El PP y el mito del centro perdido
El estancamiento electoral del partido de Feijóo no viene de la moderación, sino de la pasividad y la indefinición

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay dos tipos de analistas con respecto a las derivas del PP, los que llevamos acertando desde hace tiempo y los que se equivocan con una contumacia tan solo comparable a la que despliega la brillante cúpula intelectual de ese partido. Los primeros, al menos desde que Rajoy se tomó el último cubata en el bar de debajo de las Cortes, estamos advirtiendo de que el peligro de irrelevancia no viene ni mucho menos de la moderación, que es algo que se puede practicar desde ideas firmes y decisiones eficaces, sino de la pasividad y la indefinición: ellas y solo ellas son las condiciones de posibilidad para que el PP se arrastre con un vuelo invariablemente gallináceo en las encuestas y sea incapaz de elevarse, por una parte, como alternativa inequívoca a la permanencia en el poder de Pedro Sánchez y detener, por otra, el progresivo crecimiento de Vox. La propia elección de Feijóo para dirigir los destinos del partido fue ya toda una declaración de intenciones en el sentido de sostenella y no enmendalla, con el magnífico resultado que todos conocemos en las elecciones de 2023 y el panorama cada vez más inquietante que, según las encuestas, se va abriendo para las próximas.
Frente a este incontrovertible escenario, la actitud de los que llevan tiempo errando es sumamente curiosa: habiendo concordado casi milimétricamente con las estrategias de inexistencia ideológica que se han convertido en poco menos que la seña de identidad del PP, han optado por achacar las evidentes pérdidas de votantes a un presunto escoramiento a la ultraderecha (expresión que, por cierto, todos hemos aceptado como animal de compañía acríticamente), en vez de asumir algún tipo de autocrítica, por mínima que sea, y reconocer que el electorado de la derecha moderada está cada vez más harto de no sentirse representado en sus valores, sus creencias y sus ideas. ¿Y cuál es, entonces, la receta que proponen estos columnistas para recuperar votos? Pues, nada más y nada menos, que el PP siga practicando las políticas dontancredistas que tan buenos resultados le está dando.
Porque seamos honestos, ¿cuáles han sido exactamente los movimientos del PP hacia la ultraderecha? ¿Que se han atrevido a hablar por primera vez con claridad de inmigración? ¿Que han endurecido un poco el tonito frente a Pedro Sánchez nombrando, válgame Dios la audacia, los prostíbulos del suegro y los negocios presuntamente delictivos de la parienta? Hombre, que la izquierda al mando, en uso de su inveterado virtuosismo propagandístico, considere estas minucias como una prueba irrefutable de que Feijóo se ha echado en brazos de Abascal entra en el orden de las cosas, pero que la derecha mediática compre esta chatarra ideológica y, lo que es peor, vuelva los ojos en público, nos habla más que nada de hasta qué punto ha perdido el contacto con la realidad social.
El mismo día que varias encuestas certificaban el trasvase de votos a Vox, varios ponentes de la, por así llamarla derecha mediática, cerraban filas en torno a la nostalgia del centro perdido. Uno de los más destacados adalides de esta línea, José F. Peláez, escribió un artículo que titulaba Dos años perdidos. ¿Y qué es lo que se ha perdido en estos dos años? Aunque el artículo no incidía en nada concreto, sí nos dejaba claro que el PP no ha hecho bien su papel de oposición. ¿Y ello por qué? Pues no precisamente porque, a pesar de lo que ha caído, no hayan sabido presentar una alternativa sólida y creíble frente a Pedro Sánchez, sino, atención, porque no han sido lo suficientemente duros con Vox. La solución de Peláez es que si el PP siguiera haciendo exactamente lo que en realidad ha estado haciendo todo este tiempo, es decir, nada, pero atacando con mayor virulencia a Vox, las cosas cambiarían decisivamente y los votantes volverían en masa, salvaríamos a España y, ya de camino, a la mismísima Constitución.
