The Objective
Hastío y estío

Oriol Junqueras, de la celda a la irrelevancia

«El ‘procés’, que prometía redención colectiva, se ha convertido en un yugo personal. ¿Por qué volver, entonces?»

Oriol Junqueras, de la celda a la irrelevancia

Oriol Junqueras. | Kike Rincón (Europa Press)

Ayer en este periódico que ahora están leyendo, demostrando a la vez una generosidad y un criterio que un servidor les agradece, se dio la noticia de que Oriol Junqueras hará oficial hoy martes su candidatura a encabezar las listas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) para las próximas elecciones catalanas. Sí, el mismo Junqueras que, por sentencia firme del Tribunal Supremo, no puede presentarse a ningún cargo público hasta 2031. Pero es que este hombre no se rinde. Confía, con esa fe ciega que solo los redimidos por la amnistía saben cultivar, en que el proceso legal se complete en «sólo unos meses». Unos meses. Como si el tiempo en la política catalana fuera un reloj de arena que se vaciase a su voluntad.

Es una imagen dantesca, un expreso que parece querer encarcelarse de nuevo, pero esta vez en su nada ideológica. Un hombre que, tras años de reclusión en la prisión de Lledoners, no emerge renovado, sino hueco, como un árbol talado por la mitad que insiste en echar brotes marchitos. La prisión, esa gran igualadora de destinos, no le curó el vacío existencial que le carcome desde antes del uno de octubre de 2017. Al contrario: le dio un barniz de mártir que ahora usa como excusa para no mirarse al espejo. Un confinamiento, que él mismo mitificaba como un calvario tan republicano como independentista, y que no le enseñó humildad ni le inyectó savia vital. Ahora, libre en cuerpo, pero preso en alma, regresa al ruedo no para sanar, sino para reincidir.

«La amnistía nos liberará a todos», dirá, con los ojos brillantes de quien ha leído demasiados guiones de Pedro Sánchez. Y en ese momento, el auditorio aplaudirá, no por convicción, sino por inercia, como se aplaude el final de una ópera que nadie entiende del todo. Un servidor solo puede pensar que está ejecutando su tropiezo definitivo, de la prisión a la irrelevancia más absoluta. Junqueras, el vicepresidente que soñó con una república catalana, reducido a un candidato fantasma que flota sobre las urnas sin tocarlas.

Permítanme una digresión literaria, porque en esta Cataluña de espejismos, la realidad solo cobra sentido a través de la ficción. Piensen en El extranjero de Camus. Meursault, aquel hombre absurdamente indiferente, ejecutado no por su crimen, sino por su vacío interior. Junqueras es su hermano catalán, un extranjero de su propia causa. Su nada ideológica, esa vacuidad que disfraza de convicción, no es un acto de rebeldía, sino de rendición. La independencia, que un día fue fuego, ahora es ceniza desteñida.

El procés, que prometía redención colectiva, se ha convertido en un yugo personal. ¿Por qué volver, entonces? ¿Por qué someterse de nuevo a la jaula dorada de la política, cuando la libertad le ofrece un anonimato reparador? Porque el vacío existencial no se cura con barrotes ni con indultos. Se agranda. La falta de libertad no le ha enseñado a Junqueras a volar, le ha recortado las alas hasta dejarlo planeando en círculos, aterrizando siempre en el mismo lodazal.

Comparémoslo, en un ejercicio de crueldad necesaria, con la vida de un preso cualquiera. Tomemos a un recluso de Picassent o Soto del Real, condenado por un delito sin sangre ni violación: un hurto impulsivo, una pelea de bar, un tráfico menor de estupefacientes. Su moralidad, por sórdida que sea, tiene más sentido que la de este político que reincide en llevar una vida indigna. El preso común, al menos, paga su deuda y emerge con las cicatrices que le recuerdan su humanidad frágil. Aprende el valor del tiempo perdido, forja alianzas en el patio de la cárcel, sueña con un futuro modesto pero tangible: un lugar donde trabajar, una familia que lo espere al otro lado del muro. Junqueras, en cambio, ha convertido su condena en medalla, su inhabilitación en martirio eterno. Su indignidad radica en su reincidencia, insiste en fingir que su causa es noble cuando todos sabemos que es un espejismo alimentado por subsidios europeos y pactos con el diablo de forma sanchista. 

Junqueras no busca redimirse, sino relevancia al precio que sea. Cuando suba al estrado y proclame su candidatura, no será un acto de coraje, sino de autoparodia. Un hombre que, liberado de las cadenas físicas, se ata voluntariamente a un proyecto moribundo. Alzará su copa metafórica y brindará porque en unos meses logre la «gracia» judicial. Pero el reloj ya marca las horas de su intrascendencia. Qué bonito sería que, por una vez, el «héroe» catalán se mirase al espejo y no viera a un mártir, sino a un hombre cansado de equivocarse.

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