El infierno estaba en un campamento infantil
«Esto es un asalto sistemático a la inocencia, orquestado por una pandilla de tarados ideológicos»

Campamento de Vernedo.
En las colinas de Álava se encuentra el campamento de Bernedo como un monumento al delirio humano. No es un lugar de juegos inocentes, de fogatas y canciones torpes alrededor del fuego; es un pozo negro donde monitores, esos supuestos guardianes de la infancia, han convertido la vulnerabilidad de los niños en su patio de recreo privado. Lo que sabemos es suficiente para helar la sangre: 12 denuncias acumuladas ante la Ertzaintza, un juzgado de Vitoria que investiga delitos contra la libertad sexual y un reguero de testimonios que pintan un cuadro de horror cotidiano.
Duchas mixtas obligatorias con adultos desnudos, monitores paseando sus genitales al aire libre por el pueblo como si fueran trofeos de una guerra primitiva, niños forzados a chupar dedos de pies sudorosos para ganarse un mendrugo de merienda. Y no para ahí: relaciones sexuales consumadas frente a los menores, «marcajes» nocturnos que suenan a rituales de posesión, besos exigidos como peaje por un plato de sopa. ¿Esto es educación? No, señores. Esto es un asalto sistemático a la inocencia, orquestado por una pandilla de tarados ideológicos que se cobijan bajo la bandera de la «deconstrucción» para justificar sus actos diabólicos.
Imaginemos por un momento a esos niños, frágiles como ramas resquebrajadas en un vendaval, enviados por sus padres a un rincón del País Vasco con la promesa de «crecimiento personal» e «inmersión cultural». En lugar de eso, encuentran un circo de humillaciones. Un chico de 14 años, según los testimonios recogidos por la prensa, relata cómo un monitor le obligaba a ducharse desnudo junto a niñas, mientras el agua no solo eliminaba la suciedad de su cuerpo, sino también su dignidad.
Otro hablaba de noches en las que los «educadores» irrumpían en las tiendas para «inspeccionar» cuerpos, dejando huellas que no eran de barro, sino de un poder tan asqueroso como palpable. Los monitores, ese grupo de progresistas posmodernos, defienden sus prácticas como un «espacio para ‘deconstruir’ la sexualidad». ¿«Deconstruir»? Lo que destrozan es el alma de esos críos, pieza a pieza, con la excusa de una ideología que huele a rancio dogmatismo woke importado a golpe de subvención pública. Son depredadores con credenciales pedagógicas, lobos con piel de oveja arcoíris, que convierten un campamento en su laboratorio de perversiones. Si fueran curas en un internado católico, el escándalo acabaría de manera apocalíptica, pero como lo visten de «inclusividad» y hablan de «transfeminismo», el silencio institucional es ensordecedor.
Lo que ha pasado en Bernedo no es un incidente aislado, es el síntoma gangrenoso de una sociedad que ha perdido el norte. La Ertzaintza ha registrado 17 denuncias más en las últimas semanas, con testimonios de menores de Estella y otros pueblos navarros que también cayeron en la red de este campamento «trans euskaldun». Y mientras, el Gobierno vasco calla como un muerto. Tampoco la ministra de Infancia, Sira Rego, ha soltado prenda, ni la Diputación foral, que subvencionó este aquelarre, ha pedido disculpas.
Defendamos a los niños. A esos valientes que, con voces temblorosas, han alzado el dedo y han dicho «basta». Ellos son los héroes inadvertidos de esta farsa, los que merecen no solo justicia, sino reparación: terapia, abrazos, un mundo donde la «deconstrucción» no signifique desmembrar su pureza. Ataco a los monitores porque no son educadores, son parásitos que se alimentan de la confianza ajena.
Critico a los padres que aun a sabiendas de cómo era el lugar a donde mandaban a sus hijos, no solo no les importaron sus prácticas, sino que fueron definitorias para tomar la decisión de enviarles al infierno. Y que tras el escándalo siguen defendiendo a los organizadores del campamento. Hay que exigir a las instituciones que dejen de ser cómplices pasivas, que cierren Sarrea, la asociación que está detrás de este campamento, investiguen a fondo, y que las subvenciones vuelvan a donde pertenecen, a la protección real de la infancia, o a cualquier otro sector de la sociedad que de verdad lo necesite, pero no a esta pedagogía pornográfica y que desnaturaliza a los niños para siempre.
La infancia es sagrada y quienes osan mancillarla se merecen el infierno eterno. No hace falta esperar a que pasen a mejor vida, pueden empezar a pagar en esta a partir de que la justicia lo dictamine. Y una vez libres, les llegue el castigo verdaderamente doloroso.
