No habrá paz para los malvados
Sánchez y su familia sostienen un legado de opacidad y abuso de poder que ensombrece la democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo de Begoña Gómez dista de ser una colección de chanchulletes pasajeros. Es un escándalo de proporciones monumentales que expone las grietas de un sistema. Repasemos los delitos de la pentaimputada.
Empecemos por el tráfico de influencias y la corrupción en los negocios. Resulta que la señora Gómez, sin ser licenciada, sin ser funcionaria, sin ser nada más que «esposa de», codirigía una cátedra en la Complutense. Para esa cátedra de Transformación Social se asocia con el gurú Juan Carlos Barrabés. Acto seguido, ¡oh, casualidad!, las empresas del amigo Barrabés empiezan a pillar contratos públicos como si no hubiera un mañana. Un montón de millones de euros de organismos como Red.es, Renfe o ICEX empiezan a fluir. Begoña se reunió hasta ocho veces con Barrabés en La Moncloa. Dos de ellas estaba Pedro Sánchez echando un vistazo a ver si el pastel se horneaba bien.
Begoña incluso firmó cartas de recomendación para dejarlo más atado, para que el colega Barrabés se llevara la pasta, financiada en parte con esos fondos europeos que venían a salvarnos. Lo de las cartas fue clave para engordar las ofertas, según un informe pericial de la IGAE (que no es un organismo que dependa precisamente de Vox, sino del Ministerio de Hacienda de María Jesús Montero). Y el documento elaborado por la IGAE lo pide nada más y nada menos que la Fiscalía Europea. ¿También fachas?
Para rematar el esperpento, el informe ha destapado que se borró información clave (los famosos metadatos) de los concursos de Red.es y se perdió la trazabilidad de los documentos cometiendo un presunto fraude. Blanco y en botella: Begoña y Barrabés montaron un bazar de influencias en la Moncloa y se dedicaron a pasar el cepillo a todos los españoles. En cualquier democracia seria, solo por el tufillo, el primer ministro estaría ya recogiendo cajas. Pero aquí, pedir la dimisión es cosa de la ultraderecha.
Luego tenemos la malversación de caudales públicos. Aquí entra en escena Cristina Álvarez, la asesora de Moncloa a sueldo del erario, que, según el demoledor informe de la UCO, enviaba cientos de emails gestionando los tejemanejes privados de la cátedra de Begoña. Una especie de manager pagada por todos nosotros, sellando convenios empresariales en horario laboral monclovita.
La defensa de Gómez se ha descolgado con la Metáfora del Tabaco: «Si eres un juez instructor que fuma y pides a un agente judicial que te compre un paquete de tabaco, no sería reprochable penalmente». Pagaría por ver la cara del juez Peinado ante esa creativa justificación de Antonio Camacho, el abogado de Begoña. Es la cumbre del arte de la picaresca elevado a doctrina jurídica. Es decir: «Malversé, pero solo un poquito». El problema no es el tabaco, al fin y al cabo, un capricho personal, amén de nocivo. El problema es que el sueldo de Álvarez —más de 300.000 euros desde agosto de 2018— se usara para incrementar el prestigio de la señora Gómez. Da igual si el beneficio fuera «pírrico» o faraónico. Es usar un recurso público (el tiempo y sueldo de un empleado) para el negocio particular.
Finalmente, pasamos a la apropiación indebida y el intrusismo profesional. En la Complutense, Begoña monta su chiringuito, y con dinero de Google, Telefónica o Indra, se financia un software. Un software que, sorpresa, sorpresa, registra a su nombre para beneficio de una empresa a la que llama Transforma TSC S.L., en lugar de dejarlo donde toca: en la UCM. En cuanto al intrusismo profesional se la acusa de redactar los pliegos técnicos para un concurso público, una función reservada a funcionarios o personal cualificado. Ella, que no era ni lo uno ni lo otro, se mete a técnica de contratación. El argumento que la exculpa es de traca: es que el personal de la Complutense se lo indicó, La ley es la ley, y la falta de cualificación es la falta de cualificación, pero siendo First Lady, ¿quién necesita un título de verdad? El rector, por cierto, Joaquín Goyache, fue el que ordenó crear una cátedra para la mujer del presidente del Gobierno. Y ahora se lava las manos. Por eso pasó de testigo a imputado.
Todo este circo judicial se enmarca en un escenario de impunidad estética que es la marca de la casa. El Gobierno de España, en un ejercicio de opacidad que ya se ha convertido en su sello distintivo, se obstina en mantener un silencio absoluto y deliberado respecto al uso del avión oficial Falcon por parte de Begoña Gómez, negándose a proporcionar cualquier tipo de información que esclarezca las circunstancias, finalidades o costes asociados a dichos desplazamientos. Por si fuera poco, su hermano, David Sánchez, el «hermanísimo», se encuentra igualmente envuelto en una serie de corruptelas y problemas legales que añaden más sombras al entorno familiar.
Y el César, sonriente, diciendo que todo es fango. Pues sí, Pedro. Es fango. Pero no el que te echan. Es el que tienes pegado en los bajos del Falcon. Y huele a podrido. Y a eso, aquí en Madrid y en el resto de España, lo llamamos corrupción. Y no hay metáfora del tabaco que lo arregle.
Muchos tenemos muy claro que la familia de Pedro Sánchez se ha beneficiado de recursos estatales y posiciones privilegiadas para fines personales. ¿Y ahora qué? De momento, el juez Juan Carlos Peinado, titular del Juzgado de Instrucción número 41 de Madrid, ha dado un paso firme al determinar que Gómez sea juzgada por un jurado popular en relación con los cinco delitos que se le imputan. A esta situación se suma la del hermano del presidente, quien también será juzgado por varios delitos en otro proceso gracias al buen hacer de la juez Biedma. Con decisiones como las tomadas por los jueces Peinado y Biedma, una cosa queda clara: haya o no condena final, al menos no habrá paz para los malvados.