que provocó la pena de muerte de Baena, ejecutado en Hoyo de Manzanares. Blanco era un tipo más bien sórdido que, tras la generosa e incomprensible amnistía de Suárez, pululó por el Grupo 16. De él me dijo un colega: «Se salvó del fusilamiento porque no se confesó autor de nada».

Perdón por este largo proemio imprescindible para considerar el cincuentenario de las ejecuciones ordenadas por Franco, tres del FRAP y dos de ETA. Ahora mismo, aquellos reos -víctimas repito, de una sanción detestable como la pena muerte- están siendo presentadas como unos héroes de la resistencia contra la dictadura franquista; tanto que faltan horas para que en el Anaitasuna de Pamplona, se les ofrezca un homenaje en el «Gudari Eguna». Bildu, el socio más preferente del infame Sánchez, está jaleando el acontecimiento con el silencio cómplice del Gobierno, que ni siquiera ha atendido a las consideraciones que la Fundación Buesa (Fernando fue destrozado por la banda) está haciendo al respecto. A estas horas hay que afirmar esto: Franco les mató, horrible pena de muerte, pero antes ellos habían matado. Ellos murieron tras un Juicio Sumarísimo bien acusados de actuar como los peores animales, acribillando sin piedad a personas inocentes. Fueron unos asesinos.

Paredes Manot, alias Chiqui (entonces se escribía así), homicida de un policía, era un extremeño de Zalamea de la Serena, rebotado en Zarauz por la necesidad de sus padres. Se mezcló pronto con grupos radicales y se integró en la que se llamaba estúpidamente la «ETA buena», la «Político-Militar», que en el tardofranquismo y en los primeros años de la Transición se comportó todavía de forma más cruel que la rama militar. Los abertzales siempre han considerado a este sujeto, Chiqui, un ejemplo de cómo los maketos se integran en todo lo vasco, una vez que consideran que aquel ‘pueblo’ está siendo sometido a las garras de España. Unos, como el citado (los hermanos Troitiño eran otros) empuñaron las pistolas, y otros, Pradales o Esteban ficharon por el sustancioso PNV. Otaegui, el otro ejecutado como el criminal que acabó con la vida del guardia Greogorio Posada, era directamente un pobre idiota, de modo que el tipo no valía ni para terrorista, le aprehendieron por tonto y Franco no tuvo en cuenta su condición. Los dos fueron capturados gracias a las informaciones que pudo suministrar El lobo, Mikel Legarza, el agente de los Servicios de Inteligencia infiltrado durante muchos años en ETA. Los antedichos y los criminales del FRAP,  José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y Humberto Baena, a los que en estos días nadie les quiere homenajear porque ellos no fueron gudaris de nada, no se libraron de ser acribillados, sí lo consiguió el etarra Garmendia, al que una «faena de castigo», modelo Billy El Niño, le había dejado para el tinte, hecho un guiñapo.

Cincuenta años de unos fusilamientos que nunca debieron producirse y 30 de la desaparición como tal de ETA. Sus rescoldos se muestran ahora con estas celebraciones referidas. Coinciden con la difusión en estas fechas de un cortometraje cuyos protagonistas son un guardia civil y su novia asesinados en Beasain en 1979, o sea en los años de plomo de ETA-PM. El corto, 27 minutos cuenta cómo Antonio y Hortensia se desangraron en el coche en que habían sido ametrallados mientras el claxon del automóvil no dejaba de sonar durante, precisamente, 27 minutos. Nadie acudió en su socorro. «Algo habrán hecho», se dijeron los villanos y siguieron paseando. Este relato contrasta también con otro estreno miserable: No me llames Ternera, del periodista o cosa así Jordi Évole. Naturalmente, esta producción ha sido presentada en el Festival de Cine de San Sebastián, los 27 minutos han sido ignorados. De las dos cosas se está ocupando la Televisión Oficial de López, el individuo que engañó estúpidamente a Cifuentes, la que le llevó a cometer en Telemadrid similares atrocidades a las que ahora perpetra en Prado del Rey. ¡Vaya vista, Cristina!

El blanqueamiento escandaloso de la banda asesina corre parejo con dos circunstancias: su consideración como «valientes gudaris» de la que se está ocupando Bildu, sus secuaces y Sánchez de invitado especial, y la insistencia y propaganda de este régimen leninista por atosigar a los españoles con un señuelo: ETA ya ha dejado de matar y, por tanto, no hay que referirse a ella. Esto sucede mientras los malos de verdad acuden venturosos a los constantes omenaldiak, homenajes que reciben los pistoleros que mataron a 857 personas, 778 hombres, 59 mujeres y veinte niños. Otros, 709, tuvieron más suerte: ‘sólo’ quedaron inválidos. Ahora, 2025, después de tanta sangre escasamente llorada, los conejos disparan a las escopetas; los terroristas, también los ejecutados por Franco, son héroes de no se sabe qué. Zapatero y Sánchez son sus entusiasmados palmeros.

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