Pongamos otro ejemplo: Ignacio Camacho, maestro del periodismo, publica el mismo día que Peláez, también en Abc, un artículo que titula Parecerse a Vox. Al igual que en el anterior, nos quedamos con las ganas de saber exactamente qué propuestas concretas está asumiendo el PP del programa de Vox. Pero, entonces, ¿por qué los votantes de Feijóo se retiran? Mi respuesta, como la de algunos otros que analizan la situación desprejuiciadamente (por más que sepamos que los prejuicios son siempre los de los otros), es la siguiente: por desesperación, por cansancio, por la íntima y persistente convicción de que la pasividad, la inmovilidad y la inoperancia de sus dirigentes políticos son la parte contratante de la primera parte que hace posible la imparable invasión del Estado por parte de Pedro Sánchez. La semana pasada hemos vuelto a tener un ejemplo de ello: la izquierda ha tocado a rebato (a relato) «genocidio», y desde todas las esquinas del PP, excepto esa aldea gala que es Madrid, han empezado a gritar «genocidio, genocidio».
«Los consabidos barones del PP esperan más del voto socialista desengañado que de las expectativas de sus propios votantes»
Al igual que los niños, los votantes perciben perfectamente quiénes están con ellos por connivencia u obligación y quiénes por convicción y gusto. Las alharacas gestuales de última hora de esa panda de burócratas que componen la dirigencia del PP no engañan a nadie; de hecho, ya han salido los consabidos barones pidiendo más moderación o, lo que es lo mismo, más invisibilidad, ya que esperan más del voto socialista desengañado que de las expectativas ideológicas de sus propios votantes. Sí, esos que quieren que se hable de inmigración con resolución y sin demagogia (lo que sí sabe hacer muy bien Vox), pero que también quieren ver confrontadas las patrañas de los discursos de género y sus políticas anejas o no tener que soportar por más tiempo ese regionalismo folklórico que en la mayoría de las autonomías relega la idea de España a un lugar puramente secundario.
Veamos otro mantra de la derecha mediática: Vox es la pinza necesaria de Pedro Sánchez. Pues bien, que ello pueda ser así no significa absolutamente nada a efectos prácticos. Vox hace lo que tiene que hacer cualquier partido político: defender legítimamente su proyecto. El problema es que empieza a haber un cierto segmento intelectual en torno al PP que, fruto de la propia impotencia, está pretendiendo imponer que, para que ese partido alcance el poder, los demás no manifestemos otra opinión que no sea el silencio o la pura conformidad, hasta el punto de que cualquier crítica es acusada de ser una forma de colaboracionismo innoble con Pedro Sánchez.
Nada me gustaría más que hubiera un partido político que no fuera Vox (con sus componentes tan tradicionalistas y demagógicos) que se atreviera a oponerse a la asfixiante supremacía cultural (incluso en gran parte de la prensa de derecha) de la izquierda con un discurso claro e inteligente. Digamos que, a estas alturas de la película, uno ya sueña con una suerte de Milei verdaderamente liberal que fuera capaz de abordar, con la radicalidad que viene al caso, las reformas profundas que necesita el Estado.
Por eso, estoy por completo de acuerdo con Peláez cuando afirma que la Transición y la Constitución son realidades que merece la pena salvar, pero sin tener que pagar para ello el tributo que llevamos pagando todos estos años: aceptar los principios y valores que el progresismo ha ido imponiendo en todas las instituciones y que el PP, por cierto, deja incólumes allí donde gobierna. Sea como fuera, si el PP quiere una referencia de cómo neutralizar a Vox, tampoco tiene que buscar muy lejos: ahí tiene el ejemplo de Ayuso. Claro que ésta, según se ha encargado de inculcarles la izquierda, es ya prácticamente Vox para muchos de los indistinguibles maniquíes de Génova.