Una Super Bowl en español gracias a un 'conejo malo'
«No solo es una actuación. Es también un acto de resistencia cultural. Un desafío abierto»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay que tener mucha confianza en uno mismo para decirle «no» a la Super Bowl. Pero si eres Taylor Swift, la única persona capaz de subir las audiencias de un partido de fútbol americano solo con asomar la cabeza por el palco VIP, te lo puedes permitir. Eso y más. Desde que su romance con Travis Kelce se hiciera oficial, la NFL ha vivido su propio cuento de hadas: las cámaras buscaban más a la cantante que al balón, mientras millones de espectadores se sumaban a la fiesta del amor o del deporte, ya nada estaba claro. La liga, que no siempre ha sabido conectar con las mujeres —ni con los jóvenes, ni los latinos, ni con nadie que no lleve gorra de caza—, descubrió una mina de oro. Pero esa joya tiene muy claro su valor.
Taylor lanza hoy The Life of a Showgirl, su nuevo disco, y sigue centrada en su gira global, convertida ya en una mezcla de evento cultural, religión emocional y motor del PIB. El descanso de la Super Bowl puede esperar. Sobre todo cuando no se cumplen sus exigencias, ya sea cobrar por el espectáculo o controlar los derechos de imagen. Menuda es ella para los negocios.
Así que la NFL, en busca de una tabla de salvación, decidió dar un giro inesperado y puso en el centro del mayor escaparate televisivo del país a un puertorriqueño con pinta de no querer gustar a todo el mundo. Benito Antonio Martínez Ocasio, más conocido como Bad Bunny. Es decir: un artista que canta en español, se niega a traducirse al inglés, ha criticado las redadas de ICE, rechaza la política migratoria de Trump y, por si fuera poco, no había previsto incluir a los Estados Unidos en su gira Most Wanted Tour. Una elección que para muchos fue sorprendente, y, para otros, sencillamente impensable.
Pero el asombro se convirtió en terremoto político esta semana, cuando se supo que los agentes de ICE —esa policía migratoria con más siglas que corazón, capaces de arrojar por los suelos a madres y esposas desvalidas— han recibido autorización para realizar redadas durante la Super Bowl, aprovechando el revuelo, las multitudes y, de paso, el simbolismo. Como si ver a Bad Bunny bailando con fuego en el escenario no fuera suficiente espectáculo, ahora también habrá detenciones en directo. La Administración Trump (segunda parte, más distópica y menos disimulada) ha decidido que el descanso musical puede servir también para mandar un mensaje: cuidado con sentirse demasiado cómodo en español.
Lo que no han calculado —o tal vez sí— es que eso convierte el intermedio en algo mucho más potente. Porque ahora no solo es una actuación. Es también un acto de resistencia cultural. Un desafío abierto. Una performance involuntariamente política, con reguetón y luces de neón, sí, pero también con el español como idioma rebelde.
Y no un idioma extranjero, por cierto. Porque conviene recordar que ya estaba en lo que hoy es ese país antes de que el inglés llegara al calor del robo de las tierras de los nativos americanos. Fue en español como se bautizaron lugares que hoy nos suenan al puro centro del American way of life: Los Ángeles, San Diego, San Antonio… Ciudades fundadas bajo el Virreinato de la Nueva España, cuando nadie soñaba todavía con moteles, hamburguesas o la Super Bowl.
Este año, el evento no es solo fútbol ni solo música. Es territorio simbólico. Es campo de batalla cultural. Ya no basta con que la retransmisión sea seguida por 100 millones de personas o con que los anuncios presuman de ser los más caros del mundo. Ahora lo que cuenta es quién canta, cómo canta y, sobre todo, en qué idioma canta.
Bad Bunny llega con todo. No necesita complacer. Lleva años en la cima sin ceder una vocal al inglés. Y sus letras no piden permiso, no hacen la reverencia. Su presencia es un mensaje en sí mismo: el centro de la cultura pop ya no está solo en Nashville o en Nueva York. También pasa por Bayamón, por Medellín, por Madrid, por todas esas ciudades donde se habla el idioma que ahora algunos quieren volver subversivo. (Son repugnantes los vídeos que circulan por las redes con gentuza delatando a personas sencillamente por hablar en español).
Así que el 9 de febrero, cuando el escenario se encienda y empiecen a sonar los primeros acordes, habrá quienes bailen, quienes protesten, y quienes —con gorra MAGA bien calada— se pregunten en qué momento perdieron el control del relato. Y quizá sea entonces cuando entendamos que lo que está pasando no es un cambio estético, sino histórico. Que no es solo un show, sino una declaración de principios: el español no es el idioma del futuro porque es el del presente. Que el ‘conejo malo’ lo deje bien claro.
P.D.: Miren que no soy precisamente un fan de su música, pero en esto voy a muerte con él.